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En el nombre del parque

De tanto en tanto, Juan Ramón se ponía metafísico. "Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas. […] Que por mí vayan todos los que las conocen, a las cosas; que por mí vayan todos los que las olvidan, a las cosas".

Algo así debieron pensar en el ayuntamiento de Cáceres —mucho me extrañaría que los plenos municipales no fuesen una reunión de filósofos y poetas— cuando se le cayó el nombre al parque Calvo Sotelo. «Llamémoslo Gloria Fuertes. Votos a favor…». Tres años después del bautizo, los valerosos muchachotes de Vox han tocado el clarín de la guerra cultural, ese espejismo en el que los necios de este mundo quieren ganarse una cruz de hierro de chocolate. El alfeñique que los comanda ha tachado el rebranding de ideológico. "La denominación anterior fue sugerida por los ángeles", ha declarado completamente enajenado. En su afán desideologizador, la comparsa de Santi ha propuesto un nombre de concenso: princesa Leonor. Cágate, lorito.

El asunto del callejero me parece interesantísimo. Hace unos años, en medio de la fiebre por decapitar estatuas, escribí —en un periódico del que no quiero acordarme— que la violencia nominoclasta estaba resucitando a sus víctimas. Que lo mejor que podía pasarle a fray Junípero era que lo pintorreasen, porque, hasta entonces, solo se acordaban de él las palomas. Miren, hay quien se ha enterado de que vivía en el número catorce de la calle criminal de guerra don fulano cuando le llegó la nota del cambio en Google Maps. Con esto no sugiero que les dejen las placitas a la División Azul, Mola, Sanjurjo o a la madre que les parió: si darle nombre a una rotonda es una distinción, a esa gentuza ni agua. Porque, aunque la gente se olvide de ti a fuerza de leerte en el letrerito (¿el Cascorro?, ¿ese quién es?), menos te recordarán si no apareces en ningún lado.

Si darle nombre a una rotonda es una distinción, a esa gentuza ni agua. Porque, aunque la gente se olvide de ti a fuerza de leerte en el letrerito [...], menos te recordarán si no apareces en ningún lado

Pero sospecho que los aguerridos concejales del cada vez más irrelevante partido verdoso no se han detenido en estas florituras. Lo hacen por joder, y para que alguien les saque en los periódicos. Perdón. Con todo, el fenómeno tiene su gracia: quitarle los honores a alguien que, con enormes esfuerzos, se sobrepuso al machismo, la homofobia y la pobreza a través de la poesía para dárselos a quien le sobran prebendas y comodidades a cuenta de ser el producto de los gametos más cotizados del estado.

Me pregunto qué grado de cortesanismo lamebotas te hace dedicarle un hospital a la infanta Elena o un museo a la reina Sofía, cuyo amor por la cultura española apenas la ha motivado a hablar el castellano con corrección. En el caso cacereño, los promotores repiten la cantinela de que la monarquía garante de la unidad y de la permanencia de nuestra nación. Como argumento, me parece flojo, salvo que incluyas una cláusula que especifique que los borbones se alimentan de parques o similar. La querencia por lo abstracto viene de lejos: el tatarabuelo de nuestra heredera, el follarín y pornófilo de Alfonso XIII, busco un rato entre vicio y vicio para consagrarle patria al Sagrado Corazón de Jesús, desde entonces, verdadero monarca espiritual de las Españas. Me lo imagino gritando: «Que trabaje Cristo». La ocurrencia, ya lo siento, no le libró de la carrera por Cartagena. En fin, puestos a otorgar honores bizarros, sugiero seguir por esa senda. Por ejemplo, que el Carlos III pase a llamarse Hospital de los Gamusinos. ¿Consenso? Toma dos tazas.  

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