Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
Del 'Yolanda no' al 'sí es sí'
Empecé esta columna horas antes de que las revisiones de condena imputadas a la ley del sí es sí provocaran el enésimo conflicto político y mediático. Mi intención en esa columna luego truncada era dar cuenta de las (sin)razones de las airadas declaraciones de Pablo Iglesias sobre Yolanda Díaz unos días atrás, y alertar así de lo que nos jugamos todos en neutralizar este tipo de reacciones sin más horizonte político que el rencor y la derrota. Todo indicaba, sin embargo, que tenía que cambiar de tema, no solo porque parecía caducar el de Pablo contra Yolanda, sino porque de repente se volvía más urgente o necesario (siempre presos de la novedad, siempre convencidos de tener que opinarlo todo) clamar contra la dañina estrategia de comunicación que se ha estado siguiendo desde Podemos para responder a las críticas de la Ley del sí es sí.
Pero tras una debida pausa en la escritura, caí en la cuenta de que, bien mirados, ambos casos tratan de lo mismo. Que tanto en el affaire Pablo contra Yolanda como en la actual reacción de Podemos ante las críticas a la ley están operando exactamente las mismas tres lógicas. Veamos:
La primera es la de reducir la comunicación política a una lógica identitaria e inmunitaria: no solo se procede a dividir el campo político y mediático entre los que están conmigo o los que están contra mí, sino que se hace bajo una perversa lógica inmunitaria frente a la posibilidad de cualquier contagio con el otro, es decir, de acoger en tu discurso las razones, preocupaciones o intenciones de los otros (la de jueces progresistas, periodistas y votantes de izquierdas —también de derechas o indiferentes a esta distinción ideológica— legítimamente preocupados con lo que hoy sucede, la de feministas críticas con algunos supuestos de la ley o con reducir al código penal la respuesta a un problema social, la de compañeros del espacio político que desconfían de la estrategia utilizada, por ejemplo). Una lógica que hace imposible aceptar como legítimas las diferencias o críticas que el otro expone, por más que las consideres erróneas. El otro, cualquier otro, queda así reducido a una pura expresión de mala fe: dice lo que dice porque es machista, desleal, cobarde o un oportunista que se alinea con el adversario… por poner solo algunos ejemplos extraídos de las calificaciones que pueblan los tuits y las declaraciones recientes de los portavoces de Podemos. Yo o ellos, sin espacios intermedios, sin contagio posible entre uno y otros. Una lógica que, por supuesto, no hace sino estrechar cada vez más el espacio político de lo que cabe en ese yo, y de agrandar hasta la saciedad el espacio del ellos. La dialéctica del amigo y el enemigo, propia seguramente de toda acción política, necesita de tener amigos, no de reducirlos hasta la mínima expresión.
La segunda lógica procede, en estrecha relación con la anterior, a sustituir el debate sobre las decisiones políticas (qué cambios y hacia dónde, qué líneas estratégicas, qué objetivos ideológicos y cómo conseguirlos) por una mera lógica de poder interno (qué me permite resistir y mantener el liderazgo y control del espacio político que pretendo representar). En esta lógica todo actor que adquiera visibilidad y poder social es necesariamente visto como una amenaza, nunca como un activo o una suma deseable dentro de un espacio político plural. Lo que lleva, incluso, a una perversa inversión del sentido de toda estrategia política: la de apelar a diferencias ideológicas para justificar decisiones de política interna, es decir, la de convertir el debate político y la diferencia ideológica en una herramienta instrumental e interesada para mantener el control del poder de un espacio político.
La tercera línea de continuidad entre un caso y otro es la de emprender batallas comunicativas ignorando (consciente o inconscientemente) el marco político general y las relaciones de fuerza que lo definen, llegando muchas veces a elegir el peor momento posible para dar esas batallas. Por ejemplo, y en el caso de las declaraciones contra Yolanda hace apenas unas semanas, realizadas justo cuando la precaria posibilidad de que el Gobierno de coalición revalide en las próximas elecciones generales parecía adquirir tonos positivos y esperanzadores (en parte por el descenso a lo real de Feijóo, en parte por una buena gestión del Gobierno), y, en el caso de la batalla contra las reacciones a la Ley del sí es sí, justo en el momento en que la derecha, de la mano de Ayuso, mostraba signos inequívocos de debilidad frente a una manifestación masiva contra su política sanitaria. Vale decir dos batallas comunicativas de Podemos que opacan pequeños hitos en una difícil pugna contra un estado de la opinión pública que hace apenas un par de meses parecía tan inamovible como hostil a que las izquierdas pudieran revalidar el Gobierno. Como si la disputa por la identidad (ese yo aguerrido siempre en lucha contra el otro) y la pugna por el poder interno (frente a todo actor que muestre líneas de actuación autónomas) acabara teniendo siempre mucho más peso, y se pusiera en ello mucho más deseo y pasión que, y no es cosa menor, ganar las próximas elecciones generales y revalidar el Gobierno de coalición del que formas parte. Una pulsión autodestructiva que, me temo, proporciona una clave de lectura imprescindible para entender no poco de lo que hoy mueve a algunos líderes de Podemos, y que lleva muchas veces a que nos preguntemos si no se privilegia la disputa por el poder del partido a la del poder político mismo.
Si aplicamos estas tres lógicas, en primer lugar, a la reciente reacción de Podemos a las revisiones de condena relacionadas con la Ley del sí es sí (luego haré lo propio con el Pablo vs. Yolanda), quizá podamos entender algo mejor el por qué y el para qué de la estrategia de comunicación empleada. Me remontaré para ello al principio, tanto cronológico como político, de esta estrategia: no otro que el de defender la necesidad de la ley como respuesta a una sentencia, la de La Manada, y a la indignación popular que naturalmente despertó. Aquí nos topamos ya con un problema de origen, del que un partido —y un Gobierno— de izquierdas, progresista o feminista, debería haberse cuidado mucho: vincular la necesidad de reformas legales a climas de indignación social y moral, acaso porque en ese contexto solo puede entenderse la reforma de una ley desde la búsqueda de más castigo, más dureza y más penas, precisamente lo que hoy se vuelve contra la propia ley.
¿Qué es lo que se pretendía con esta ley: ampliar libertades sexuales o endurecer los mecanismos de castigo?
Es decir, acabas comunicando que los problemas sociales, políticos y culturales deben tener respuestas fundamental o prioritariamente penales. Precisamente el espacio ideológico y moral en el que solo pueden ganar las derechas —pues les es propio—, y ello a pesar de que el ánimo de la ley vaya, al menos en parte, en la dirección contraria. Pero, ¿por qué se decidió enmarcar la redacción de la ley en un clima de indignación popular contra la sentencia de La Manada en lugar de proceder a una más profunda reflexión sobre las formas de lucha contra las violencias sexuales? Pues porque quizá tuvo más peso, en el origen de la ley, utilizar ese clima de indignación popular para disputar la hegemonía del feminismo frente a otros actores sociales y políticos (entre ellos, claro, el PSOE). Aquí es donde la lógica del privilegio de la disputa política interna sobre la definición estratégica e ideológica irrumpe con toda su tozudez. De forma que, a pesar de los indudables elementos positivos que contiene la ley, que son muchos, faltó desde el principio una más pausada, honesta y clara reflexión sobre la apuesta feminista por la que abogaba la ley. Precisamente el tipo de debate ideológico y social que podría haber permitido explicar hoy cosas tan elementales como que, en determinados casos, la reducción de condenas por revisión de sentencia puede no ser sino un efecto necesario de una buena ley.
Así las cosas, y por resumir quizá demasiado, podemos identificar en el origen de esta ley un peligroso cruce de caminos entre el clima de indignación y movilización social en contra de una sentencia socialmente inadmisible, la disputa por la hegemonía o la representación del feminismo, y el no menos importante hecho de que esa disputa, siempre más interna que externa, no permitió la imprescindible definición del marco político, ideológico e incluso filosófico por el que, desde dentro del feminismo, apostaban los redactores de esta ley (no entraré en este debate, feministas de probada solvencia lo han hecho antes y mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo aquí). Es este cruce de caminos el que permite identificar una carencia originaria que dificulta hoy disponer de la suficiente coherencia comunicativa como para enfrentar los distintos casos de revisión de condenas (y esto con independencia de que se produzcan por un error en la redacción de la ley, por una deficiente o interesada interpretación de la justicia, por ambas posibilidades o, lo que parece más probable, por las consecuencias inevitables de todo proceso de reforma penal, pero no por ello imprevisibles y hasta cierto punto acotables).
Así que este debate ausente en el origen y definición de la ley, que me temo se explica en buena medida por la lógica que prioriza la disputa política interna (la pugna por hegemonizar el feminismo) sobre la reflexión ideológica y estratégica (qué feminismo, qué horizonte político desde él), nos lleva hoy a preguntarnos qué es lo que se pretendía con esta ley: ¿ampliar libertades sexuales o endurecer los mecanismos de castigo? ¿Impulsar el empoderamiento de las mujeres y su libre deseo o reforzar indirectamente el marco moral y normativo del sujeto pasivo de deseo que debe consentir al sujeto activo del deseo, naturalizando roles de género que la propia ley pretende acaso enfrentar? ¿Derivar a procesos sociales, culturales y pedagógicos las herramientas sustantivas para erradicar o al menos mitigar las violencias sexuales —demostradas por decenas de estudios como las herramientas más eficaces— o enfrentarlos fundamentalmente desde el código penal —cuyo endurecimiento sabemos por esos mismos estudios que no resuelve el problema, por más que pueda gozar de respaldo social y electoral—? ¿Más penas o más política social? ¿Reformar, incluso a la baja, un código penal que es, y sigue siendo, de los más duros de nuestro entorno europeo, o refundir los delitos de abuso y agresión para impedir aberraciones jurídicas como las que llevaron a juzgar como abuso claras agresiones sexuales mediando drogas, y acabar así con la posibilidad de sentencias como las de La Manada?.
Quizá todo ello, pues una ley de este calado es siempre un mecanismo enormemente complejo que ni se basta a sí mismo —y necesita por ello de otras herramientas políticas, pedagógicas y de prevención— ni se reduce a un solo objetivo o voluntad interpretativa. Pero, insisto, en ese origen mismo de la ley, y sobre todo en el debate social y parlamentario que acompañó su redacción, anida una indefinición originaria que dificulta hoy una adecuada comunicación política para enfrentar sus efectos sociales y jurídicos. Que estemos hablando estos días de técnica jurídica, de su uso o abuso patriarcal, y no de las herramientas políticas más eficaces y garantistas para acabar con, o en cualquier caso reducir drásticamente, las diferentes violencias sexuales es, quizá, un trágico síntoma de ello.
Pero esta dificultad en el origen no marca a fuego la imposibilidad de toda comunicación política eficaz. Se vuelve, cierto, mucho más difícil, pues no se ha trabajado un clima favorable en la opinión pública, pero no puedo dejar de pensar en lo sencillo que hubiese sido responder a las noticias sobre la reducción de algunas condenas de una forma similar a la que sigue:
a) Se ha hecho una ley para armonizar las penas e impedir, por tanto, casos como el de La Manada; b) pero la ley tiene como objetivo no confiar exclusivamente en el código penal (ni en la dureza de sus penas) para enfrentar un problema social y cultural que se resuelve siempre más eficazmente desde o junto a medidas sociales, culturales y pedagógicas que se están tomando y que van mucho más alla de la lógica jurídica y punitiva; c) que es del todo comprensible que en algunos casos se revisen penas a la baja, como habrá, en casos puntuales y a partir de la aplicación de la ley y para futuros delitos, algunas condenas con penas mayores; d) que instas a la Fiscalía General del Estado por un lado, y al Tribunal Supremo por el otro, a que unifiquen criterios para reducir tanto la posible inseguridad jurídica como los errores de interpretación que se puedan derivar, como sucede con toda reforma legal de calado; c) que, por supuesto, siempre habrá interpretaciones aberrantes de la ley, como las hubo antes, pero que confías en que se tratará de casos cada vez más puntuales, tanto más cuanto más avance este país en formación para sus empleados públicos y en unos cambios del sentido común popular ya irreversibles; d) que pones a disposición de todas las víctimas que hoy puedan sentirse vulneradas o revictimizadas todos los recursos del Estado, desde la fiscalía a las herramientas de la política social, para mitigar un daño que entiendes y del que te haces cargo; e) que estás haciendo avanzar este país en reconocimiento de las víctimas, en la garantía y ampliación de los derechos de todas las mujeres, por más que transitoriamente puedan darse casos de reducción de condenas, algunos comprensibles porque la función de un Gobierno progresista no es la de resolver los problemas sociales con respuestas penales, otros incomprensibles, porque aún queda mucho trabajo por hacer en la formación en igualdad de toda la sociedad, incluidos, claro, algunos jueces; f) que otros casos en que se revisen y se reduzcan las penas se deberán a una interpretación objetiva o correcta de una ley compleja pero cuyo saldo es positivo para este país; f) y que si hay cualquier recoveco en la ley que pueda permitir un uso erróneo o perverso, se estudiará y subsanará.
Pero no, se optó por una respuesta comunicativa conducida por la triple lógica que antes esbozaba: afirmación identitaria (conmigo o contra mí), sustitución del debate ideológico por la política interna (Podemos contra el PSOE, contra Yolanda, contra todo lo que no representa “su” feminismo), y total indiferencia al clima político general (que iba favoreciendo a unas izquierdas en repliegue desde hacía meses, para volverlas a replegar frente a las derechas). El resultado está siendo, claro, dramático: refuerza una discusión social en torno al castigo e incluso la venganza, el llamado punitivismo, en el que solo podemos perder y la derecha y extrema derecha ganar; desplaza peligrosamente el acto democrático de hacer justicia, de proteger a las víctimas al mismo tiempo que se amplía la libertad sexual de todas y todos, hacia una lógica de alarma social ampliada que acaba representando a la justicia como mucho más insegura, patriarcal y arbitraria de lo que es, ayudando, sin duda involuntariamente, poco o nada a que el acto mismo de denunciar ante la ley se vuelva aún más complejo y traumático; se coquetea con una imagen perversa del feminismo como aquello que sirve para criticar todo lo que no le gusta a la izquierda (ese “no es la ley, es el machismo de los jueces”, sin más matiz o consideración), debilitando su potencia crítica y transformadora; se le pone en bandeja de plata a la reacción (pre)ilustrada de una parte del feminismo del PSOE la posible paralización sine die de la Ley Trans (y si no, al tiempo); y, al acusar de machismo o patriarcalismo judicial toda interpretación de la ley que permita una rebaja de condenas se impide, por un lado, analizar cuáles de estas revisiones a la baja son efectivamente resultado de una errónea, discutible o aberrante interpretación de la ley, cuáles de una sensata revisión de sentencias dada una reforma progresista de un código penal especialmente duro, y cuáles un efecto indeseable pero inevitable de toda reforma penal. Si todo es machismo, se vuelve altamente problemático, cuando no imposible, encapsular para señalar las formas y los jueces que efectivamente lo son, y luchar en condiciones contra su poder social y legal. Por último, se provoca un cierre de filas de la justicia (incluida la asociación Jueces para la democracia, a la que paradójicamente pertenece la secretaria de Estado Vicky Rosell), en lugar, de nuevo, de permitir, o incluso provocar, el aislamiento de aquellos espacios de la judicatura (que haberlos claro que los hay) en pie de guerra contra la ley, el Gobierno de coalición o, directamente, toda política progresista.
La respuesta política ha quedado así encerrada en una estrategia de conmigo o contra mí que está resultando del todo contraproducente (al menos si se entiende la política como otra cosa que un heroico pero ineficaz resistencialismo de una identidad de partido y unos dirigentes políticos), al tiempo que vuelve imposible aquello que hoy demanda sin tregua Podemos: que la izquierda toda se solidarice con los ataques, indudablemente injustos y, en no pocas ocasiones, aberrantes, que se están dirigiendo contra las representantes del Ministerio de Igualdad. Si no hay más opción que esa polaridad rocosa entre el con ellas o contra ellas, me temo que muchos y muchas, quizá todos los que creemos en una irrenunciable pluralidad de opiniones y posiciones políticas, optaremos por no estar allí donde se nos exige estar.
Lo trágico es, de nuevo, el privilegio otorgado a la política interna sobre las posibilidades políticas externas, a controlar el partido en lugar de disputar el poder político
Como señalaba al principio de esta ya larga columna, es esta triple lógica que conduce hoy la reacción de Podemos ante las críticas a Ley del sí es sí la que, me temo, explica también las duras declaraciones que hace apenas una semana realizó Pablo Iglesias contra Yolanda Díaz. El tema, claro, viene de lejos y requeriría del espacio de otra columna para desarrollarlo, así que permítanme, para terminar ya, esbozar de forma telegráfica cómo se han entrelazado esas tres dimensiones en la evolución de la relación Pablo/Yolanda. Lo haré ilustrando las que creo son cuatro fases claramente distinguibles en esta relación. Veamos:
La primera fase, que llega hasta las elecciones autonómicas de mayo de 2021 en Madrid, responde a un discurso hacia fuera que legitima una crisis interna de Podemos. Hacia fuera el diagnóstico es repetido una y otra vez: “las derechas no pueden ganar, el Gobierno de coalición es la única opción”. Ergo da igual que Podemos tenga 50 que 30 diputados: se legitima así la crisis interna. Es en esta fase que Iglesias tiene, eso sí, que salvar los muebles, vale decir, impedir que Podemos desaparezca de la Comunidad de Madrid devorado por el desleal errejonismo. Un diagnóstico optimista hacia afuera (las derechas, recordemos, no iban a ganar nunca en España), operaba como forma de sostener una crítica situación interna (Podemos se desangraba en cada cita electoral). Es esta lectura interna/externa la que lleva a a Pablo Iglesias nombrar sucesora a la mejor opción que, en el largo plazo, puede contener la sangría electoral, sin dinamitar por ello el partido por dentro, ahora en manos de Ione Belarra.
Pero la segunda fase de esta historia cambia las cosas: la derrota electoral en Madrid —con sorpasso de Más Madrid a Podemos y al PSOE incluido— y el acto de Yolanda en Valencia con representantes de partidos electoralmente rivales, lleva a Pablo Iglesias a modificar el diagnóstico hacia afuera y su relación con él adentro. Ya no es cosa de que ganen sí o sí las izquierdas, sino de que Pedro Sánchez va a adelantar las elecciones generales, pues serán inequívocamente antes de las municipales de mayo de 2023. Repetido otras mil veces, este diagnóstico contiene un claro deseo performativo: que Yolanda no tenga tiempo para montar una candidatura amplia sin la tutela asfixiante de Podemos. De nuevo el afuera se explica y construye desde el adentro: ganar poder de negociación e impedir en lo posible que la candidata designada tome decisiones con la autonomía política que todo candidato necesita y, claro, exige.
Pero una tercera fase vuelve una vez más caducas las interesadas predicciones realizadas hasta el momento: ahora, dice Iglesias, “las derechas van a gobernar este país”, y esto se plantea como un hecho incuestionable. Recurrentemente repetido en sus intervenciones en La Ser y en La Base, el diagnóstico se acompaña ya, pues esa fue siempre su razón de ser, de cada vez más duras y explícitas críticas a Yolanda. La razón no es difícil de imaginar: por un lado, diferenciarse y distanciarse de una candidata que se prevé perderá y morirá con Sánchez en las próximas elecciones generales (y poder así dirigir desde Podemos los cuarteles de invierno en los que, durante los cuatro años de dura oposición, se atrincherará la izquierda), por otro, atacar una figura que adquiere autonomía, visibilidad y relevancia notables. Poco importa que quede año y medio largo par las elecciones y que nada pueda aún asegurar la derrota de las izquierdas; poco importa que esa ulterior derrota o victoria dependa, y no en una medida desdeñable, de las decisiones estratégicas que tome Podemos; poco importa, en fin, que los dos diagnósticos anteriores profetizaran lo contrario de lo que ahora se anticipa, y que una y otra vez se demuestren erróneos. Importa armar un discurso hacia fuera que legitime acciones emprendidas hacia dentro: Yolanda ya no encaja en en el estrecho “conmigo”, así que igual está “contra mí” y hay que marcarle el paso.
Hace unas semanas entramos en la cuarta fase: la precipita, precisamente, la mejoría indudable de las opciones de revalidar el Gobierno tras las una y mil torpezas de Feijóo y una cierta voluntad —y acierto— de poder de Sánchez. De repente las predicciones resultan, una vez más, erróneas. Ya no es imposible revalidar el Gobierno, las izquierdas pueden ganar y, además, no parece que se vaya a producir ese adelanto electoral que iba a dejar sin tiempo a Yolanda para adquirir cierta autonomía, ampliar la identidad del espacio político y salir del estrecho “conmigo” en el que ha quedado encerrado. La respuesta de Iglesias es, de nuevo, demasiado conocida: poner a trabajar sin tregua la lógica del conmigo o contra mí en una deriva que ya no solo se enfrenta con todo a Yolanda, sino a todo aquel que pretenda poner en cuestión esa polaridad cada vez más asfixiante entre el yo y el ellos (de ahí la cruzada que se emprende contra todos los periodistas, columnistas o antiguos compañeros de viaje que, ironías de la historia, fueron el sostén de Iglesias durante Vistalegre II). Lo trágico es, de nuevo, el privilegio otorgado a la política interna sobre las posibilidades políticas externas, a controlar el partido en lugar de disputar el poder político, y a sustituir el análisis y el debate sobre los horizontes tácticos y estratégicos (qué políticas, qué reformas y transformaciones, qué conquistas perseguir) por la mera confrontación interna. Y todo ello, precisamente, en el momento en que parecía posible una victoria del Gobierno de coalición en las próximas elecciones generales. Esa condición necesaria, pero sin duda no suficiente, para una política transformadora.
Termino ya, y lo hago con una conclusión meridiana: desde esta triple lógica que vengo de intentar describir en esta columna, no se puede. Ni se puede negociar, ni se puede pactar, ni se puede gobernar ni, claro, se pueden ganar unas elecciones.
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