Recuerda Joseph Henrich en Las personas más raras del mundo (Capitán Swing, 2022) que muchos antropólogos constataron pronto cómo las poblaciones agrícolas más aisladas tienden a percibir el mundo con una mentalidad de suma cero. Es decir, si a un individuo le va bien u obtiene algo se presume que lo hace a costa de otro, lo que lleva a la envidia, a la rabia y a una fuerte presión por la redistribución. Haber sabido expresar la rabia física que crece en el interior del estómago al distinguir la sonrisa de aquel al que culpamos directamente de nuestro dolor (como indicador de esa economía de ganancia cero anticipada también por el ilustrado escocés David Hume) y enlazarlo con una xenofobia «natural» es el primer mérito del excelente guion de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen para As bestas (Sorogoyen, 2022), un clásico instantáneo (como suele decirse) o, al menos, una de las mejores películas del cine español en mucho tiempo.
No es este espacio para un análisis de las bondades artísticas o cinematográficas del último film del director de El reino y en lo que sigue solo quería invitarles a pensar la película de acuerdo con algunos conceptos básicos caros a una publicación reflexiva como Al revés y al derecho: el conflicto, la violencia, la justicia y la cultura.
Empezaremos con una obviedad:
Conflicto: Lo crudo y lo cocido, el salvaje y el culto o El hombre que mató a Liberty Valance pero sin John Wayne
Frente a una opinión tan difusa como extendida, el conflicto no es algo negativo sino algo consustancial a la naturaleza intrínsecamente normativa del hombre. No hay ser humano sin norma grupal o social (el zoon politikon de Aristóteles) y todo grupo humano evoluciona a través de conflictos (dialécticamente, si se quiere así). Es normal que el trabajador quiera ganar más y trabajar menos horas y que el empresario desee lo contrario, lo mismo ocurre con el deseo de libertad del joven y la necesidad de regular los horarios en la convivencia familiar, lo mismo debería ocurrir con la lucha de clases si aún se pudiera hablar de ella (justamente hoy cuando la diferencia social y no solo la pobreza material es un problema de primera magnitud). El derecho mismo debe favorecer y no solo permitir, promocionar y no solo soportar el conflicto, al mismo tiempo que establece los cauces para su resolución racional y si es posible (nótese que no siempre lo es) su resolución enteramente pacífica (si no fuera por todo un aparato de coacción física pocos seres humanos entrarían voluntariamente a prisión).
Hay algo constructivo en la percepción histórica del conflicto (algo acumulativo en un sentido cultural más allá de la evolución del derecho procesal –Foucault–), pero, y hete ahí el segundo mérito del guion de Peña y Sorogoyen para As bestas, también es posible que sea propio de nuestra especie abismarse ante conflictos perfectamente irresolubles en el sentido no solo de que no resulte viable un resultado materialmente justo (el contenido de la solución) sino en el de que tampoco sea posible el acuerdo en la elección relativa a los cauces de su resolución. En As bestas, un caso real (conveniente, legítima y simbólicamente modificado por los guionistas) se convierte en un perfecto dilema más cerca de la tragedia clásica que de lo que en filosofía se trabaja habitualmente como «casos de laboratorio». ¿A quién le asiste la razón: al bruto de Xan (a los hermanos Anta), que quiere vender su tierra para conducir un taxi en Orense y poder salir de un pueblo vaciado casi terminal, o al idealista Antoine con su sensibilidad ecológica, su aprecio por la naturaleza, su pareja civilizadora y su desbarre trascendental (cree que ha sido llamado a ocupar ese lugar)?
Lo interesante de la historia de As bestas en este punto es que el conflicto sobre el fondo (la venta de terrenos rurales a una oportuna empresa de energía eólica) es inseparable del conflicto entre la civilización y lo salvaje (Galicia es el «oeste» de España igual que el Far West fue el espacio del western al oeste Filadelfia o de la colonia europea fundacional). De ahí que si nos detenemos en la comunicación típica de las dos parejas protagonistas, una está unida por un vínculo de sangre (los hermanos) y otra (el matrimonio) por una voluntad contractual (formalizada por el derecho civil). De ahí también que entre el habitante originario, el nativo, el indígena gallego y el colono occidental, el agricultor francés, medie no solo un distinto interés y una muy distinta sensibilidad en relación con las virtudes comunicativas del diálogo (el diálogo sincero y visceral se producirá cuando es demasiado tarde), sino un abismo relativo a la prioridad de la fuerza bruta y la razón.
La fuerza (en un sentido metafórico) oscila, pero la violencia siempre está ahí, dispuesta a estallar: la oferta por la compra de la tierra es tan casual como caprichosa (el comprador podría recurrir a cualquier otro pueblo según los presupuestos del capitalismo deslocalizado más avanzado). La oferta parece una casilla del juego Monopolio, más cercana a la Fortuna, al Kairós o a la «Ocasión» griega (la que pintan, o mejor, esculpen –Fidias– calva porque solo se tiene pelo de frente) que a la flecha del progreso lineal, ¿no consistía, por cierto, el remedio de Maquiavelo, frente a la Fortuna (un principio femenino cargado de veleidad para variar) hacer uso de lo masculino: la violencia y la fuerza? Es probable que las escenas como las del aumento de la violencia verbal en la taberna (en el «salón») o la de la compra de ganado en la feria local (ambas sin juez, árbitro o tercero) remitan al género del western precisamente como espacio sin ley: a falta de un tercero que actúe imparcialmente, el conflicto se dirime siempre a través de una idea amplia de violencia no estrictamente equivalente a la fuerza física o verbal, como recordaba Žižek en su estudio sobre los formatos de la intimidación.
En ese sentido (en lo que tiene de historia en el intersticio entre la ley del rifle y lo legal), As bestas no está más cerca de Perros de paja (Peckimpah, 1971) que de El hombre que mató a Liberty Valance (Ford, 1962). De hecho uno estaría tentado a decir que en el conflicto de fondo entre el exceso de lo físico y el exceso de lo espiritual, As bestas es un El hombre que mató (mejor, que disparó en el título original) a Liberty Valance… pero sin John Wayne.
Violencia
Otro fino apunte de As bestas que nos interesa en este blog tiene que ver no solo con los lindes de los espacios de legalidad sino con los límites reales del monopolista de la violencia (las fuerzas del Estado). El monopolio de la violencia física legítima con el que el sociólogo Max Weber caracterizó al Estado moderno ha sido también un objeto de disección psicológica de Sorogoyen (El reino con sus peculiares fuerzas del orden de partido, Antidisturbios y los oscuros móviles psicológicos de los policías). Con sus infantiles arrebatos de orgullo, con sus limitaciones humanas, habrá quien retenga la evidencia de que ese orden –la guardia civil en la película– haría bien (como ocurrió hace décadas con la técnica de la medicina) en poner el acento en la prevención. Si es cierto que hay progreso en tal institución, la frase muy televisiva «no podemos actuar hasta que suceda algo» será vista con cierto estupor civilizatorio. En todo caso, esa inoperancia del tercero, esa ausencia de arbitrio (o mediador civil, dicho sea de paso) opera justamente como la condición de posibilidad del antagonismo trágico-simbólico:
Fan (un Luis Zahera magistral) es un ser incompleto, un humano no enteramente civilizado (son muy gráficas sus onomatopeyas animalescas, los veloces cambios de ritmo al desplazarse y la forma oblicua de mirar como suelen hacer los depredadores al aproximarse a las presas). No está civilizado y escojo el término francés «civilisation» (frente a la alemana Kultur) no solo por la carga simbólica de lo «francés» en el otro polo del conflicto (carga simbólica especialmente en un país, España, cuya identidad se quiso construir a la contra, justamente como resistencia al «afrancesamiento», en particular, a la Ilustración), sino por la forma en que ese proceso de civilización en la forma clásica descrita por Norbert Elias (El proceso de civilización, 1936) consiste precisamente en la contención (es significativa la incontinencia verbal de Zahera señalada por los compañeros de chamelo nada más comenzar el film), en la inhibición, en la imitación de pautas, ralentizaciones y silencios irradiada desde modelos cortesanos, en las reglas que reprimen, en los frenos –muchos de ellos estéticos y no morales– que detienen el ejercicio particular de la violencia. La sensación de incontinencia de Zahera, como si el odio no pudiera interrumpirse en las entrañas, queda en las antípodas culturales del modelo civilizado del discípulo de Karl Mannheim de acuerdo con una forma de entender el poder de la imagen (lo que en nuestro proyecto educativo llamamos norma en la imagen) que empieza en Erwin Panofsky y acaba en Richard Sennet.
Pero, a su vez, el personaje de «el francés» (también inconmensurable Denis Ménochet, quien nos había aterrorizado con su violencia gradual en Custodia compartida (Xavier Legrand, 2017) tampoco es un ser completo. Carece de la habilidad animal imprescindible para sobrevivir en un entorno no weberiano, de ahí la obsesión por el registro visual (la cámara portada como un revolver), la defensa inútil de la razón, como si la razón fuera más extensa, más amplia que la cultura, o como si la cultura acaparara más tierra que la vida.
Todas las grandes historias son un cúmulo de acierto sobre acierto (y no solo un acierto aislado), por ello la cámara en el bolsillo de Antoine en As bestas no solo es el registro de un registro, la prueba de la verdad en la ficción sino un complemento de un biopoder fútil, una prótesis insubstancial en la forma ya no de mirar, sino de hacer ver (de iluminar, de ilustrar por seguir con la imagen cultural): una mirada, la de «el francés», dulce pero también desvalida. La fuerza del personaje de Ménochet se antoja pronto una fuerza cercenada, por decirlo con Nietzsche: sabe mirar con un ojo pero le falta el ojo de odiar. Sabe defenderse pero no sabe atacar, la escena clave, aquella en la que el propio espectador demanda el uso de una violencia no defensiva, es precisamente la de la emboscada nocturna (los ecos de los Animales nocturnos de Tom Ford) cuando los hermanos golpean los cristales del coche del matrimonio y luego regresan de espaldas al suyo: ese era el momento de atacar. Pero el hombre cultivado es un hombre parcial y fragmentario, tiene atrofiada la animalidad, su animalidad anquilosada lo acerca paradójicamente más a los seres de Herzog cuya mirada inocente era justo la puerta de acceso a la imagen sorprendente de la naturaleza. Ni siquiera su perro le hace caso a Antoine, y esa criatura no domeñada es solo un epítome de la pérdida del control, de ahí los patéticos, injustos, desorbitados y políticamente incorrectos exabruptos contra el hermano con el daño mental: («tarado de mierda») con los que, finalmente y pese a todo, es el hombre civilizado el que pierde la razón.
La cultura corrige la naturaleza (la xenofobia natural de la que hablábamos al comenzar expresa el temor atávico de que el que viene de fuera se queda una parte de «lo nuestro») al punto de ser consciente de que nada es deducible de lo natural (¿la tierra es de aquel que nace en ella o del que la trabaja –el lema zapatista–?) ¿Y qué amortigua la violencia?: un proceso de civilización pero también un tipo de amor. De ahí la importancia de la segunda parte del filme (la parte de las mujeres y de la steadicam): la escena de la discusión de la cocina entre la madre y la hija es fundamental desde nuestra perspectiva porque refleja de qué manera tan disolvente actúa el amor (aquí materno filial) cuando las palabras son el obstáculo, cuando no hace falta expresar verbalmente sentimientos como el profundo arrepentimiento para reconducir una relación en la que el criterio dominante, por decirlo con Walzer, o el código propio (Luhman) no tiene que ver con la razón.
Justicia y cultura
Si fuera posible esquematizar las cosas hasta ese punto, podríamos decir que en Francia la cultura hace la patria (el acento recae en lo acumulativo como lo construido) y que en España, tradicionalmente, la patria hace cultura (el acento recae en lo dado como tradición) y que esa oposición adquiere en la primera parte de la película una marcada importancia no solo simbólica. El matrimonio y el lazo de sangre (los hermanos Anta), el improbable espíritu (hoy) de un Jeremiah Johnson, el baño de realidad frente a la idealización del campo (un mal estilema de la -ya no tan nueva- literatura de lo rural), el conflicto de clases como inferioridad cultural o la debilidad de las teorías del contrato social y el improbable tránsito a la sociedad del estado de naturaleza planean con un raro acierto en toda la historia de As bestas.
Por otro lado, desde una cierta perspectiva de la justicia social, el personaje de Zahera guarda una clara relación con los rednecks de Jim Goad, los blancos del sur de Estados Unidos, caricaturizados como paletos racistas cargados de escopetas, seres brutos sin libros por la casa, ciegos de prejuicios raciales, malos ciudadanos homófobos casados con sus primas (de nuevo Henrich), humanoides de escasa educación, la sal de la tierra no hace mucho. ¿No era esta por cierto la clase social a emancipar cuando la izquierda se preocupaba más de la redistribución de la riqueza que de la celebración de la identidad?
El Manifiesto Redneck de Goad comenzaba con un estado de ánimo próximo al personaje de Xan: «Mi odio tiene la dureza del diamante […] es el aire que respiro, impregna cada célula de mi cuerpo […] y es mil veces más poderoso que todas vuestras buenas intenciones». Como al redneck de Estados Unidos, grupo social olvidado, pobres de manual (económica y espiritualmente), la sensibilidad ecológica le parece a Xan una broma de mal gusto, o por volver a la suma cero de Henrich, un chiste a su costa.
Antoine, por su parte, no puede entender por qué un hombre de su misma edad prefiera emitir CO2 por la ciudad que ver el cielo estrellado sobre su nariz. Y la imagen es intencionada: Cuando Kant escribe en «Qué es la Ilustración» aquello de que la ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad, está hablando justamente (e injustamente) como Antoine. En 1784 la mayor parte de la población europea pobre, incluso la de Königsberg, apenas sabía leer ni escribir. ¿No parecían aconsejar mayor prudencia las marcadas limitaciones en el acceso a la información a la hora de señalar con el dedo filosófico a quién le correspondía exactamente la responsabilidad por esa incapacidad de atreverse a pensar por uno mismo? ¿Tiene culpa el redneck de Xan por no haberse sabido cultivar? Es posible que no, pero en todo caso sí parece perfectamente responsable de saber acosar, de saber insultar, de saber matar (al igual que el hermano, han desarrollado y cultivado unas habilidades y no otras –es notable la pericia del hermano en vacilar al volante al desamparado de Antoine).
Vuelvo, por última vez, al extenso ensayo de Joseph Henrich sobre el WEIRD: Antoine es un epítome de una condición rara por inusual en el planeta. Resultado de una peculiar coevolución, beneficiado (en términos civilizatorios) de los cambios sociales y psicológicos a que llevó el desmoronamiento del parentesco intensivo y que abrieron tanto la puerta al crecimiento urbanístico, a la ampliación de los mercados impersonales y las asociaciones voluntarias en competencia (ciudades con privilegio, gremios y universidades) como al desarrollo evolutivo de la prosocialidad impersonal. Todo ello al tiempo que incentivaron atributos personales (de nuevo los reflejados por Antoine) como la paciencia, la mentalidad de suma positiva, la puntualidad o el autocontrol.
Ahora que solo se habla de cultura sin un sentido claro de cultura («cultura de la violación», «cultura del botellón» en so on), ahora que se habla de cultura porque no significa nada (hasta los taurinos, qué ironía, han detectado la inflación espuria de lo cultural), algunos lamentamos la ausencia de una distinción básica (cultura como tradición como rapa das bestas, como la tauromaquia, como la mutilación genital femenina o como la esclavitud, y cultura como formación en la que lo cultural es, respectivamente, el derecho del animal, el reconocimiento de dignidad, la igualdad del hombre o de la mujer y la libertad imparable en medio mundo).
Qué lejos, por cierto, quedan los puntos de partida de la sociología (tan cercana al derecho y a la política) de hace más de un siglo, pienso en T. H. Marshall (Ciudadanía y clase social) cuando reformulaba la vieja cuestión del otro Marshall (Alfred): ¿será posible convertir a todos los hombres —al menos por su ocupación— en «caballeros» a través del progreso económico y social? Una cuestión que desde luego ya no alude a la España vaciada. Y otra pregunta, ¿se dará España un día una ley que clarifique qué es lo cultural?