A la carga
En la parte baja del ciclo de movilización
La participación ciudadana en los asuntos públicos suele seguir un patrón cíclico. Hay fases en las que la política se calienta, la ciudadanía se moviliza y se condensa una pulsión de cambio en la sociedad. Y hay otras fases (normalmente más prolongadas) en las que la gente se cansa, se decepciona y termina abandonando la esperanza de transformar la política mediante la acción colectiva.
Albert Hirschman, en su libro Interés privado y acción pública (1982), desarrolló una teoría fascinante para explicar los ciclos de movilización popular. Llamó su atención el predominio del consumismo y el cultivo de la vida privada en los 1950s frente a la explosión de la protesta en los 1960s y la vuelta a la vida privada a finales de los 1970s. A su juicio, es frecuente observar ciclos en los que la gente pasa de centrar su interés en la esfera privada a la pública y viceversa.
El mecanismo que produce el ciclo de acción colectiva es la frustración. Si damos mucha importancia a la vida privada, al consumo y a la búsqueda de la satisfacción personal, llega un punto en que nos sentimos vacíos. Un aumento adicional del consumo ya apenas produce un incremento de bienestar. En ese momento, dirigimos nuestra mirada hacia la vida pública, interesándonos por la política y e involucrándonos en diversas causas. La actividad política, la participación en los asuntos públicos, tiende a producir grandes decepciones. Son muchas las ocasiones en las que el cambio real que se produce como consecuencia de la acción colectiva popular queda por muy debajo de lo que se ambicionaba. Todo va más lento de lo esperado, todo es más difícil de lo que se creía. Aparecen obstáculos, unos externos y otros que proceden del propio movimiento, que se burocratiza, o que se deja arrastrar por personalismos. La frustración resultante lleva a la gente a renunciar a la participación y a volverse de nuevo a la esfera privada.
Esta descripción tan esquemática de la teoría de Hirschman encaja bastante bien con lo que ha sucedido en España a raíz de la crisis económica. No parece muy arriesgado afirmar que durante los años de la burbuja la movilización popular no fue demasiado intensa, con excepciones muy notables como lo ocurrido tras el atentado del 11-M, un suceso exógeno que provocó una reacción masiva primero de dolor por la magnitud de la matanza y luego de rabia por las mentiras del gobierno de Aznar. Quitando ese momento, la gente parecía más interesada en adquirir una vivienda, comprar un coche nuevo, comer en restaurantes y viajar al extranjero que en involucrarse en los asuntos públicos.
La llegada de la crisis fue un mazazo enorme. Descubrimos que la prosperidad alcanzada era solo aparente, que el paro volvía a superar el 20% y que la recesión se cebaba con los más débiles. Se produjo un despertar de la conciencia política y llegó el 15-M, la ocupación de las plazas, “lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan”, etc. La gente se implicó en movimientos diversos, desde los desahucios hasta las mareas. El siguiente gráfico, basado en el registro de manifestaciones del Ministerio de Interior, muestra perfectamente el aumento impresionante de las movilizaciones populares.
Número de manifestaciones en España (2006-2016)
El máximo se alcanzó en 2013. A partir de 2014 se observa una caída. Este cambio de tendencia es hasta cierto punto lógico. Por un lado, 2014 es el año de la recuperación económica: vuelve el crecimiento tras una durísima recesión durante los años 2011-13. Por otro lado, la energía desatada por la protesta se canaliza a través de un nuevo partido político, Podemos, nacido a principios de 2014.
Las elecciones de 1977: el empate entre izquierda y derecha
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Las elecciones de 2015 (y más todavía las de 2016) supusieron un jarro de agua fría para todos aquellos que estaban convencidos de que las ilusiones acumuladas desde el 15M se iban a traducir en un cambio político profundo. Y no me refiero tanto a los resultados electorales en sí mismos, sino a la incapacidad de las fuerzas progresistas, inmersas en una competición destructiva por el voto de la izquierda, para desalojar al PP del poder.
Es natural que mucha gente se sienta desengañada y se plantee para qué ha servido su esfuerzo. Podemos y PSOE luchan por ser el segundo partido español, no por llegar al poder. Es una batalla que interesa sobremanera a sus cuadros, pero quizá no tanto a los ciudadanos que de buena fe pensaron que se abría un nuevo tiempo que permitiría corregir los abusos de poder y la corrupción y que daría otra orientación a las políticas sociales y económicas.
Resulta lógico que, como indica el gráfico, nos estemos dirigiendo a una nueva fase de repliegue cívico. No quiero decir con ello que la gente se vaya a desentender enteramente de la política; de hecho, el interés por la política sigue en niveles altos, aunque se advierten signos de fatiga. Es probable que haya un goteo continuo de gente que encuentre más satisfacción en la vida privada. Salvo que suceda algún desarrollo imprevisto, cabe suponer que irá imponiéndose un cierto desencanto, una posibilidad a la que me referí aquí hace meses. Cundirá el desánimo resultante de la constatación de que ni la corrupción del PP ni la injusticia de sus políticas son suficientes para concitar el acuerdo de unos partidos en la oposición que anteponen sus intereses electorales a las preferencias ciudadanas, abrumadoramente a favor de un entendimiento entre dichos partidos para sacar de una vez a Rajoy y los suyos del gobierno.