El retroceso del revólver contra el feminismo Cristina Monge
No se puede ser de hierro para sembrar vientos y de cristal al recoger las tempestades
Puño de hierro, mandíbula de cristal y principios de quita y pon, a la presidenta de la Comunidad de Madrid y a sus defensores les parece un ataque intolerable a la libertad de expresión que el alumnado de la Complutense le monte un cirio al ir a recoger un título honorífico que le daba la institución. Las y los mismos que jalean que al presidente del Gobierno se le llame de todo cada 12 de Octubre, durante el desfile del día de la fiesta nacional, ahora se rasgan las vestiduras, lo cual hace que se les vea el escudo. Cómo no, si hoy se escandalizan por esos diez minutos de gritos hasta quienes justificaban el acoso al domicilio de Irene Montero y Pablo Iglesias durante meses y cuando les decías que era una vergüenza, sonreían entre dientes. Hay quienes sólo creen en una ley: la del embudo, esa que echa sin contemplaciones del Congreso —y por una agresión a un policía que nadie vio ni ha demostrado— a Alberto Rodríguez, cuyas rastas igual es que hacían feo en el escaño, pero no al condenado de Vox por el Tribunal Supremo que no pagaba las obras de su casa; esa que corre que se las pela a la hora de evitar que el Senado propicie la renovación del Tribunal Constitucional, pero ni sabe quién podría ser el tal M. Rajoy ni dónde está el propio Pablo Casado, que tenía que ir a declarar y no va porque no lo encuentran.
La abucheada, eso sí, lo ha tenido fácil: ha recurrido a lo de siempre, que es sostener con cara de víctima que, dejando aparte a quienes le ríen las gracias y sacan en procesión, el resto de España es de una necedad absoluta y, por lo tanto, está manipulado, se deja llevar como una marioneta: en su discurso recurrente, las y los sanitarios que le hacen huelgas están teledirigidos por la oposición, y lo mismo los profesores y los taxistas que protestan, las familias de los ancianos muertos en las residencias durante la pandemia, los miles de manifestantes que llenan las calles de la ciudad en defensa de los servicios públicos y, ahora, la propia universidad que le quiso dorar la píldora y que, según dijo en su vengativa rueda de prensa posterior al guirigay, si en tiempos estuvo controlada por los comunistas y después por los etarras de Herri Batasuna, actualmente lo está por Unidas Podemos, cerrando así un círculo de agentes del mal que se han dedicado “a colocarse allí unos a otros”.
La presidenta Díaz Ayuso, aparte de sus diferencias con las y los alumnos a los que se opuso a bajar las tasas —llegando a recurrir esa medida en los juzgados—, ha hecho del insulto su estrategia predilecta
Vaya por delante que uno prefiere los argumentos a las algarabías, la mesura a la bronca, la dialéctica a la trifulca, y no se alegra de ningún escrache, que es la palabra con la que resumimos algunas protestas subidas de tono. Pero también es cierto que la presidenta Díaz Ayuso, aparte de sus diferencias con las y los alumnos a los que se opuso a bajar las tasas —llegando a recurrir esa medida en los juzgados—, ha hecho del insulto su estrategia predilecta: hablamos de alguien que llama a Pedro Sánchez “trilero”, “golpista”, “ocupa”, “dictador”, “amigo de terroristas e independentistas”, lo acusa de preparar un golpe de Estado y, en connivencia con sus jefes y correligionarios de la formación conservadora, de tener previsto un pucherazo en las urnas si no gana las próximas elecciones. Que se queje del viento quien ha sembrado tantas tempestades es, como mínimo, paradójico.
Pero claro, ya sabemos que este es un mundo hipócrita donde es más fácil ver la paja en el ojo ajeno —cómo raspan las jotas en esa frase hecha, qué sabio es el lenguaje popular— que la viga en el propio. Su presunto superior, Núñez Feijóo, declara en una entrevista para El Confidencial que al Gobierno no se puede llegar a cualquier precio y contando mentiras. Él llegó tras dar un golpe de mano contra Pablo Casado y a la búlgara, por aclamación, sin ganar ningunas elecciones primarias; y desde que se ha mudado a la calle de Génova, comulga con ruedas de molino, se ha vuelto de centro-ultraderecha, avala los pactos de su partido con Vox, que incluyen barrabasadas como la guerra anacrónica contra el derecho de las mujeres al aborto o la cruzada contra la inmigración, a la que sus aliados extremistas igualan con el yihadismo. Él quiere estar a la altura de esas bajezas y, tras los lamentables sucesos de Algeciras, dice que los musulmanes matan por cuestiones religiosas y nadie lo hace, desde hace muchos siglos, en nombre del cristianismo: debe de ser que no ha oído hablar de un tal Franco, que asesinaba a rojos y ateos y entraba bajo palio en las catedrales; o de la guerra de los Balcanes; o de Sabra y Chatila...
Pero, ¿habla de llegar al poder a cualquier precio? ¿Después de su modo de hacerse con la secretaría general de su partido? Para explicarlo, declara ahora que el PP actuó contra Casado “en legítima defensa”, es decir, se ve que no sólo para proteger los intereses de Ayuso, a quien el defenestrado afeó el lucro de su hermano como intermediario en la compra de mascarillas, “cuando en España morían novecientas personas diarias”, sino los de todo el partido, que, a la luz de sus palabras, se sintió atacado por esa denuncia. “O Sánchez o España”, enfatiza Díaz; o el PP o el cataclismo, repite Núñez, y en eso estamos, en la creación de un clima irrespirable, que para eso ellos tienen máscaras antigás, y en la subida diaria de la tensión verbal, ese aire lleno de cuchillos que amenaza a quien lo respira. Luego, cuando recogen lo que han sembrado, no les gusta el sabor amargo de esa fruta, y cuando les pagan con la misma moneda, no les salen las cuentas. Habrá que aceptar que tenía razón Quevedo cuando escribió que “la hipocresía es un pecado desde el punto de vista de la moral y una gran virtud desde el de la política”. Va a ser eso.
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