Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
¿Es necesaria una ley de pandemias?
La Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio desarrolla el art. 116 de la Constitución, que tiene como finalidad la regulación de los Estados de alarma, excepción y sitio. Alcanzó, en su momento, la aprobación de una mayoría sólida y cualificada del Parlamento que la elaboró y sometió a votación. Las tres situaciones que contempla obedecen a causas y circunstancias muy distintas que justifican la suspensión o limitación de derechos fundamentales y permite establecer prestaciones personales y obligaciones para los ciudadanos. Se exige la concurrencia de circunstancias extraordinarias que hagan imposible el mantenimiento de la normalidad mediante el ejercicio de los poderes ordinarios de las autoridades competentes. La duración de las mismas será, en cada caso, la indispensable para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias concurrentes.
Ante la aparición de una pandemia o de una epidemia, se pueden discutir las medidas sanitarias y complementarias adoptadas, pero no cabe otra postura legal, racional y lógica que descartar la aplicación de los estados de excepción o sitio. El estado de alarma está específicamente previsto para hacer frente a catástrofes, calamidades o desgracias públicas, entre ellas a crisis sanitarias, tales como pandemias, epidemias y situaciones de contaminación graves. Las medidas sanitarias, con carácter general, vienen marcadas por los organismos internacionales (OMS) y europeos, sin perjuicio de las medidas adecuadas, en cada país, según la evolución de la pandemia.
El Gobierno, al declarar el primer estado de alarma y las prórrogas sucesivas, actuó con arreglo a las pautas que contempla la ciencia para prevenir y en su caso atajar los contagios. Lamentablemente no contó con el apoyo incondicional y patriótico del PP y tuvo que enfrentarse a tres recursos de inconstitucionalidad promovidos por Vox, incomprensiblemente aceptados por el Tribunal Constitucional.
La decisión de exigir la declaración del estado de excepción para acordar el confinamiento raya en el desatino y la incongruencia. En estos momentos, llevamos casi dos años de pandemia. El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la pandemia del covid-19, no contempla, como es lógico, una grave alteración del orden publico originada por motines o algaradas. Una exigua mayoría de los magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inconstitucional el Estado de Alarma, estimaron que no podía dar cobertura a los confinamientos domiciliarios y se decantaron por la necesidad de la declaración del Estado de excepción. Con esta decisión contravienen las pautas interpretativas de todas las normas legales que marca el Título Preliminar del Código Civil, en cuyo artículo 4.2 se dispone taxativamente que las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos a los comprendidos expresamente en ellas.
Legislar por legislar no tiene mucho sentido, salvo que se quiera esgrimir como arma exclusivamente política para demostrar los fallos de la política gubernamental y transmitir la idea de que, con su propuesta, las cosas hubieran ido mejor
El estado de excepción que, como es sabido, tiene una duración máxima de seis meses, no puede perpetuarse indefinidamente, sin crear un grave deterioro en el funcionamiento de las instituciones. Abre una vía para cercenar derechos tan fundamentales como la inviolabilidad del domicilio, el derecho a no ser detenido sin control judicial o incluso decretar la intervención de los medios de comunicación. No parecen las medidas más adecuadas para hacer frente a una pandemia. El presupuesto indispensable para declarar el Estado de Excepción exige la existencia de una grave alteración del orden público y de la paz social. La lectura de los dieciocho artículos que lo regulan no deja lugar a dudas. En definitiva y nunca mejor dicho, es peor el remedio que la enfermedad.
Ante la situación creada por la incongruente e injustificada sentencia del Tribunal Constitucional, al Partido Popular se le ocurre que el ungüento mágico para solucionar los males creados, según su criterio, por el autoritarismo e incompetencia del Gobierno, lo proporciona una específica Ley de Pandemias. No conocemos ningún borrador o proyecto pero por lo que se escucha a sus líderes, parece que todo se soluciona retocando algún artículo de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública. Esta ley, de solo cuatro artículos, se pensó exclusivamente para dar cobertura legal, con rango de ley orgánica, a las medidas sanitarias que supongan la suspensión o limitación de derechos fundamentales, incluidos los internamientos o confinamientos, no solo hospitalarios, que se consideren necesarios en caso de riesgo de carácter transmisible. Sigue vigente y nadie ha formulado reparos a su adecuación a los principios constitucionales. Si además se combina con la declaración del Estado de Alarma, constituye una medida necesaria y útil, en una sociedad democrática, para la protección de la salud y la vida.
La banalidad de la propuesta se pone de relieve con la sola lectura de su propio título. Para que pueda aplicarse una denominada ley de pandemias es condición previa, valga la obviedad, que se haya declarado su existencia; circunstancia que depende exclusivamente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), por lo que habrá que esperar a su previo pronunciamiento para la puesta en funcionamiento. Si nos atenemos a los ciclos históricos, la primera gran pandemia fue la denominada gripe española que duró de 1918 a 1920. Le siguen con un intervalo de treinta años, la gripe asiática, el VIH-sida y la última la que estamos padeciendo.
Todos los instrumentos legales de los que disponemos permiten el confinamiento domiciliario. Una lectura correcta del artículo 7 del Decreto de Estado de alarma de 14 de Marzo de 2020 nos lleva a la conclusión de su absoluta pertinencia para conseguir los fines que perseguía. En las sociedades actuales, el funcionamiento de las instituciones, de los centros de trabajo y de los servicios esenciales hace imposible una suspensión absoluta de la libertad de circulación y de la posibilidad de acceder al consumo de bienes indispensables para la subsistencia y para labores asistenciales.
Cuando se requieran medidas especiales en materia de Salud Pública, la Ley Orgánica de medidas especiales en esta materia permite, con la flexibilidad indispensable ante las características de una pandemia o enfermedades infecciosas, adoptar las medidas, si bien es cierto que afectaron de una manera más intensa a determinados sectores de la población. Sus efectos negativos se hubieran visto incrementados, desmesurada e innecesariamente, si se declara el estado de excepción.
Los que justifican la necesidad de una ley de pandemias para acordar los confinamientos domiciliarios, tanto diurnos como nocturnos, o viven en una realidad imaginaria o bien piensan que la sentencia del Tribunal Constitucional es simplemente un correctivo a la política sanitaria y económica del Gobierno frente a la pandemia. Legislar por legislar no tiene mucho sentido, salvo que se quiera esgrimir como arma exclusivamente política para demostrar los fallos de la política gubernamental y transmitir la idea de que, con su propuesta, las cosas hubieran ido mejor. Todo lo que aconsejan los organismos internacionales y las autoridades sanitarias nacionales se puede hacer con la legislación actual sin necesidad de crear un instrumento legal que, en todo caso, solo serviría para las pandemias.
La incongruencia de la resolución del Tribunal Constitucional se ha puesto de relieve ante las consecuencias derivadas de la erupción del volcán de la isla de La Palma. En pura lógica, según su doctrina, para acordar confinamientos domiciliarios severos ante los efectos de las nubes tóxicas sería necesario acordar previamente la declaración del estado de excepción. Semejante dislate nos se le ocurre a nadie capaz de entender la realidad a la que se enfrenta. La Ley 17/2015 de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil, cubre suficientemente la posibilidad de cerrar a cal y canto las viviendas mientras permanezcan los efectos de peligro grave y evidente para la vida y la salud pública. Queda la posibilidad de que, por afán de innovar, a alguien se le ocurra proponer como solución una Ley de volcanes. En todo caso, una ley específica de pandemias que permita el confinamiento domiciliario chocaría con lo establecido en la sentencia del Tribunal Constitucional.
Espero que la doctrina del Tribunal Constitucional no se reitere y la exigua mayoría de magistrados recupere el sentido de la realidad. En la sentencia se pueden leer afirmaciones preocupantes como las que sostienen que ni la necesidad ni los intereses generales pueden ponerse por encima de los derechos individuales. Esta afirmación, dicha en una situación de pandemia, cuestiona seriamente su conocimiento de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, el sentido del principio de proporcionalidad y el juego de los intereses en conflicto. Uno de ellos es, sin duda, la salvaguarda del derecho a la vida y la salud.
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José Antonio Martín Pallín es abogado y comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo.
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