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El efecto de las ventanas rotas en el Gobierno

Tras la explosiva sesión de investidura vivida hace unos días, parecía previsible que el debate mantuviera un alto grado de confrontación. Pero aun así, es preocupante la falta de consensos sobre casi cualquier asunto esencial. Estamos inmersos en un estado de hipertensión que corre peligro de cronificarse. No deberíamos aceptarlo, por el bien de la convivencia colectiva.

Empiezan a conocerse las primeras medidas adoptadas por el nuevo gobierno. Todas ellas han sido fuertemente criticadas por la oposición. Parece lógico y comprensible. La derecha tiene decidida una estrategia de choque desde el primer momento. Conscientes de la débil mayoría parlamentaria con la que cuenta Pedro Sánchez, van a intentar aprovecharlo al máximo. Se prevé un gobierno con gran actividad ejecutiva después de la parálisis vivida durante los últimos cuatro años. Si esta legislatura consigue alargarse, puede dar frutos suficientes como para asegurar la continuidad de Sánchez con posterioridad. Si se acorta la vida del gobierno de coalición, se complicaría su renovación tras unos nuevos comicios.

En estos días, hemos vivido al menos una polémica diaria. Cualquier oportunidad que ha tenido la oposición ha sido aprovechada para lanzar algún objeto contundente contra el edificio de la coalición gubernamental. Los efectos de esta práctica son difíciles de medir en términos de comunicación política. Lógicamente, los medios van a reproducir cualquier incidencia que surja y, en algunos casos, van a amplificarla todo lo que puedan. Lo que no es sencillo es determinar la importancia de esas acciones. Uno a uno, los ataques pueden producir un daño relativo. Ahora bien, la acción repetida incesantemente puede acabar por provocar serios desperfectos.

En los años 90, llega a la alcaldía de Nueva York Rudolph Giuliani. Una de las prioridades marcadas en su campaña electoral es la de poner freno a la inseguridad en la ciudad. La sensación de suciedad y abandono y la abundancia de delitos de todo tipo son una constante preocupación de los neoyorkinos y suponen un serio reparo para la llegada de turistas. Giulani puso al frente de la policía a William Bratton, el más afamado comisionado de seguridad en EEUU. Trabajó en Nueva York, más tarde en Los Ángeles y posteriormente ha estado en las administraciones de Obama y Trump en importantes órganos de la seguridad nacional.

Bratton revoluciona los métodos de lucha contra la inseguridad utilizando como base la conocida Teoría de las Ventanas Rotas. Se trata de una idea propuesta en los años 80 por el politólogo James Wilson y por el criminólogo George Kelling, fallecido hace apenas unos meses. Ambos publicaron un famoso artículo en 1983 en la revista The Atlantic. En él planteaban cambiar el centro de la actividad de los cuerpos de seguridad. Hasta ese momento, se dedicaban de forma prioritaria a perseguir los crímenes más importantes, dejando en un segundo plano el vandalismo de pequeña escala o los delitos menos graves. La Teoría de las Ventanas Rotas se basaba en interpretar que la inseguridad de alta intensidad era precisamente consecuencia directa de una ciudad desordenada, caótica y sucia en un entorno que transmitía imagen de abandono y de reinado del descontrol y de la falta de autoridad.

A partir de la implantación de esta filosofía, hoy imperante en la mayor parte de las grandes capitales del mundo, se establece una rígida gestión que potencia los servicios de limpieza y mantenimiento; que persigue los pequeños delitos y que facilita la presencia apacible de la policía como garantía de seguridad para los ciudadanos. Cada vez que alguien rompa un cristal, debe sustituirse de inmediato. La filosofía supuso un éxito revolucionario. Demostraba que el abandono generaliza el desorden y que el cuidado propicia el orden.

Si trasladamos la exitosa Teoría de las Ventanas Rotas al territorio del espacio político actual, cabe defender la necesidad de hacer frente a la permanente sucesión de ataques desproporcionados y no siempre justificados con el objetivo de extender un clima de desorden y caos político con un gobierno acusado de no ser capaz de controlar la situación. Se hace necesaria una actividad preventiva antes de que cualquier polémica acabe por convertirse en un serio incidente de gran impacto en la opinión pública. Para ello, parece necesario implementar la actividad comunicativa. Ante cualquier crítica o ataque parece aconsejable intervenir, contestar y aclarar lo que sea necesario, con la máxima inmediatez y transparencia. Es la forma más eficaz de que la verdad se imponga y que los cristales rotos no se propaguen.

Esta filosofía de intensa actividad de comunicación pública por parte de un gobierno progresista choca con la tradicional estrategia de esconderse hasta que el temporal amaine. En la moderna política, las dimensiones de tiempo y espacio han visto modificada su esencia. Las tácticas de manejo de los tiempos se han quedado obsoletas. Una sociedad marcada por la individualización, la fragmentación, la inmediatez y la velocidad sólo entiende una formulación del tiempo y el espacio: aquí y ahora.

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