50 años, ¿de qué? Cristina Monge
Luchar contra el antisemitismo con claridad
Patrick Baudouin, en su intervención en el 92º congreso de la Liga de Derechos Humanos (LDH), celebrado recientemente en Burdeos, como presidente saliente expresó su alarma ante un "aumento intolerable del antisemitismo, que debe disociarse del antisionismo y de la denuncia de las autoridades israelíes". “La LDH", prosiguió, "cuya creación está vinculada a la reparación de una injusticia ligada al antisemitismo, también se propone no dejar pasar nada", añadiendo que luchará con "el mismo empeño" contra el "riesgo de un aumento, ya comprobado, de los actos islamófobos".
Pero este recordatorio, que es bienvenido, debe ir más allá de la mera retórica si quiere conseguir sacudir la inercia de una parte de la izquierda ante este resurgimiento del antisemitismo, que alimenta legítimamente la inquietud, cuando no el miedo, de la comunidad judía. El intento de incendiar la sinagoga de Ruán el 17 de mayo, incluso si la investigación establece que fue el acto aislado de una persona desequilibrada, es testigo de una tendencia venenosa, al igual que el ataque a la mezquita de Bayona por un octogenario solitario en 2019 fue una muestra de la banalización potencialmente mortal de la islamofobia.
Pero esta vigilancia sin cuartel frente a todas estas formas corrientes de odio, exacerbadas diez veces por el avance mediático y electoral de la extrema derecha, no debe llevarnos a subestimar el peligro específico del antisemitismo. Pues, lejos de ser una variante más del racismo, es su cristalización. En este continente y en este país, esto no puede olvidarse. Fue en Europa, a mediados del siglo XX, donde tuvo lugar el exterminio en masa del pueblo judío por la Alemania nazi. Y fue en Francia, a finales del siglo XIX, donde surgió el antisemitismo moderno, con el trasfondo del viejo antijudaísmo cristiano como arma ideológica.
No se puede deshacer un pasado así, porque sus crímenes son inconmensurables y, por tanto, imprescriptibles. El régimen fascistizante de Vladimir Putin lo sabe muy bien en su afán por inflamar las tensiones en Francia con fines de desestabilización geopolítica: tal y como están las investigaciones, no podemos descartar que sus servicios secretos, a través de redes moldavas y búlgaras, organizaran las provocaciones antisemitas con las estrellas de David en el distrito 14, y luego las manos ensangrentadas aparecidas en el Memorial de la Shoah. Estas manipulaciones destinadas a echar leña al fuego, inscritas en una larga tradición de servicios rusos, desde el zarismo al estalinismo, subrayan la necesidad de una respuesta que no se preste a confusión.
"El socialismo de los necios"
La trampa tendida a quienes, sobre todo jóvenes, se comprometen, se movilizan y se politizan frente a la opresión y la discriminación, y más concretamente frente a la injusticia cometida contra el pueblo palestino durante tanto tiempo, es la de desestimar, o incluso abandonar, la lucha contra el antisemitismo con el pretexto de que quienes la defienden son sus adversarios conservadores y reaccionarios, e incluso, en una siniestra paradoja, la propia extrema derecha. La identificación de los judíos franceses con el Estado de Israel, promovida por los gobiernos israelíes y sus partidarios incondicionales, pero a veces propugnada por algunos defensores despistados de la causa palestina, convierte esta trampa en una emboscada.
Es aquí donde resulta útil y necesario volver a los orígenes de la creación de la Liga de Derechos Humanos. Fundada el 4 de junio de 1898, unos meses después de la publicación en L'Aurore, el 13 de enero de 1898, del célebre "J'accuse..." de Émile Zola, la Liga fue la encarnación de una oleada progresista en defensa de la inocencia del capitán Alfred Dreyfus, víctima de un complot antisemita en 1894 y luego deportado a la isla del Diablo, en la Guayana francesa.
Aquello fue un revulsivo, porque durante cuatro largos años, la indiferencia ante el injusto destino de Dreyfus se había visto alimentada por un prejuicio racista que no conoce fronteras sociales y que, en ese caso, identificaba a los judíos con la usura y, por tanto, con el dinero y, por extensión, con el capitalismo.
Ese "socialismo de los necios", en palabras del socialdemócrata alemán August Bebel, que era la judeofobia dentro de la izquierda política y social de la época, renunció a la universalidad de los derechos humanos. Se escudaba en argucias ideológicas, recubriéndose de egoísmos de clase, para justificar darles la espalda con el pretexto de que, como burgués, militar y además judío, Alfred Dreyfus merecía su destino.
Si la lucha del caso Dreyfus, encabezada por la joven LDH, pasó a la historia como uno de esos raros momentos en los que el destino moral de todo un pueblo dependió de la suerte de un solo individuo, es porque defendió la causa de la igualdad sin fronteras.
Debemos rechazar ese veneno relativista de la competición entre víctimas y la jerarquía de las opresiones, que socava la esperanza de una humanidad común y la construcción de una verdadera universalidad
Por otra parte, el antisemitismo moderno, del que La France juive (La Francia judía) de Édouard Drumont, publicada en 1886 por Flammarion, fue el primer breviario, se dedicó metódicamente a destruir la promesa de igualdad, que está en el corazón de la emancipación, independientemente del origen, el credo, la apariencia, etc. Pretendiendo ser anticapitalista, el periódico de Drumont La Libre Parole llevaba el subtítulo "Francia para los franceses". Esa xenofobia pregonada iba de la mano de una radicalización de las ideologías de civilizaciones y razas superiores que acompañaron la expansión colonial de los imperialismos europeos. En la estela de los disturbios antijudíos, Drumont fue elegido diputado por Argel en 1898 y permaneció en el cargo hasta 1902.
Esta es la primera razón por la que nunca debemos abandonar la lucha contra el antisemitismo: para rechazar el veneno relativista de la competición entre víctimas y la jerarquía de las opresiones, que socava la esperanza en una humanidad común y la construcción de una verdadera universalidad. Es lo que ha subrayado el abogado Arié Alimi, hoy vicepresidente de la LDH, en su libro Juif, français, de gauche... dans le désordre (Judío, francés, de izquierdas... indistintamente) al recordar su decidida participación en la marcha contra la islamofobia del 10 de noviembre de 2019, al tiempo que llamaba a la izquierda a no abandonar nunca a los judíos frente al antisemitismo, aun a riesgo de mezclarse con aquellos antisemitas de ayer que ahora "dan una apariencia de filosemitismo en detrimento de los musulmanes", convertidos en su principal enemigo.
Esa era la advertencia de Frantz Fanon, figura capital de la lucha anticolonial, desde la Martinica a Argelia, a quien recurrimos muy pronto en Mediapart en respuesta a Dieudonné, "ese payaso que no hace reír". Es un pasaje de Peau noire, masques blancs (Piel negra, máscaras blancas, 1952), en el que Fanon cita a su profesor de filosofía antillano, que le dijo: "Cuando oigas a la gente decir cosas malas de los judíos, pon bien la oreja, están hablando de ti".
No sólo, comenta Fanon, mi profesor quería decir "que yo era responsable, en cuerpo y alma, del destino reservado a mi hermano". Y es que "simplemente quería decir que un antisemita es necesariamente un negrófobo".
A esta posición de principio –no dividir nunca la lucha contra el racismo, enemigo mortal de la igualdad– se añade una cuestión fundamental y decisiva: el lugar especial que ocupa el antisemitismo en las ideologías que teorizan el rechazo y el odio al otro.
El núcleo duro del racismo
Como las muñecas matrioska, los racismos se encajan unos dentro de otros y se alimentan mutuamente en una espiral que siempre acaba arrastrando el imaginario antisemita y su modalidad conspirativa, donde al otro se le ve como un intruso, un infiltrado, un enemigo interior, un cuerpo extraño, una especie de virus cuya proliferación es una amenaza para la identidad supuestamente auténtica de una nación y un pueblo.
En este sentido, el antisemitismo se sitúa ideológicamente en el núcleo duro del racismo, porque fundamenta y radicaliza el rechazo a la mezcla y los cruces, al desplazamiento y al movimiento, al mestizaje o a la criollización. Y fue un francés quien mejor teorizó sobre ello, un francés cuyo legado intelectual sigue inspirando y modelando a los ultraderechistas de hoy: Charles Maurras, fundador de Action Française, cuyo legado trató de salvar un filósofo, Pierre Boutang, tras la Segunda Guerra Mundial, quien con talento consiguió contar entre sus discípulos a un filósofo franco-israelí, Michaël Bar Zvi.
Hasta su muerte en 1952, incluso en sus memorias en defensa de la purga ante la justicia, Maurras reivindicó y defendió su "antisemitismo de Estado", que diferenciaba del antisemitismo biológico del nazismo, pretendiendo así exonerar su pensamiento de todo racismo. Escribió a su juez de instrucción el 12 de diciembre de 1944: "Este pueblo, que es un pueblo, este pueblo judío, no es un pueblo como los demás, en el sentido de que no tiene territorio propio. Vive en los países de otros...".
Denunciando a los judíos como "una Nación dentro de la Nación, un Estado dentro del Estado, una comunidad dentro de la comunidad", atacó al "poder judío [que] no es un poder como los demás", porque "un judío que se hace francés no deja de ser judío". “Nuestro antisemitismo de Estado", concluye, "es una precaución de defensa nacional y de salvación pública".
Librar la lucha contra el antisemitismo con toda claridad es, por tanto, librarla resueltamente a pesar de aquellos que, aunque sean judíos, han abandonado lo que está en juego en democracia, a saber, la igualdad de derechos para todos
Estas son sólo algunas citas de una larga reflexión, escrita en la cárcel, cuya aparente frialdad teórica deja entrever la inhumanidad que hay detrás cuando Maurras evoca "la lepra judía", el "diluvio israelita", el "peligro judío" del que "había que salvar a Francia". Eran palabras de la época, pero también sentencias de muerte para hombres, mujeres y niños cuyo único delito era haber nacido judíos. Como Daniel Cordier, secretario de Jean Moulin, algunos de los militantes de Action française que, por patriotismo anti alemán, se convirtieron en resistentes, rechazando Vichy y la colaboración, afortunadamente se dieron cuenta de ello.
Pero a partir de entonces, tuvieron que llevar ese cuestionamiento hasta sus últimas consecuencias, dudando del corazón de la doctrina maurrasiana, ese "nacionalismo integral" que Éric Zemmour reivindica ahora como propio. Esta fórmula teoriza una nación identitaria que sólo acepta otras culturas, religiones u orígenes, con sus diferencias y particularidades, a condición de separarlas, distanciarlas o trasladarlas a otro lugar. El sueño del "gran reemplazo", cuyo corolario sería la "reemigración" de las poblaciones afectadas, no es más que la expresión más virulenta de ello.
Mencionar esta tradición intelectual de la extrema derecha francesa ayuda a clarificar el desafío contemporáneo de la lucha contra el antisemitismo, que en realidad concierne a cualquier comunidad estigmatizada y discriminada a la que se le insta a que no se afirme como tal, que se disuelva y que no se vea, un mandato que sostiene el deseo enfermizo de que desaparezca. El actual ministro del Interior Gérald Darmanin, en una especie de lapsus linguae, en 2021 se le escapó su proximidad a esa herencia al utilizar una gramática antisemita para comparar su lucha contra el "separatismo islamista" con la política antijudía de Napoleón frente a los "problemas de integración de los judíos en la nación francesa".
Librar la lucha contra el antisemitismo con toda claridad es librarla resueltamente a pesar de quienes, aunque sean judíos, han abandonado lo que está en juego en democracia, a saber, la igualdad de derechos para todos. Los orígenes no protegen de nada, y sólo el presente aporta pruebas. Cuando la denuncia del antisemitismo en Francia se enreda en un alineamiento incondicional con la política de la extrema derecha israelí, que reivindica una identidad nacionalista incluso en su dimensión religiosa, paradójicamente se les está haciendo el juego.
La extrema derecha mata dos pájaros de un tiro
No es sólo apoyar el racismo antiárabe y antimusulmán que propugna la extrema derecha israelí. También está dando crédito a una visión antirrepublicana de la nación, intrínsecamente resistente a la pluralidad y la diversidad, basada en una supuesta (y muy reciente) identidad judeocristiana, a pesar de que la República ha tenido que luchar para librarse del antijudaísmo cristiano, herencia de dos milenios de persecución antijudía.
Al identificarse con las políticas de Israel que niegan la igualdad de derechos a los palestinos, la extrema derecha mata dos pájaros de un tiro: por un lado, se normaliza, se banaliza e institucionaliza a sí misma; por otro, salva su cuerpo doctrinal, que es el rechazo a la mezcla y al mestizaje, la búsqueda de una ilusa pureza identitaria mediante la exclusión de los supuestos cuerpos extraños, inmigrantes, árabes, africanos, musulmanes, etcétera.
En este juego siniestro, los judíos de Francia acabarán perdiendo también si no se dicen, como Frantz Fanon, que ellos también deben agudizar el oído cuando se habla mal de esos Otros.
El historiador Pierre Birnbaum, en su Historia de los odios nacionalistas, cuyo título principal "Francia para los franceses” se basa en el eslogan del periódico antisemita de Drumont, documentó ampliamente una tradición de extrema derecha favorable al sionismo como movimiento nacionalista judío cuyo gran mérito sería librar a Francia de su población judía.
Que una retórica tan brutal sea hoy impensable e incalificable no impide que siga activa la ideología que la impulsa
En mayo de 1943, el colaboracionista Marcel Déat, ex socialista convertido en pro-nazi, firmó una proclama titulada "Hacia un Estado judío", en la que decía: "Un territorio, un Estado, una nación, ése es el magnífico regalo que Europa se declara dispuesta a ofrecer a los judíos. Pero con una condición, y es que sean todos residentes, que las doce tribus estén allí en su totalidad".
De hecho, ya en 1890, Édouard Drumont propuso "enviarlos a todos de vuelta a Palestina" para deshacerse de los judíos. En resumen, "los judíos en su casa y los franceses en la suya", insistía uno de sus discípulos más fieles, Jacques Ploncard, mientras que, aún bajo el régimen de Vichy, otros colaboradores escribían sin pudor que "la solución del problema judío reside en el sionismo total, en el sionismo al cien por cien. Y en un sionismo obligatorio para el pueblo maldito. [...] Ahora que comienza en Francia el esbozo de un antisemitismo legal, soñamos con un mundo nuevo. Soñamos con un mundo sin judíos. Soñamos con un mundo en el que Jerusalén sería la capital del nuevo reino de Judá.
Que una retórica tan brutal sea hoy impensable e incalificable no impide que siga activa la ideología que la impulsa. Cualquier abandono de la izquierda en la lucha contra el antisemitismo hace el juego a la extrema derecha al permitirle utilizarlo como palanca ideológica para promover la identidad por encima de la igualdad. Ni la perdición de una parte de la comunidad judía francesa, que cree protegerse poniéndose en manos de los herederos de sus verdugos, ni la política criminal de la extrema derecha israelí, que alimenta el antisemitismo tratando de anexionar a su ruina moral al judaísmo mundial, pueden justificar que se ceda un ápice en esta batalla vital.
Las lecciones de Dominique Sordet
Si fueran necesarias más pruebas, una última podría convencer a los indecisos. Procede de un periodista que fue una figura tan olvidada como importante de la colaboración mediática: Dominique Sordet, fundador de la agencia Inter-France que, bajo la Ocupación, manipuló toda la prensa, incluida la de la Francia libre, al servicio de Vichy y del hitlerismo.
En junio de 1944, cuando pronto todo estaría perdido para él y su mundo, publicó Les derniers jours de la démocratie (Los últimos días de la democracia). La extrema franqueza de este opúsculo se hace eco de nuestra época, en la que la extrema derecha va viento en popa imponiendo la identidad de los pueblos, las naciones y los Estados para destruir el principio de igualdad que es el principal resorte de la emancipación.
"¿Qué es la democracia? Los doctrinarios de la democracia postulan un primer principio, el de la igualdad de los hombres", escribe Sordet. Y es entonces cuando muestra sus cartas: "El Estado democrático desciende del judaísmo. La igualdad es una pasión judía. En las antípodas del espectro igualitario, la noción de jerarquía es esencialmente aria.”
Habría que citarlo todo para ver hasta qué punto este delirio ideológico –y asesino, no lo olvidemos jamás– marca la política actual de un combate determinante, sin reservas ni ambigüedades, contra el antisemitismo. “Israel ha esparcido en grandes dosis el veneno de la pasión igualitaria por todas las civilizaciones donde ha dejado huella”, escribió este fascista francés, distinguido musicólogo.
Se puede ser defensor de la causa palestina y, como tal, oponerse resueltamente a la política actual del Estado de Israel y, no obstante, defender y reivindicar, para toda la humanidad, ese Israel del que abominan los fascistas de ayer y de hoy: la promesa universal de igualdad.
Traducción de Miguel López
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