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Opinión

La pragmática del poder

El ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez, durante una entrevista cuando era director de la primera cadena de TVE, en 1965.

En las múltiples biografías que se han escrito sobre Adolfo Suárez, hay un periodo crucial de su carrera política que apenas se ha examinado. Me refiero al tiempo en el que ejerció el cargo de Ministro Secretario General del Movimiento en el primer Gobierno de la Monarquía, con Carlos Arias Navarro de presidente. El contraste entre lo que hizo esos meses y lo que hizo después, ya como presidente del Gobierno, nos permite entender con bastante precisión cuál fue la clave de su éxito político.

En el Gobierno de Arias, constituido en diciembre de 1975, destacó por su resistencia al cambio y por su defensa cerrada del Consejo Nacional Movimiento, cuya existencia quedaba cuestionada en la reforma que impulsó Manuel Fraga. A Suárez se debió la iniciativa de que el Consejo Nacional del Movimiento se involucrara en el proyecto liberalizador de Arias a través de la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional creada en febrero de 1976. Como máximo responsable del Movimiento, criticó el “exceso” de aperturismo de Arias y Fraga y preparó informes que torpedeaban la incipiente reforma. En ese afán recibía la ayuda de Antonio Izquierdo, un franquista integral que había dirigido el diario Arriba.

Los servicios de inteligencia elaboraron en la primavera de 1976 una nota en la que describían a Suárez como un “aperturista”, no como un “demócrata”. Alfonso Osorio relata una declaración de principios de Suárez realizada en una cena con representantes del mundo financiero el 4 de mayo de 1976: Suárez dijo ser partidario de la reforma, “pero también lo soy de que se mantengan todas aquellas esencias que políticamente hemos venido defendiendo a lo largo del tiempo”. No debe olvidarse que en fecha tan tardía como el 25 de mayo de 1976, Suárez luchó (con éxito) por entrar a formar parte del grupo más selecto del franquismo, los 40 de Ayete (tuvo que competir por el puesto con Cristóbal Martínez Bordiú, el yerno del dictador). Era la culminación de una trayectoria en la que había ocupado los cargos de gobernador civil, procurador familiar en Cortes, director de RTVE y vicesecretario general del Movimiento.

Cuando el Rey nombró presidente a Suárez el 3 de julio de 1976, el Alcázar lo celebró pensando que llegaba uno de los suyos a la cúspide del poder. Los ministros más aperturistas de Arias (Fraga, Areilza y Garrigues) pensaron en un primer momento que el nombramiento obedecía al deseo del monarca de retrasar o diluir la reforma. De ahí la sorpresa que se produjo el día 6 cuando Suárez anunció que su meta consistía en que “los Gobiernos del futuro sean resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”.

Cinco meses después de su nombramiento como presidente, Suárez consiguió que las Cortes orgánicas aprobaran la octava Ley Fundamental del régimen, la Ley para la reforma política, que suponía en la práctica el desguace del franquismo y el paso a un Parlamento bicameral elegido por sufragio universal y con poderes constituyentes. Aquella Ley fue el instrumento jurídico que permitió pasar de la dictadura a la democracia sin ruptura de ningún tipo. Lo hizo el mismo político que en mayo de 1976 se había convertido en uno de los 40 de Ayete. Fue el mismo político que había defendido a ultranza al Movimiento quien lo disolvió el 1 de abril de 1977. El que se había opuesto a las reformas de Arias, por considerar que iban demasiado lejos, no tuvo reparos en instaurar una democracia.

El alzheimer y la transición

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Estos cambios de orientación tuvieron lugar en muy poco tiempo. Si algo caracterizó a Adolfo Suárez, fue su enorme “plasticidad” política. En diferentes momentos de su vida, dependiendo de las circunstancias del interlocutor con quien estuviera tratando en cada caso, se podía definir a sí mismo como un falangista, un católico próximo al Opus, un democristiano e incluso un socialdemócrata. En el mismo discurso que le catapultó a la primera línea de la política, el 9 de junio de 1976, cuando defendió en las Cortes, en nombre del Gobierno, la Ley de asociaciones políticas, que hacía legal la existencia de partidos fuera del Movimiento, mezclaba una loa a “la gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre deberemos homenaje de gratitud y que se llamaba Francisco Franco” con una apuesta por la reforma política. En ese mismo discurso, el Ministro Secretario General del Movimiento concluyó citando los versos de Antonio Machado, “Está el hoy abierto al mañana / Mañana al infinito / Hombres de España, ni el pasado ha muerto / ni está el mañana, ni el ayer, escrito.”

En su tarea titánica como presidente del segundo Gobierno monárquico, pudo ganarse a la vez el favor de los militares (en la reunión crucial del 8 de septiembre de 1976) y la confianza de los principales líderes opositores, incluyendo a Santiago Carrillo. Supo cómo navegar en las aguas turbulentas de la transición y convencer a unos y a otros de que él estaba dispuesto a introducir la democracia siempre y cuando lo hiciera a su manera, desde el continuismo jurídico (“de la ley a la ley”) y sin renunciar al pleno control del aparato del Estado. Su principal virtud fue su pragmatismo y un gran olfato político. No fue un hombre de grandes ideas, ni de preocupaciones intelectuales, ni fue a mi juicio un gran presidente de gobierno una vez que se empezó a normalizar el país tras las primeras elecciones democráticas en junio de 1977.

La gran aportación de Suárez a la política española se concentra entre los meses de julio de 1976 y junio de 1977. Hacía falta un político pragmático y a Suárez el pragmatismo le salía por los poros de la piel. Sus habilidades políticas eran las que se necesitaban para el proyecto de una democratización del país sin ruptura. Por eso mismo, y a diferencia del resto de protagonistas de la época, tuvo una influencia tan enorme sobre el tipo de transición a la democracia que hubo en España.

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