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¿Y si los políticos despidieran a sus asesores?

De acuerdo con los datos del Eurobarómetro, la encuesta que periódicamente realiza la Comisión Europea en los Estados miembro, la confianza de los ciudadanos europeos en los partidos políticos continúa siendo bajísima, en torno al 18 por ciento (encuesta de otoño de 2018). En algunos lugares es aún más baja. Si nos fijamos en los países de Europa occidental, en Francia, Grecia y España se registran niveles de confianza por debajo del 10 por ciento; en España, concretamente, del 8 por ciento.

¿Cómo puede sobrevivir una democracia de partidos con niveles de confianza como estos?

El caso español es especialmente desconcertante, pues el bipartidismo imperfecto que imperó durante varias décadas ha saltado por los aires debido a la aparición de nuevos partidos como Podemos, Ciudadanos y Vox. Recuérdese que en las últimas elecciones generales la suma de PSOE y PP no llegó al 50 por ciento del voto, frente a más del 80 en 2008. Cabría pensar que esta renovación de la oferta partidista ha insuflado algo de confianza en el sistema. Sin embargo, no ha sido así. Los datos del Eurobarómetro muestran que el nivel de confianza no ha variado apenas en España desde 2013 pese a la renovación del sistema de partidos. ¿Cómo es posible que la gente siga desconfiando de los partidos cuando la oferta política ha aumentado tanto?

Se han apuntado muchas causas de la desafección ciudadana hacia los partidos: los escándalos de corrupción, la incapacidad de los partidos para transformar las demandas populares en políticas públicas efectivas, la captura de los partidos por parte de los intereses económicos, etc. No dudo de que estos factores y muchos otros pueden ser cruciales. Me gustaría, de todos modos, explorar una causa que puede parecer menor pero que quizá sea más importante de lo que creemos.

Uno de los problemas principales de los políticos, ya sean viejos o nuevos, es que están atrapados en la compleja telaraña del debate público. Sus intervenciones en las instituciones o ante los medios son resultado de un proceso complejo en el que intervienen asesores de comunicación, jefes de prensa, “dircoms”, “spin doctors” y un sinfín de cargos intermedios que elaboran argumentarios y líneas estratégicas. Los políticos se someten voluntariamente a la servidumbre de todos estos consejos, que siempre van en la misma dirección: cómo blindarse ante las objeciones, cómo llamar la atención, cómo fijar un mensaje que el público retenga, cómo resumir un razonamiento complejo en un par de ideas fáciles de recordar, cómo deslegitimar al rival.

El resultado está a la vista: los políticos son como máquinas parlantes que no transmiten credibilidad alguna. Intentan “colocar” mensajes prefabricados, pero sus palabras resultan tan artificiales que no convencen más que a los convencidos. La red de asesores que rodea al político tiene la vista puesta en las siguientes 24 horas. Como los acontecimientos cambian bastante deprisa, también van cambiando los mensajes del político. Esos cambios, en no pocas ocasiones, acaban en una contradicción palmaria. Pondré un ejemplo: cuando el PP ganaba las elecciones sin mayoría absoluta, sus dirigentes insistían o “machacaban” con la ilegitimidad de la “coalición de perdedores”. Ha bastado que la derecha se divida para que ese principio que de manera tan enfática enarbolaban los populares se haya trastocado en su opuesto. La prioridad hoy es que las derechas sumen votos para echar del poder al ganador, el PSOE, al que se presenta como un partido fuera del bloque constitucional.

Muchos otros ejemplos son posibles. En mi artículo anterior de infoLibre subrayé las incoherencias del PSOE con la reforma laboral. Y en otros artículos me he referido a las traiciones de Ciudadanos, partido que pasó en pocos meses de asegurar que nunca apoyaría a Mariano Rajoy en la investidura a hacer justamente lo contrario.

Este tipo de incoherencias son letales para el mantenimiento de la confianza entre ciudadanos y representantes. Si el político se deja llevar por el regate corto y por los mensajes enlatados que le proporcionan sus asesores, no debería extrañarse de que su valoración ciudadana se hunda. Aunque los asesores estén convencidos de que los ciudadanos somos idiotas, no somos tan idiotastan.

En política, como en el clima: No avanzar es retroceder

He tenido ocasión de conocer a un cierto número de políticos a lo largo de mi vida, de diferentes tendencias ideológicas. En un ámbito privado, muchos de ellos me impresionaron por su talento, vocación, conocimiento y preparación. Sin micrófonos realizaban diagnósticos certeros y a veces profundos, ponían en perspectiva su tarea y a veces reconocían sus limitaciones y sus errores. Pero luego, cuando tenían la cámara delante, se transformaban. Si estaban en un mitin vociferaban con el registro acartonado (e insoportable) de estos eventos; si estaban en un debate, recurrían a argumentos simplistas y absurdos que ni ellos mismos creían. En lugar de expresar sus propias ideas, se sometían a los argumentarios aprobados por sus equipos.

¿Qué sucedería si los políticos rompieran con los corsés y clichés con los que actúan? ¿Cómo actuarían los políticos si despidieran a ese enjambre de asesores que les rodean y les dicen a cada momento lo que tienen que argumentar y cómo tienen que hacerlo? Muchos políticos se hundirían, qué duda cabe, pues no están a la altura de la tarea que pretenden desempeñar; pero algunos otros, los más capaces, quizás consiguieran que los ciudadanos los escucharan con algo más de atención y confianza. Si se atrevieran a decir lo que verdaderamente piensan, admitieran sus limitaciones, dudaran como todos dudamos, en definitiva, si hablaran con algo más de autenticidad, el público quizá les empezara a otorgar la credibilidad que hoy no tienen.

Un cierto escepticismo hacia los mensajes políticos es sano. Una desconfianza absoluta, sin embargo, es letal para la democracia representativa. La opinión pública española ha dejado de creer en los partidos. Quizá si los líderes políticos prescindieran del “consejo experto” de sus asesores algo podría cambiar. Con un 8 por ciento de confianza en los partidos, la cosa no puede empeorar mucho más. ¿Por qué no intentarlo?

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