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Le Carré, el fabulador que contaba verdades como puños

Javier Valenzuela nueva.

“La ficción quizá sea el único modo de decir la verdad", solía decir John Le Carré, fallecido el pasado domingo de neumonía en Cornualles, a los 89 años de edad. Por eso el escritor inglés nos ofreció una treintena de magníficas novelas de espionaje en las que contó la verdad sobre el funcionamiento de los servicios secretos y sobre los intereses de los poderes políticos y económicos para los que trabajan.

Le Carré, cuyo verdadero nombre era David Cornwell, fue en su juventud agente del espionaje británico, pero lo dejó hacia 1964, después de que su compatriota Kim Philby lo delatara al KGB. Se puso a escribir novelas y no tardó en convertirse en el gran cronista del sórdido y feroz mundo del espionaje durante la Guerra Fría. Sabía de lo que hablaba y, sobre todo, era inteligente, tenía un agudo sentido ético y escribía de maravilla. Sus novelas no tenían nada que ver con las fantasías simplonas y entretenidas del 007 de Ian Fleming.

Cuando cayeron el Muro de Berlín y la propia Unión Soviética no faltaron quienes auguraron que Le Carré estaba acabado como escritor. No fue así, en absoluto. Siguió contándonos la vida del capitalismo, ahora triunfante en todo el planeta, con lo que ello implicaba de conversión de todo, desde la salud de los niños de África hasta la lucha contra el yihadismo, en pura mercancía.

De las novelas de Le Carré se han hecho buenas películas. En mi opinión, la que mejor refleja su sutil, denso y laberíntico universo literario es El topo (2011), dirigida por el sueco Tomas Alfredson y basada en la novela titulada en inglés Tinker, Tailor, Soldier, Spy. El actor Gary Oldman supo encarnar en ese film al taciturno y perspicaz George Smiley, el principal personaje de las obras de Le Carré sobre la Guerra Fría.

En 2016, Le Carré publicó sus memorias, Volar en círculos. La sombra de Kim Philby está muy presente en ese libro, conté en la reseña publicada en tintaLibre. Lo está, sobre todo, como ejemplo del contraste entre la mucha arrogancia y la escasa eficacia del espionaje británico tras la II Guerra Mundial, el período en el que el propio Le Carré trabajó para él. Mientras James Bond, el personaje ficticio de Ian Fleming, triunfaba en las pantallas de cine, notables ciudadanos ingleses simpatizantes de la URSS como Philby y los otro cuatro del círculo de Cambridge le enviaban al KGB los secretos de un imperio británico en desmantelamiento acelerado.

Hijo de un estafador que visitó con frecuencia las cárceles de Su Majestad, John Le Carré, cuando aún no usaba este nombre literario, cuando solo era David Cornwell, fue reclutado para el espionaje británico en Suiza, a finales de los años 1940. Era un joven patriota que quería ayudar a su país en la Guerra Fría, pero su experiencia en las cloacas terminó convenciéndole de que el establishment del Reino Unido se había convertido en un vasallo de un imperio estadounidense establishment más preocupado por las cifras de negocios que por motivaciones humanitarias.

En Volar en círculos, Le Carré no da detalles sobre sus años de espía. Pero advierte de que no desempeñó ningún papel importante en la Guerra Fría. Afirma con rotundidad que él no fue un espía que se convirtió en escritor, sino un escritor que casualmente trabajó como espía en su juventud. A lo largo de sus novelas, siempre muy bien construidas y escritas, Le Carré nos ha ido contando que, allí donde Washington y Londres hablan de democracia y derechos humanos, se esconden los intereses de las empresas multinacionales, la desvergüenza de los gobernantes, el belicismo de los generales y la creencia de los servicios secretos en que el fin justifica los medios.

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En 2004, le entrevisté para El País Semanal en su chalé suizo, al que llegué a través de una compleja combinación de trenes. Era un hombre afable, inteligente e irónico, muy enfadado entonces por el lío en que Bush, Blair y Aznar estaban metiéndonos a todos con sus mentiras sobre Irak. Me dijo que no todo vale en esta vida, por mucho que se trate de la defensa de Occidente frente a la URSS, Bin Laden o los marcianos. Si dices que tu fin es limpio, tus métodos también deben serlo, pensaba.

“La gente que tiene infancias infelices es muy buena en inventarse a sí misma”, dijo una vez Le Carré. Su infancia infeliz le convirtió en un gran fabulador, uno de los mejores del mundo. Y fabulando nos fue contando verdades como puños. Como que no hay certezas absolutas, que la duda debe ser constante. O como que los medios utilizados para combatir el estalinismo y, ahora, el yihadismo han provocado un daño irreparable en las mismas sociedades que pretendían defender.

Le Carré fue un moralista en un mundo que se hacía cada vez más inmoral.

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