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Votar sin miedo

Se puede votar con dudas, pero no hace falta votar con miedo. De todas las formas de cobardía que nos acompañan a lo largo de la vida, la más innecesaria es la del voto miedoso.

Las dudas son inevitables en una sociedad que ha convertido el tiempo en actualidad, en hecho inmediato, y la información en murmullo. Hablamos mucho del ruido informativo, pero está tan generalizado y nuestros oídos se han habituado tanto que prefiero usar la palabra murmullo, un término que, además, se adapta bien a la otra característica de nuestra sociedad: la sospecha.

Las encuestas electorales son ya la nueva forma del rumor. Más que ofrecer información, pretenden ocupar el espacio que antes protagonizaban los rumores cortesanos. El poder siempre ha sabido utilizar la confusión entre los saberes y los rumores. Por eso hay tantas encuestas cocinadas, tanto juego con la existencia líquida, la volatilidad y el instante. Nuestra vida parece ya un puro rumor. De ahí el imperio de las indecisiones.

Dudar no es malo, pero se convierte en una estrategia de la mentira cuando las dudas están provocadas por el miedo. Dudar resulta lógico porque el mundo no es perfecto, porque el absolutismo se queda vacío en cuanto nos tomamos las cosas en serio y porque muchas veces no estamos de acuerdo ni siquiera con nosotros mismos. Pero el deseo de no caer en la existencia volandera y rumorosa no tiene por qué significar un regreso a la corteza pétrea de los dogmas. La búsqueda de matices suele componer un buen equipaje.

Es una de las enseñanzas de la poesía. La otra enseñanza consiste en reconocer las verdades de la lentitud. Hay muchos adornos, retóricas, agitaciones, pero la emoción profunda surge cuando un poema se parece al olor de la tierra mojada por la lluvia, o al bienestar que provoca el sol de invierno al rozarnos la piel, o al calor de un cuerpo. La rutina del vivir, eso que se llama la vida cotidiana, se parece más a un tren de largo recorrido que a la firma de una sentencia de inmediato cumplimiento.

Los que usan el miedo para reclamar apoyo pretenden decirnos que de un voto pueden salir cataclismos y grandes desastres. No es verdad. Después del domingo electoral, amanece como siempre un lunes, las cafeterías sirven desayunos, la gente acude a sus quehaceres y la ciudad sigue con sus hábitos. Así que las tragedias no tienen que ver con el voto repentino. Tienen mucho más que ver con las dinámicas lentas de la vida cotidiana.

¿Es que el voto no es importante? Claro que sí, mucho. Pero es importante en la medida en que un gobierno puede influir en las rutinas de la vida. Por ejemplo, más que el voto, a mí me asusta la mancha de desigualdad que se va extendiendo lentamente por países como España, Francia o Alemania.

Sociedades incultas con tanta gente en el umbral de la pobreza y tantos trabajos precarios pueden provocar verdaderas locuras. Si la rutina del vivir se pudre corremos mucho más peligro que cuando decidimos cambiar de tiempo y votar algo que tenga que ver con nuestras ilusiones radicales, o con nuestras medias ilusiones, o simplemente con nuestra conciencia. Votar de corazón es el mayor acto de prudencia, ya sea para quedarse solo, ya sea para participar en una esperanza colectiva. Lo que resulta siempre falso es votar con miedo.

La honestidad de una política alternativa

No se trata de creer o de descreer en las promesas electores. Si llegan nuevos gobernantes, hablarán, pactarán, gobernarán y harán lo que quieran o lo que puedan. Y no pasará nada grave, nada que no sea propio de una rutina democrática. Por encima de los espectáculos y los rumores, la memoria y la razón nos dicen que unos quieren, dentro de lo posible, más que otros, y que unos se parecen, también más que otros, al sentido de nuestro voto. Y nada más, no hay ningún peligro que salga de las urnas.

Pero lo verdaderamente peligroso es aceptar una rutina basada en la desigualdad, el desamparo, la falta de amor, la incultura y el miedo. El mal se forma lentamente, igual que el bien. Por eso conviene huir de la cobardía a la hora de votar y, sobre todo, saber que nuestra modesta capacidad de intervención en la realidad no acaba en las urnas, sino que tiene que ver con los hábitos del día siguiente, con la lentitud de la vida, con el tedio y las alegrías de la normalidad.

En la sociedad de la incertidumbre, después de dudar y decidir sin miedo, me queda una certeza: conviene que el futuro nos encuentre organizados. A mí, además, me encontrará leyendo.

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