El PP abraza a Puigdemont por Navidad Pilar Velasco
El mal perder
Estamos cerrando un año de gran trascendencia histórica. Como balance, podemos decir que la política sigue sostenida en los mismos soportes que hace un año, aunque algunos de los principales actores de la derecha, pese a decir lo mismo, lo hacen con mucha mayor intensidad, recurrentemente superando la barrera del exabrupto y sembrando la discordia. En positivo, podemos concluir que ya nos conocemos todos y que buena parte de los discursos más repetitivos pierden su fuerza por el exceso en la reiteración. En negativo, preocupa pensar dónde estaremos en un año si los que repiten una y otra vez la misma cantinela, aunque ahora a gritos, mantienen la misma tendencia ascendente.
La explicación de lo sucedido resulta fácil de entender. El PP decidió afrontar este 2023 como un año electoral en el que necesitaba intensificar su oposición con la convicción de que con esa fórmula acabaría con el Gobierno de coalición progresista. El problema es que el viaje se torció cuando más prometedor parecía. Tras ganar las elecciones del 28 de mayo en gran número de ayuntamientos y en la mayoría de las comunidades autónomas, en lugar de alcanzar la gloria, se equivocaron de camino y el sendero les condujo al infierno. Tras sus vitoreados pactos con la ultraderecha más recalcitrante, el adelanto electoral acabó dejando en minoría a la derecha que tuvo que ver entre el asombro y la desesperación cómo el progresismo alcanzaba democráticamente el Gobierno, de nuevo, el 23 de julio.
Humor descolorido
Hace justamente un año, el PP centraba toda su artillería en agitar la polémica que supuso la ley del sí es sí. Aprovechó la Navidad para lanzar un spot en el que explicaba que gracias al Gobierno le había tocado el Gordo a los violadores y los corruptos. Es muy llamativa la pasión que ha llegado a despertar entre los dirigentes del Partido Popular la práctica del conocido como humor descolorido, que en el mundo de la comedia es sinónimo del humor más vulgar o escatológico. Da la sensación de que el recurso al humor sin mayor intención que la ofensa funciona como alivio para hacer soportable el rencor ante la derrota. Un mal perder, en otras palabras.
La idea básica es evidente. Se trata de pretender hacer humor en base a cuestiones desagradables, de mal gusto o marcadamente ofensivas. Es una técnica difícil de manejar porque lo más normal es que no hagan gracia más que a aquellos que la utilizan y, por el contrario, lejos de provocar la empatía de los demás, suele convertirse en una agresión verbal que sólo tiene una posible respuesta: el desprecio. En este año 2023, los dirigentes populares han lanzado dos repugnantes campañas envueltas en la carcasa del falso humor. En realidad, lejos de ser bromas, son basura argumental destinada a intentar ofender a quienes no secundan su innoble intención.
Es muy llamativa la pasión que ha llegado a despertar entre los dirigentes del Partido Popular la práctica del conocido como humor descolorido, que en el mundo de la comedia es sinónimo del humor más vulgar o escatológico.
De Txapote a la fruta
Tal fue el caso del ¡Que te vote Txapote!, que ahora ha sido sustituido por el ¡Me gusta la fruta!. Utilizar el terrorismo como gracieta, que incluso llegó a ser entonado felizmente por algunos seguidores como barras bravas en algunas concentraciones, fue condenado por las asociaciones de víctimas que suplicaron inútilmente que dejara de utilizarse. El triste eslogan, al final, sólo dejará en el recuerdo la hipócrita postura de quienes lo utilizaban como herramienta de violencia política, pervirtiendo el descomunal daño provocado por la tragedia terrorista. No es compatible la chanza tabernaria con la expresión de un supuesto dolor extremo y profundo frente al asesinato cobarde e injustificable. Es de suponer que esta reflexión debió hacerse en algún que otro despacho y se decidió continuar con la fiesta.
Este año, el PP ha dado un paso más. Consiste en la original idea de llamar directamente hijo de puta al presidente del Gobierno. El insulto tiene pocas posibles interpretaciones. En este caso, se intenta, simple y llanamente, de ofender a un líder político democrático y a sus seguidores buscando provocar su irritación. La acción carece de forma evidente de cualquier atisbo de nobleza y bonhomía. Lo que resulta complicado de interpretar es la utilidad de la estrategia. Se supone que el PP debería aspirar a conseguir convencer a votantes socialistas de que cambien de opción política para que les apoyen en el futuro ¿De verdad piensan que van a conseguir que ciudadanos que apoyan a Pedro Sánchez y al Partido Socialista van a pasarse a votar al PP llamando hijo de puta a su líder? La única explicación lógica sería la de asumir que los dirigentes del PP no necesitan incorporar votantes teniendo en cuenta que se consideran los ganadores de las últimas elecciones.
Estado de guerra
Jugar como estrategia política con la confrontación permanente por tierra, mar y aire en la calle, en los medios y en las tribunas políticas no es un fenómeno nuevo. Por suerte, tratar de socavar al adversario no siempre sale bien. Este tipo de iniciativas políticas suelen conseguir afianzar a buena parte de sus adeptos, trasladándoles la idea de que existe una guerra abierta en la que se juega la vida o la muerte. Se intenta promover que hay que acabar con el rival en el ejercicio de la legítima defensa, para evitar que terminen antes contigo. El problema es que, como respuesta, tiende a provocar que los oponentes también se reagrupen y se refugien y se afiancen en sus posiciones.
Esta estrategia de guerra es la que explica la absurda y ridícula sobreactuación que los líderes del PP trasladan a sus votantes sobre la fantasmagórica llegada de una dictadura que pondrá el poder en manos de los terroristas y de los enemigos de España. El nivel de exageración llega a tal límite que no deja espacio alguno para el matiz o la duda. En ese estadio de delirio no hay resquicio para el diálogo, el respeto a la discrepancia o el acuerdo. Sólo cabe un objetivo, el de acabar con los rivales. El problema es que, de momento, en el caso de la derecha, sus rivales les sobrepasan ampliamente en número. En democracia suele ser un detalle que hay que tener en cuenta.
No saber perder
Este es el eje del programa político actual del PP. Saben que cuentan con 11 millones de españoles que secundan su ideología, incluidos los votantes de ultraderecha que aportan sus propias técnicas de combate, con Ortega Smith al frente. Como primera medida, se niegan a reconocer que hay más de 12,6 millones de sus compatriotas que no comparten su ideario político y que apoyan a Pedro Sánchez como presidente de un Gobierno de coalición progresista y que, además, respaldan una visión de España diversa e integradora que facilite la convivencia pacífica y huya del enfrentamiento entre quienes defiendan su derecho a opinar de manera diferente. Todavía hoy siguen sin reconocer la derrota.
No cabe duda alguna. La estrategia política impulsada por el PP, con la connivencia de Vox, es indefendible en sus formas. Son indignas de cualquier uso democrático. Son inmorales desde una perspectiva ética. Y son detestables en la aspiración de una convivencia compartida. La extensión del insulto, la descalificación personal gratuita y el empleo de un falso humor disfrazado de ponzoña gruesa y ofensiva no pueden ser la base del lenguaje de una formación política democrática con aspiraciones de gobernar España. Es difícil determinar por qué se empeñan en perseverar en perder el debate público en las formas. Sólo surge una posible explicación. Que tampoco tienen de su lado la razón en el fondo.
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