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La llamada

Raquel Martos nueva.

En casa había dos teléfonos fijos de muelle, el gris de sobremesa en el salón y el beige de pared en la cocina. Lo saben mis lectores habituales, ya lo conté. Hay símbolos emocionales recurrentes y entre los míos, sin duda, esos dos teléfonos. Enganchados a sus muelles hay recuerdos claves en mi vida.

Por el teléfono beige nos enteramos de que habíamos aprobado la Selectividad. Fue nuestra profe de Lengua y Literatura, María Luisa Ponce. Bueno, nuestra profe, amiga, referente y maestra de vida.

No sé si fue Merche –mi hermana elegida– o yo, quien descolgó el teléfono, qué más daba si las dos éramos una. Entonces no existía la posibilidad de poner el altavoz, lo más similar a un “sin manos” eran nuestras dos cabezas pegadas al auricular para oír la noticia a la vez, imprescindible la simultaneidad, las dos éramos una.

Al fijo de un modelo más moderno llamó Luis del Olmo en el 93 para darme la bienvenida de manera oficial. Él me hizo el primer contrato en la radio. Por razones que no vienen al caso, no cogí la llamada y escuché –temblando– la voz inconfundible que me había despertado desde niña. Dejó su mensaje en un contestador automático de cinta de casette diminuta, después de oír la señal:

–Hola, Raquel, soy Luis de Olmo…

Luis no sabe que yo estaba allí mientras él hablaba. Ignora por qué no atendí su llamada “en directo” y le llamé unos minutos después. Le debo la desclasificación de un secreto muy personal.

Unos años después, la muerte sonó a dúo en los dos teléfonos de madrugada. Ya nos habíamos despedido en el hospital de la tía, sabíamos que pronto llegaría la llamada. Desde la cama oí dos tonos, el estridente del teléfono, el doliente y contenido de papá.

–Voy para allá.

El teléfono fijo perdió su papel, en casa solo suena cuando llama mi madre. Lo conservo por ella, sé que cuando no esté él desaparecerá de mi mesa de trabajo, porque no habrá voz al otro lado.

Llevo días esperando una llamada. La llamada. Como muchos de nosotros. Quizás, tú que me lees ahora, también la estés esperando o la recibas en estos días o la hayas recibido ya. Y entenderás mi emoción, seguramente tan fuerte como la tuya.

Anhelaba esa llamada con más deseo que la de un novio en la adolescencia, que la nota de Selectividad, que el mensaje de Del Olmo. La esperaba, como la del adiós de la tía, sabiendo que al recibirla lloraría, pero esta vez no de tristeza, sino de emoción y alivio. La llamada sonó el miércoles para decirnos que este viernes vacunaban a mamá.

Las redes sociales llevan en su composición sus porcentajes de veneno, falsedad y odio… Pero también contienen una alta dosis de empatía entre desconocidos, hasta de cariño, me atrevo a decir.

Recibí tantos mensajes el día en que respiré contando que mamá ya no tendrá que coger el metro a Abu Dabi, como en días anteriores, cuando expresé mi deseo, mi inquietud, mis ganas locas de que sonara el teléfono.

¿What, what, what?

¿What, what, what?

Me escribieron personas que se alegraban por mí y agradecían que me alegrara por ellas. Las que me felicitaban y expresaban su deseo de vivir lo mismo. Las que ya lo habían vivido y entendían la emoción y expresaban la suya. La alegría y el alivio colectivo ante tanto dolor compartido, también es contagiosa.

Y me acordé de los sanitarios que llevan casi un año llamando a números de teléfono para pronunciar la frase más negativa: "Eres positiva" y percibir el silencio congelado y cargado de miedo al otro lado.

Imaginé lo que sienten esas mismas voces ahora al decir "tiene cita para vacunarse" cuando escuchan el silencio emocionado y cargado de ilusión, o los gritos, las risas y el llanto de felicidad al otro lado. Y, con todo mi cariño –seguro que ellos piensan lo mismo– ni los Javis ni hostias, esta es LA LLAMADA.

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