Defender la excepción española

Confieso mi perplejidad. Siento la Unión Europea como una realidad oscilante pero incuestionable. Como el aire que respiramos, que puede ser más o menos denso, frío o caliente, contaminado o limpio, pero siempre está. Nací y crecí en ella mientras en España se empezaban a abrir paso generaciones a las que empezaba a resbalarle la caricatura (“van un alemán, un francés y un español…”) y dejaban de sentirse inferiores respecto a los vientos de modernidad que soplaban desde el norte.

Los años que seguí su día a día como corresponsal en Bruselas fueron también los primeros de mi carrera como periodista y ayudaron a reconfigurarme como adulto después de haber cursado… una beca Erasmus. Supongo que soy un producto perfecto del globalismo de George Soros que denuncia la ultraderecha al que le han lavado el cerebro. O, quizás, un consciente y afortunado (que no acrítico) beneficiario de un empuje democrático y global sin parangón en la historia de España.

Y, sin embargo, la Unión Europea no debe darse por sentada. Hemos tenido muchos avisos, desde un Brexit construido sobre mentiras hasta una crisis económica que casi acaba con el euro, la moneda que compartimos, pasando por una creciente violencia política. Nada debe darse por hecho, como saben aquellos que tienen edad para recordar la dictadura y, especialmente, los que lucharon, cada uno a su manera, por la democracia.

Este jueves leo en Politico, un medio influyente en la capital comunitaria, que los eurodiputados de ultraderecha superarán a los del Partido Popular Europeo en la nueva Eurocámara, según los sondeos. Como están desunidos, no conformarán el primer grupo en el hemiciclo, pero si los cuentas, son más. Están los de Meloni, cuyo discurso en España el mismo año que ganó en Italia (“¡Viva Macarena Olona, presidenta de Andalucía”, concluyó, como infalible adivinadora) será inolvidable por lo que gritaba y también por cómo lo gritaba. Para los que tengan dudas, aquí pueden ver lo que cree. Fue hace menos de dos años. Están los de Orban, los de Alternativa por Alemania, Le Pen y, por supuesto, Vox.

Todos provienen de tradiciones políticas vinculadas a los peores extremismos del siglo XX, reivindicados por dirigentes de peso de unas u otras formaciones con fervor en su juventud. Todos han apostado, antes o después, por salirse de la Unión Europea, por cuestionar su legitimidad o, en su versión actual, por asfixiarla desde dentro. No engañan a nadie, pero van arrastrando al electorado de centroderecha con la connivencia de dirigentes con menos escrúpulos que personalidad. En palabras de Feijóo, Meloni es proeuropea, y por eso se puede pactar con ella para obtener el poder, pero Abascal, no, y a pesar de eso se puede pactar con él para obtener el poder. El mínimo es obtener el poder. El resto, matices. Sólo así se entiende el giro de Ursula Von der Leyen, una candidata ya quemada por la que España no debería apostar para presidir la Comisión Europea.

España era una excepción: por no tener una fuerza de ultraderecha, no hacer populismo con la inmigración y por su europeísmo. En estas elecciones nos jugamos la clave de bóveda

Más Europa o colapsocomo resume tan bien Jesús Maraña. Las recetas de la ultraderecha se sabe que son falsas y, además, entre ellas tienen poco que ver. Su descontento y capacidad movilizadora, ciertas y comunes. Los problemas del campo no se van a solucionar negando el cambio climático. Los problemas de la industria no se arreglan con aislacionismo. La falta de competitividad no la arreglará por sí sola el mercado sino con inversión pública, coordinada e inteligente. El reto de la migración no se encauza con un muro (pero el envejecimiento sí puede paliarse con más población venida de fuera). La defensa de la integridad territorial no se puede garantizar sino con más unidad en la reivindicación de un proyecto común. Todo pasa por Europa. Por más Europa, si queremos pintar algo en medio de la polarización entre EEUU y China.

Y, al mismo tiempo, no basta un discurso a la contra sino que es necesario uno a favor. De la información (la memoria también es información), de la gestión eficaz de los problemas y de las expectativas de seguir mejorando.

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España era hasta hace no mucho una excepción. Por europeísta, por no tener una fuerza de ultraderecha de peso y por estar a salvo del populismo en un asunto tan delicado como la inmigración. Los dos últimos elementos ya han caído o empiezan a caer (no hay más que recordar la recta final de la campaña catalana del PP, relacionando migración y delincuencia). Nos queda la clave de bóveda, tan presente en las aspiraciones democráticas de la Transición. Ahora, europeizarse es, si supone parecerse a países donde ya gobierna la ultraderecha o es determinante, un retroceso en toda regla, por lo que hay que defender la excepción frente a los Milei, Meloni o Le Pen que ya miran de tú a tú.

Dice el periodista Guillermo Altares en el prólogo de su libro Una lección olvidada que “el pasado en Europa siempre ha sido mucho más imprevisible que su presente y, desde luego, que su futuro”, porque “el presente que muta constantemente condiciona la mirada”. “El pasado de Europa es un proyecto en construcción porque su presente es siempre móvil”.

En la mirada nostálgica de un pasado supuestamente glorioso, o al menos menos engorroso y complejo, basa la extrema derecha buena parte de su armazón sentimental. Corresponde a aquellos que no quieren que se repita la historia defender el porvenir del proyecto europeo y salir de su perplejidad.

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