Ayudas a la cultura: la fruta envenenada

Esta semana, los compañeros de El País publicaban un artículo sobre el calvario al que el Ayuntamiento de Madrid está sometiendo a un buen número de artistas, beneficiarios de unas ayudas que ahora, por nimiedades formales, se les está obligando a devolver. Imaginen ustedes la situación: alguien, por lo general joven, pide una subvención para producir un proyecto. ¡Qué suertudo! Calma: la dádiva, habitualmente, solo cubre los gastos materiales. ¿Honorarios? No me suena esa palabra: todo el mundo sabe que los agentes culturales sobreviven haciendo la fotosíntesis. Entregado el dinero, el implicado se pone en marcha: probablemente la transferencia venga a pie y las fechas de ejecución no acompañen, así que te toca adelantar de tu bolsillo. Obra terminada, éxito de crítica y público. 

Ahora, concluido el plazo, llega el divertido proceso de justificación. ¿Se imaginan lo complicado que es explicarle a un interventor por qué has necesitado más metros de material que los que contiene la obra resultante? «Verá, es que tengo que hacer pruebas hasta que consigo lo que busco». «Inconcebible», grita, airado, el funcionario.

Alguien malvado y descreído podría pensar que a las administraciones solo les interesa publicitar los miles de euros que han dedicado a «cultura», aunque las inversiones sean ineficaces

Créanme: sé estas cosas de primera mano porque me gano la vida en ese sector. Y he visto de todo: artistas a los que se les chantajea para que produzcan bajo su cuenta y riesgo («estás en la resolución provisional, pero si esperamos a la definitiva no llegas a la exposición»), becarios que se pasan seis meses sin ver un penique porque el programa informático con el que se gestionan los pagos está gripado y «nadie sabe cómo arreglarlo», estancias en el extranjero que se resuelven en septiembre y debes agotar antes de que termine el año para que les cuadre el presupuesto y gente que ha acabado en la ruina porque academias que llevan ciento cincuenta años gestionando una residencia artística de relumbrón todavía no se han molestado en evitar que Hacienda entienda que el dinerito para suplir gastos no es un incremento patrimonial.

Alguien malvado y descreído podría pensar que a las administraciones solo les interesa publicitar los miles de euros que han dedicado a «cultura», aunque las inversiones sean ineficaces o, en la mayoría de los casos, trampas mortales para sus beneficiarios. Apenas conozco gente (y conozco a casi todo el mundo) que haya recibido una subvención que no le haya quitado el sueño con burocracias y amenazas de embargo. Imagino que habrá lectores que me replicarán que el dinero público es sagrado y que hay que justificarlo bien. Camarada, te doy la mano: no puedo estar más de acuerdo; pero escucha, no estamos hablando de eso, sino de bases ambiguas y de funcionarios que no conocen los rudimentos propios de un sector que no funciona, ya lo siento, como el de la compraventa de coches. 

Hablamos de una violencia institucional que se ejerce sobre aquellos que para poder trabajar tienen que solicitar la ayuda que ofrecen las administraciones, que siquiera van destinadas a que ese artista, investigador o comisario pueda desarrollar su labor en unas condiciones dignas, sino a que la puedan compatibilizar con otros trabajos con los que subsistir mientras «producen» a mayor gloria de un entramado institucional que favorece la extenuación, la ansiedad y el pluriempleo. Cuarenta horas a la semana sirviendo en un cátering y por las tardes engrandeciendo el patrimonio artístico español: los museos, no sé si lo saben, no se llenan solos, y la Marca España la queremos bien lustrosa. Es desesperante constatar, una y otra vez, cómo las chapuzas siempre las pagan los mismos. Porque cuando algo sale tarde y mal, a la administración no le caen recargos ni a sus responsables reprimendas. Es, siempre, una y otra vez, el fuerte contra el débil, el poderoso contra el desamparado.

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