Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
Subcontratar la mano dura
España retira definitivamente a su embajadora en Buenos Aires, después de haberla llamado a consultas, tras las repetidas calumnias vertidas por Javier Milei, presidente de Argentina. El ministro de exteriores, Albares, lo anunció al final de la mañana del martes, en rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, subrayando además que “las instituciones españolas no hacen política, y mucho menos política exterior, a través de tuits ni participan en ningún show”.
Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, ha pedido a los ciudadanos que muestren su rechazo a “la tensión institucional, social y económica a la que nos está sometiendo el Gobierno, creando montajes cada 15 días”. La izquierda ha apoyado la medida pero ha criticado el doble rasero que se ha aplicado en nuestras relaciones con Israel. Para Antonio Maíllo, coordinador de IU, “es inaudito que nuestra embajadora en Israel siga presente en un Estado que está perpetrando un genocidio”.
En el plano táctico caben lecturas sobre la crisis diplomática desatada por la visita de Milei a Madrid, en el marco de la cumbre ultraderechista internacional organizada por Vox. De un lado, la permanente búsqueda de conflicto del presidente argentino para tapar los desastrosos resultados que sus recortes están provocando a la economía de su país. Del otro, la cercanía de las elecciones europeas, lo que habría impulsado al PSOE a afrontar esta situación con especial contundencia.
Pero, más allá de la interpretación en corto, sería conveniente dar un contexto más amplio a este choque cuyo inicio se produce en un acto donde Santiago Abascal afirmó que hay que “echar a patadas” al actual Gobierno. Perder las formas, usar un lenguaje violento, utilizar la calumnia, es decir, mentir de manera premeditada para causar daño, es una estrategia comunicativa que los ultras usan de manera pautada para estigmatizar a sus rivales y convertirlos así en enemigos.
Para Milei, Abascal o cualquiera de los dirigentes ultras que se dieron cita en Madrid, es un objetivo prioritario que una parte de la población perciba que todo está permitido en la confrontación partidista. Primero se deslegitima, luego se prohíbe, después se destruye
La intención última es la quiebra del consenso que señalaba que al oponente político se le debía un mínimo respeto, entre otras cosas, para evitar que se produjera un traslado de la hostilidad hacia la esfera social. Para Milei, Abascal o cualquiera de los dirigentes ultras que se dieron cita en Madrid, es un objetivo prioritario que una parte de la población perciba que todo está permitido en la confrontación partidista. Primero se deslegitima, luego se prohíbe, después se destruye.
Quien quiera poner paños calientes a esta espiral de enfrentamiento patrocinada por los ultras que los ponga, pero que a continuación se haga responsable de las consecuencias y acepte que tratar este escenario con eufemismos no es más que la búsqueda de una coartada que favorezca su posición. Hablo de la derecha tradicional conservadora, aquella que como los empresarios se fotografía amablemente con Milei, aquella que como el Partido Popular Europeo ya busca los pactos con Meloni, aquella que como Feijóo juega al despiste.
La razón de este acercamiento es múltiple, pero las palabras de Milei contra la justicia social nos dan una pista de esta conexión. La justicia social fue patrimonio, al menos declarado, de opciones como la democracia cristiana. Sin embargo, desde el inicio de la etapa neoliberal, a principios de los ochenta, la derecha europea ha ido perdiendo voces autorizadas que defiendan un reparto justo de la riqueza como, al menos, un instrumento de estabilidad sistémica.
Lo neoliberal fue mucho más que un modelo económico que buscaba la reducción de lo público frente a los mercados, fue en extremo un intento de restauración de las categorías de poder de las sociedades victorianas. En la superficie se veían las propuestas contra el Estado del bienestar, contra la redistribución de la riqueza, pero en el fondo lo que subyacía era una pulsión fuertemente antidemocrática.
La Gran Recesión de 2008 fue el principio del fin de la época neoliberal, las medidas contra el parón pandémico, un golpe a todos sus presupuestos. En este interregno, donde nadie sabe muy bien qué es lo que viene, pero muchos admiten que es imposible volver a lo anterior, la derecha tradicional parece haberse quedado sin un modelo viable. Es aquí donde surge este peligroso juego de normalizar a los ultras, puede que como una escapada hacia adelante, puede que como una manera de subcontratar la mano dura.
Tras la gran cita electoral continental veremos si esta trampa acaba de cerrarse en, por ejemplo, la integración de Meloni en el PPE o la apertura de pactos con la rama ultra a la que pertenece Vox, que negociará su regularización a cambio de no cuestionar ni la arquitectura de defensa con la OTAN como principal baluarte, ni las instituciones europeas. No hay matrimonio de conveniencia que no requiera de sonrojantes componendas entre los contrayentes. El resultado, a la larga, no será la moderación de los ultras, sino un giro a la derecha de toda la Unión.
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