Desde la casa roja
Nucleótidos
Amanezco sobre las seis. A oscuras voy al baño y me salvo de mi cara en el espejo porque no enciendo las luces. Me hago un café. Por el camino, muevo el ratón del ordenador para que también se vaya despertando. A oscuras busco un sinónimo en el diccionario para este artículo alumbrándome con la linterna del móvil. Conciliar: compatibilizar, coordinar, avenir, concordar. Me pongo una chaqueta de lana gruesa y unos calcetines y me siento en el despacho, antes cuarto de la plancha y de las cajas que nunca se deshicieron tras la mudanza. No sé con cuál de todos los ánimos que he atravesado en estos meses enfrentaré el día. Los pájaros gritan unos detrás de otros en la encina que está a punto de arrojar la primavera sobre nuestra casa. Son las seis y cinco de la mañana. Empiezo a teclear y en la oscuridad le oigo: ¿mamá?
Que alguien me diga el secreto: qué hilo invisible va de mi teclado al párpado de mi hijo. Me acurruco en su cama, le respiro y, para que vuelva a dormirse, me duermo con él. Es cierto que serán las mejores horas de sueño. Puede que las mejores horas del día. Su pie en mi cuello y mi cuello sin almohada. Formamos una nebulosa de dos cuerpos pesados sobre el colchón. En nuestra pequeña galaxia cerrada no hay heridas. En cuanto abra los ojos, lanzará la primera pregunta del día. Escribo esta intimidad para dejar constancia de algo: me ha quedado claro en estos meses que los padres tenemos que justificarnos continuamente frente a desconocidos por haber tenido hijos antes de levantar la voz. Triste.
Hasta la tarde, cuando su padre emerge de nuestro sótano, donde trabaja a golpe de videollamada y giran las tornas y comienza su jornada familiar, no podré regresar a la escritura y lo haré solo con la mitad de mí y con interrupciones. Yo no tengo a nadie que me exija estar frente a la pantalla. Y tengo facilidad para desconectarme de todo, menos de ser madre. Para entonces, habré lavado, tendido, doblado y guardado ropa, ya toda encogida y gris por los programas de altas temperaturas. Habré hecho una compra por teléfono y desinfectado encimeras, pomos e interruptores. Con las ruedas de prensa de Simón de fondo, aunque sin conseguir atender nunca a lo importante, habremos jugado a los trenes, al escondite, bloques de madera, plastilinas, habremos visto dibujos animados, hecho la tarea que envían del colegio y regado las plantas de dentro y de fuera. Suerte que en una amargura del pasado compramos un aspirador de esos que pasean solitarios por los rincones. Pero el ruido exterior ya habrá conseguido colarse en un despiste: los juegos sucios, las miles de informaciones, las conexiones en directo, las mascarillas que sí y que no, la vergüenza, las cifras diarias.
Las cifras.
Hay quien dice que por qué hablamos de esto con la que cae afuera. También hay completos desconocidos dispuestos a administrar las emociones más íntimas de los demás. Y las economías. Somos 6,2 millones de hogares con niños en España. Tal vez es hora de prestar atención a lo que está sucediendo en las casas mientras no puedan ir al colegio. Peor me parece tener que agradecerle a una enfermedad haber conseguido que alguien ponga el foco (tenue) en los cuidados y, vaya, los hemos visto en los huesos. Es la imagen saturada de lo que ya teníamos.
Las familias se enfrentan a estas semanas con los recursos económicos y emocionales que ya traían exhaustos. Con laxitud en las normas y sin saber hasta cuándo se prolongará esta simultaneidad que a nada atiende del todo. Intento no abrir la boca con tanto privilegio encima. Pero si sacas la cabeza, es fácil ver que muchos ya están tocados; otros, hundidos, y nadie sabe qué fondo rozaremos. ¿Qué han hecho las familias monoparentales? En la vieja normalidad, para que muchas mujeres consiguieran rozar algunas metas, otras mujeres eran explotadas y renunciaban a cuidar a sus propios hijos. Me pregunto cómo terminará esto después de nueve meses, si es que en septiembre regresa la normalidad: con una brecha social y de género bastante más hundida. Y un mensaje aún más depredador latiendo por debajo: sálvate de la brecha que puedas.
Al próximo que me diga que aproveche de estos días y que disfrute de mi hijo, a lo mejor sí tengo fuerzas y le respondo suave que yo ya disfrutaba todos los días de él y sin este nudo permanente en la garganta. ¿Reconocerá su escuela en septiembre o ya siempre será de otra forma eso de ir al colegio? ¿Cuánto significará este punto y aparte en su vida? ¿Es esto lo que diferenciará nuestra infancia de la de nuestros niños? ¿A la renuncia de muchas madres y padres le seguirá la de los que obtienen beneficios con su trabajo? ¿Estamos entendiendo todos lo mismo? En mi diccionario de sinónimos, no encuentro que conciliar signifique lo mismo que renunciar.
Mientras, el pequeño hace planes para el futuro, “cuando acabe el maldito coronavirus”, y sigue con su descubrimiento constante y su metralleta de preguntas: Cómo funciona el oído. Qué pasa cuando tiro de la cisterna. Dónde están los niños antes de meterse en las barrigas. De qué está hecho el ADN. O, el otro día, mientras el pleno, cuando parecía que jugaba a mis pies sin escuchar: Qué es una señoría. Qué es una tribuna. Quién es Abascal. Dónde guarda el dinero Pedro Sánchez. No nos perdemos ni una.
Nucleótidos, le digo después de buscarlo en el teléfono.
El ADN está formado por nucleótidos.
De esta, al final, todos estamos aprendiendo.