Desde la tramoya
Profecías
Los expertos no aciertan en sus previsiones. O, mejor dicho, aciertan tanto como fallan. Claro que siempre hay alguien que anticipa acontecimientos. Bill Gates y muchos historiadores vislumbraron que una gran crisis mundial podría venir de una pandemia a gran escala. Hay incluso películas perturbadoras que parecen hoy proféticas. Pero también hay científicos que anunciaron la destrucción del planeta por el impacto de un meteorito, o películas que recreaban una invasión zombi.
Lo cierto es que el mundo no previó de manera consensuada ninguno de los grandes acontecimientos históricos, ni el enorme impacto que tendría un predicador galileo hace 2020 años, ni tampoco el encierro de medio mundo en sus casas que comenzó hace cuatro meses en China. Ni las grandes guerras, ni los grandes atentados, ni los grandes avances tecnológicos.... Esos acontecimientos suelen pillar al mundo por sorpresa. Basta con leer las novelas o ver las películas futuristas de los años 70 -coches voladores, viajes al espacio, nada de Internet...- para comprobar cuán fallida es nuestra capacidad para adelantarnos a los acontecimientos.
Por eso resulta más bien vano anticipar qué impacto va a tener la respuesta del mundo al coronavirus. Aunque muchos lo intentan estos días. Solo dos ejemplos, de los muchos que hay: El editor de la revista MIT Technology Review, Gideon Lichfield, que no es un científico pero sí un periodista acostumbrado a leer y escribir de ciencia, afirma taxativo: “Aceptémoslo, el estilo de vida que conocíamos no va a volver nunca”. El autor se refiere a un informe –este sí muy científico– del Imperial College de Londres, según el cual parece que sin remedio tendremos que encerrarnos cada dos o tres meses, en cuanto veamos que el virus sigue contagiando y colapsando las unidades de cuidados intensivos. Y luego, dice, tendremos que acostumbrarnos a eventos con poca gente, restaurantes con menos mesas, control de salud en los aeropuertos, monitorización de nuestros movimientos a través del gps de nuestro teléfono.
Por su parte, el superventas Yuval Harari, que tan bien describe el mundo pasado en su libro Sapiens, se atreve con el futuro post-virus para vislumbrar sociedades ultracontroladas. Coincide con el resto de la imaginación de los visionarios: distanciamiento entre la gente e hipercontrol por parte de las autoridades. Miedo y represión. ¿Acertarán? Ni idea. No tenemos ni idea. Es probable que acierten y tanto o más que no lo hagan. Pero hay algunas cosas que sí podemos prever, porque dependen de nuestro aprendizaje del pasado.
Nuestro comportamiento social cambiará dependiendo del miedo que tengamos a relacionarnos físicamente con los otros. Unas cuantas semanas de confinamiento en casa no cambian nuestra propensión a salir a la calle, a la playa o a la montaña y celebrar con los nuestros la vida en los bares y los restaurantes. Pero el miedo al contagio sí. ¿De qué dependerá que tengamos o no miedo?
Primero, de que contemos con un tratamiento supresor o, preferiblemente, una vacuna contra el virus. Casi nadie le teme en Occidente al sarampión, la rubeola o las paperas, porque son enfermedades contra las que se previene universalmente a los niños con vacunas (aunque aún haya algunos que, incluso con criterios supuestamente científicos, se oponen a su administración). En el momento que se encuentre y se imponga una vacuna contra el Covid-19, y hasta que aparezca otro igual o peor, se acabó el problema. Eso puede tardar mucho o poco, dependiendo del acierto científico y de la ambición de los laboratorios farmacéuticos y de los institutos públicos de investigación. Dicen que al menos habrá que esperar un año o año y medio.
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Segundo, nuestro miedo dependerá de la sensación que tengamos sobre la incidencia real de la enfermedad. Y esa percepción del riesgo es muy subjetiva. Es absolutamente cierto que mueren en el mundo cientos de miles de personas por los virus de la gripe, aunque exista una vacuna contra algunos de ellos (según la OMS, mueren por gripe entre 290.000 y 650.000 personas cada año). Pero esas muertes se producen de manera “ordenada”. Poco a poco. En silencio. Aunque a veces se acumulen camillas en los pasillos de los hospitales, esa saturación no genera grandes titulares ni menos aún una cobertura apocalíptica diaria en las casas de miles de millones de personas mirando la televisión en sus casas.
Quizá haya un día en que salgamos a la calle y nos acostumbremos a escuchar que alguien ha muerto por el coronavirus sin perder la calma ni alejarnos de quienes nos rodean. Pero de momento, esas líneas separadoras en los supermercados y las farmacias, esas mamparas, esos guantes azules, esas mascarillas, están dándonos a todos la sensación de que cualquiera de nosotros es un peligro mortal en potencia. Esa universal reacción animando u obligando a la gente a quedarse en casa, la represión policial y social de quienes vulneran el confinamiento, el distanciamiento social, etc., tienen todo el sentido para evitar el contagio, pero están inoculando un miedo desproporcionado e irracional en las poblaciones, del que no sabemos cuándo nos liberaremos.
El día que aplanemos la famosa curva y nos dejen salir poco a poco, empezaremos a ver hasta qué punto el virus nos ha matado no sólo a nosotros, sino también nuestro modo de vida; ese genuino modo de relacionarnos que es nuestra seña de identidad en el sur de Europa y que tanto echamos de menos en estos días de encierro.