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Una mendiga

Cuando no se tiene prisa, caminar por la calle se parece a una conversación con uno mismo. La vida se pone charlatana en las aceras del barrio o al seguir una ruta diaria, camino del colegio de una hija, un bar preferido o el puesto de trabajo. Los comercios se abren y se cierran, aparecen y desaparecen, son un tejido urbano que cosen y descosen los hilos del tiempo. Y la gente forma parte del paisaje, como los árboles y los semáforos, aunque en su caso cobran mucha importancia las horas del día. Los porteros que hacen guardia, los quiosqueros, la señora del estanco, el señor de la farmacia, la camarera de una terraza, la directora de la sucursal de la Caixa, los padres en la puerta de un colegio… Y los mendigos.

Desde que se han generalizado las tarjetas de crédito, la limosna resulta una costumbre difícil. Ahora no se lleva dinero suelto, esas monedas que acababan en los bolsillos del pantalón o del abrigo al pagar en una cafetería, un supermercado o un taxi. Mi corazón de progre sentimental nunca se llevó bien con las limosnas. Para combatir la pobreza siempre es mejor un compromiso político en favor de la igualdad y los servicios sociales. Me incomoda el reparto de sobras, la caridad en las esquinas de la ciudad. Pero la vida tiene sus exigencias a corto plazo y uno se mezcla con el día a día sin renunciar a los sueños. He mantenido durante años algunas relaciones cotidianas con mendigos sentados en el suelo de su necesidad, por ejemplo, en las cercanías del mercado de Barceló o en la Plaza de Olavide, cerca de la calle donde estaba el colegio de mi hija pequeña. Las contradicciones que antes sentía al dar limosna, las siento ahora cuando no puedo darla, porque nunca llevo cincuenta céntimos o un euro en el bolsillo. Y a muchas personas les hace falta ese euro.

Para combatir la pobreza siempre es mejor un compromiso político en favor de la igualdad y los servicios sociales

Ayer sí llevaba una moneda de euro cuando me crucé con una mendiga desconocida, mejor vestida de lo normal en estas situaciones. Se me acercó con su bolso, su pañuelo verde en el cuello y sus ojos llenos de tristeza, para pedirme que le ayudara. Me dio las gracias al recibir el euro, se despidió de manera amable y caminó deprisa delante de mí hasta doblar la esquina. Yo me quedé pensando en los azares del mundo, las posibles situaciones que te hacen pedir limosna, las vueltas de la vida, el empobrecimiento, la solidaridad, el paro, las desgracias familiares, todo lo que la existencia pisa con las suelas rotas de sus zapatos. Caminar es una conversación en la que intentamos orientarnos, aunque a veces las cosas y los hechos nos desorientan.

A los diez minutos de camino, veo que la mendiga habla en alto con dos militares que acaban de salir de un cuartel cercano a mi trabajo. A veces oigo la corneta que toca oración a la caída de la tarde. La mendiga persigue a los militares que intentan despedirla con educación. Ella protesta porque no le han dado nada. También los gastos militares se pagan con tarjetas de crédito. Cuando estoy cerca, oigo sus palabras, casi un grito de indignación: traidores, militares, estáis llenando de moros el ejército. Para una limosna que puedo dar, siento que haya caído en las manos de una racista. Me pongo a pensar en las contradicciones del mundo y la democracia, una mendiga de VOX, jóvenes y barrios marginales con la extrema derecha más rancia, las dinámicas que nos hacen identificarnos con nuestros enemigos, y los charcos y los zapatos por los rumbos de la incertidumbre.

En eso voy pensando y penando cuando la mendiga llega hasta mí. Estoy a punto de decirle que yo también soy un moro, pero ella me sonríe, me reconoce, me da las gracias por la moneda que recibió antes y se disculpa. Esos militares son malos, igual que Franco, que hizo un ejército de moros para invadir España.

Una sorpresa más. Hay momentos en los que todo da vueltas. La conversación de la calle es inagotable, los vientos van y vienen, los comercios aparecen y desaparecen, igual que los vecinos, las urgencias y los días de trabajo. Difícil orientarse en esta confusión. Lo único que nos queda, pienso, es no olvidarnos de nuestro propio camino.

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