Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Los muertos
Como en agosto no nos escucha nadie, permítanme una confesión: últimamente, pienso mucho en la muerte. Tengo mis motivos. Como alguno sabrá (creo que lo he escrito antes), soy un hipocondríaco con papeles; esos que da el psiquiatra. El hipocondríaco (nos contó una vez un profesor que explicaba a Hegel sin entenderlo mucho) se muere todos los días por negarse a aceptar el acabose definitivo.
Ojo. Creo en la vida eterna, aunque a veces me entra la duda. No es una apostasía solemne, conste; más bien una sospecha petarda, como quien se queda con el comecome de no haber cerrado bien el gas. Tengo, eso sí, el firme propósito de resucitar: ya me jodería perderme lo de las trompetas y el cuerpo glorioso, que seguro te hace tipín. La eternidad me parece un planazo, lástima que haya que tragarse los prolegómenos. Pienso mucho, les decía, en lo mal acabada que está la existencia, en la incómoda necesidad de dejar un cadáver: legar a los allegados un fardo de carne encaminado a la descomposición. Menudo regalito. «La muerte», leí en la tesis de un forense, «es movimiento». En abstracto no suena tan mal, los detalles (la molesta fase de licuefacción y el ris rás de los bichillos necrófagos) ya no tanto.
Para compensar tanto meneo, ofrecemos a los cuerpos materiales inalterables. El estático mármol, el granito tallado con nombre y apellidos en una tipografía horrenda. Con la llegada de la Modernidad se acabaron las fosas comunes: como dijo Foucault, cada cual reclama el derecho a su propia descomposición personal. Este triunfo pírrico de la individualidad nos ha condenado al peor de los reposos: el nicho. La certeza de acabar adocenado en una estantería kallax le quita a uno las ganas de palmar. Si me preguntan, quisiera (si no es mucha molestia) acabar en la tierra, con un cedro plantado entre las tripas, dando sombra en los días de verano. Algún funcionario de salud pública me negará el gusto, lo veo venir.
La eternidad me parece un planazo, lástima que haya que tragarse los prolegómenos
No creo (más bien, estoy seguro) que la cercanía del óbito le abra a uno las entendederas. Los idiotas no se mueren siendo Sócrates, compruébelo usted mismo. Igual pasa al contrario. A raíz del fallecimiento de Ramón Lobo, me llegó por las redes su última intervención radiofónica. El tipo (no lo conocí y tampoco lo he leído mucho, no pretendo colgarme medallitas de obituario) hablaba con una serenidad envidiable. Me recordó a la última columna de Oliver Sacks en la que citaba a Hume: «Es difícil sentir más desapego por la vida del que siento ahora». La famosa pachorra anglosajona: Terry Pratchett en su jardín, escuchando a Tallis y mezclando barbitúricos con brandy. Alguna vez he escrito un obituario cuando se me ha muerto alguien. «La noche de reyes murió la abuela Concha». No lo hago siempre, para no parecer cenizo, pero me crispa que solo se despida en letra de imprenta a los poderosos de la tierra. Quizás por eso, ayer tarde me acordé de un texto de Marta Molina, a quien tampoco conocí. En la penúltima entrada de su blog dice:
«Cada noche al acostarme y mientras mantengo la vigilia, me coloco milimétricamente centrada en la cama con el cuerpo recto como una vara de medir, los brazos alineados a los costados, las palmas de las manos hacia abajo y contra las sábanas y los pies, tobillo con tobillo, erigiendo las plantas en un posición incómoda y poco estética a modo de sarcófago egipcio. Voy cogiéndole el tranquillo aunque resulta bastante aberrante, imagino porque la naturaleza de la vida se contrapone a la de la muerte. Dominada la postura, toca velar por el interior, lo carnal».
Jamás me crucé con Omar Álvarez, pero supe que se moría porque compartíamos un amigo. Durante sus últimas semanas, grabó un podcast con un título poco engañoso: Omar se muere. Juro que no lo escuché por morbo (lo paso fatal y la psiquiatra me riñe), sino porque esa afirmación de la vida me llena de admiración. Recuerdo que Antonio Gala pidió que le colocaran de epitafio «Murió vivo». Ojalá.
En fin, parece, como Calderón hace decir a Clarín al final de La vida es sueño, que aunque nos libreros un poco huyendo, «sabed que vais a morir si está de Dios que muráis». Hay una derrota final que nos espera a todos, pero comprenderán que me resista un poco. Mientras no pierdo, gano. Repito, entre dientes, los versos de Dylan Thomas: «No entres dócilmente en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz». Por eso, dejemos aquí el asunto hasta que toque retomarlo. Mientras tanto, me pondré un vaso de vino y me comeré un pedazo de queso. Tengo que regar las plantas.
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