La nueva epidemia de soledad

A poco que han salido dos noches frescas la gente ha abandonado la piscina, algo más pequeña que una olímpica, de cuando a finales de los setenta había hueco para que hasta algunas urbanizaciones de obreros contaran con una propia. El agua, sin el bullicio de la vecindad, está más clara que nunca, azul intenso, alguna hoja perdida flota anticipando septiembre. Para quien nada es una oportunidad no sólo de esforzarse en cada brazada, sino de dejarse ir hacia un estado donde hasta los pensamientos más difíciles pueden enfrentarse a la confianza, entre cada bocanada, entre el hipnótico rumor de las burbujas en cada exhalación.

La luz nublada, que parece siempre más queda que la del sol desnudo, las rachas de viento que a cada rato mecen los árboles, la figura que corta solitaria la superficie del agua dan a la escena un carácter sobrio, casi grave por algunos momentos, sobre todo si se compara con el aspecto estival de las últimas semanas. En términos cinematográficos nos podría recordar a ese protagonista atribulado que se sumerge para escapar de su dolor, debido a una misión que salió mal, una carrera en decadencia, un matrimonio turbulento. Sea como fuera lleva lo suyo en silencio, con la dignidad de quien prefiere la superación al sollozo, de quien lo hace además en soledad.

La creciente especialización de los gustos y costumbres, que el mercado logra para satisfacer a consumidores que necesitan sentirse especiales, crea identidades cada vez más incapaces de empatizar con quien no perciben como ellos

El cine, que en la mayoría de ocasiones no busca reflejar la realidad, sino tan sólo imitarla en sus aspectos más llamativos, nos ha presentado siempre al protagonista solitario como alguien digno de admiración, en todo caso lleno de magnetismo. De entre todos ellos Humphrey Bogart era el mejor, entre whisky y humo, entre revolver y gabardina, siempre en blanco y negro. No está solo porque no pueda encontrar a quien le acompañe, en una noche, en una conversación o en una cama, está solo porque no quiere estar acompañado, está sólo porque el peso de lo irresuelto le hace no querer compartir ese conflicto con nadie. No se queja, no pide explicaciones pero tampoco admite preguntas.

Lo bueno para Bogart es que tras hora y media su personaje se apaga, bien dando cuenta del material del que están hechos los sueños, bien caminando por la terminal entre la niebla, presintiendo el comienzo de una hermosa amistad. Por contra en la vida no hay línea final escrita convenientemente por un guionista, y cuando la última escena da paso a los títulos de crédito y las luces se encienden dejando ver de nuevo el rojo de las butacas, lo que estaba antes de la película sigue ahí. Puede que en ocasiones nos alegremos de verlo, que otras nos abrume volver a recordar su existencia, que, simplemente, lo echemos de menos porque ya no está. Como la compañía.

En el primer semestre de este año la prensa norteamericana se ha llenado de artículos hablando sobre la soledad que afecta a su país. Incluso su departamento de Salud Pública presentó un informe en el que calificaba de epidemia los niveles de aislamiento y desconexión a los que se enfrentaban los norteamericanos, explicando las dimensiones del problema como una situación de auténtica emergencia. Lo novedoso es la transversalidad que muestra esta soledad. No hablamos de colectivos vulnerables, de ancianos, de excluidos, a los que por desgracia ya suponemos solos de antemano, sino de que cualquiera parece verse expuesto a este fenómeno. La sensación es que nuestro país no parece ser muy diferente.

¿Cómo que solos? ¿No vivimos en la época de las redes sociales en las que todo el mundo disfruta de un millón de amigos? La realidad es mucho más turbia, no sólo eclipsada por el trampantojo digital sino que, como pasa a menudo, agravada por el mismo. Puede que el solitario contemporáneo tenga la posibilidad de establecer diariamente miles de microvínculos con cualquier otro individuo del planeta pero, por eso mismo, parece que está empezando a dejar de cultivar relaciones reales, prolongadas y satisfactorias con las personas de su alrededor.

La explicación, si quieren, es tan sencilla como restar a las 16 horas de vigilia de las que disponemos todas las que pasemos pendientes de redes sociales y servicios de mensajería instantánea. Más allá, el esfuerzo que dedicamos a esas interacciones breves, los miles de nombres que circulan al pasar nuestra yema del dedo por la pantalla, nos agotan emocionalmente para los que de verdad están ahí, si es que no se han marchado por nuestra falta de atención o porque ellos andan haciendo lo mismo. Estamos tan absortos en nuestra vida virtual que los contactos reales empiezan a ser en algunos casos el intermedio, una pausa que se nos está olvidando cómo gestionar.

Además el factor laboral también importa. Durante años los trabajos fueron fuente de socialización, tanto por lo abultado de la plantillas como por los lazos firmes que se establecían en el desarrollo de la actividad. Cientos de personas en una misma planta viéndose todos los días, resolviendo problemas en conjunto, creando lazos indelebles. Tanto la digitalización, de nuevo, como la creciente tendencia a trabajar en casa han ampliado la posibilidad de que estemos ocho horas laborando sin cruzar apenas una palabra cercana con nadie, más allá de encuentros dispersos y fugaces. Lo que antes requería de un equipo ahora se solventa con un solo individuo en su cubículo.

Para acabar, las comunidades más cercanas están empezando a disolverse, el concepto de vecino a desaparecer. Vivir al lado de otros tantos millones de personas puede suponer para mucha gente observar caras de desconocidos en el transporte público y no saber con quién comparten descansillo. Esta situación puede ser producto de un individualismo tan descarnado como impuesto por lo neoliberal, pero también consecuencia de que no sabríamos ni de qué charlar con los que nos rodean. La creciente especialización de los gustos y costumbres, que el mercado logra para satisfacer a consumidores que necesitan sentirse especiales, crea identidades cada vez más incapaces de empatizar con quien no perciben como ellos.

¿Cuándo fue la última vez que vieron realmente a sus amigos más allá de enviarles un emoticono?¿Cuándo disfrutaron de un tiempo de complicidad con su pareja no interrumpido por una notificación?¿Qué saben, además de su nombre y algunas opiniones sobre la serie de moda, sobre esa persona con la que pasan ocho horas en la mesa de la oficina?¿Qué podrían contar sobre sus vecinos si alguien les preguntara en este mismo momento?¿Y sobre su barrio?¿Tienen constancia de que la hija de la panadera se casó la semana pasada? Y ahora, ¿cuántas caras, nombres y seudónimos de gente a la que nunca han estrechado la mano son capaces de recordar?

Tengan cuidado. En breve, además, ya no podrán estar seguros siquiera de si son humanos.

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