Desde la casa roja
Baño de mujeres
Mi filtro es de perogrullo y seguramente inadecuado, pero si mañana mi hijo viene y me dice que siente que es una niña, quiero que el Estado le proteja poniendo a su alcance las fórmulas jurídicas y sanitarias para que su vida sea segura y lo menos traumática y marginal posible. Y, además, no quiero que nadie tenga la posibilidad de disparar públicamente contra su forma de pensarse y sentirse, contra su intimidad más profunda. Me gustaría que el Estado diera el paso delante de nosotros, asumiendo la realidad de su tránsito e identidad, como ha pasado otras veces. Como cuando, por ejemplo, en 2005 se aprobó la modificación del Código Civil que permitía contraer matrimonio a parejas del mismo sexo y que les otorgaba todos los derechos de las uniones heterosexuales, normalizando sus vidas. Porque también entonces hubo vetos y se dijeron barbaridades. También entonces, hace sólo quince años, hubo quien votó en contra a lo que hoy nos parece impensable. El expresidente Rodríguez Zapatero dijo que íbamos a construir "un país más decente porque una sociedad decente es la que no humilla a sus miembros".
En estos últimos días, hemos visto pasar mensajes y debates que no quieren encontrar puntos de encuentro, que no quieren consenso porque nadie se mueve un segundo de sus posturas. En ellos, me muevo sin pensarlo del lado del que no humilla al otro, del que no descarga agresividad. Pero así no se puede hablar. Me muevo porque en ese lado también hay niñas y niños y jóvenes creciendo y descubriéndose y desplazándose hacia las lejanas aristas de nuestra sociedad.
Probablemente, la ley trans, como todas, precise un debate, no soy ni de lejos experta en códigos, pero para que, sobre todo, garantice por encima de cualquier opinión la seguridad de las personas a las que afecta. Pero, probablemente también, el feminismo tenga que asumir que no solo existe para defender la igualdad de nuestro mundo particular, de nuestro punto de vista, de nuestro futuro aproximado, de nuestra clase, raza o visión de la vida, sino la de los márgenes, la de las minorías a las que atraviesan desigualdades tan abruptas que ni siquiera las concebimos.
No puedo entender una idea que consiste en discutir quién sostiene una pancarta. Bienvenidos sean todos a la lucha por la igualdad de las personas. ¿De verdad esto va también acerca de que no haya mujeres trans en las competiciones deportivas femeninas, de verdad en que puedan optar a los cuatro beneficios que corrigen la desigualdad personas que viven en la más honda de las desigualdades, de verdad lo preocupante es que una mujer trans entre en un baño de mujeres? Yo no quiero una habitación segura, no quiero un tocador de señoras, un apartheid blindado donde por mi sexo se me protege levantando un muro y dejando afuera a otras mujeres, y a otros hombres, más vulnerables que yo. No quiero eso. Quiero compartir el baño, el techo, la oficina, la casa y la vida con mujeres y hombres, sin sentir ningún peligro, sin percibir cómo se tensa el espacio a nuestro alrededor.
Eficaces consignas de ayer pueden llevar hoy a un enfrentamiento árido y permanente. No andaré el camino que consiste en conseguir únicamente protegernos de alguien poniendo una pared, un símbolo en una puerta, sino el que me permitirá meterme con quien quiera donde quiera sin notar que eso reporta para mí ni una sola amenaza latente. Para eso, cuantos más estemos pensando en ese espacio común, mejor. Cuanto antes asumamos lo diverso, otros planos y estratos de la realidad de la desigualdad, más nos acercaremos a esa decencia de la que hablábamos hace quince años.