2025, el año en el que el destino nos alcanza Daniel Bernabé
Los caballeros las prefieren muertas
El sexo, que pensamos como el más privado de los actos, es, en realidad, una cosa pública. Los roles que jugamos, las emociones que sentimos, quien da, quien toma, quien demanda, quien sirve, quien quiere, que se quiere, quién se beneficia, quién sufre: las reglas para todo esto están establecidas mucho antes de que lleguemos al mundo” (Srinivasa, El derecho al sexo: 2021) Y estas reglas, añado yo, conforman el mundo en el que vivimos dando forma a la desigualdad, el poder y la jerarquía.
No fue un monstruo, su marido, sino que fueron decenas de hombres, no se sabe bien cuántos, los que violaron a una inerte Gisèle Pelicot. También hemos sabido que hay un chat de Telegram en el que “decenas de miles” de hombres se intercambiaban trucos e instrucciones para drogar a las mujeres y así poder violarlas. Hace unos días leímos que se había producido una violación por sumisión química, la chica que ha denunciado no recuerda nada, se despertó dolorida y con signos de violación, pero sabemos también que esa es una práctica cada vez más frecuente, que hay muchos chicos que echan droga, o lo intentan, o lo desean, en la bebida de las chicas para someterlas químicamente; para dejarlas muertas, como muertas.
La misma tarde de Nochebuena estaba viendo una película intrascendente en donde uno de los protagonistas era un tipo que se dedicaba a fabricar mujeres robots sexuales. Quienes hablan con él se extrañan, pero no le censuran, no es un delito y no parece ser algo malo, nadie sale dañado. El fabricante, para justificarse, les dice: “es el futuro, tienen la piel casi igual que la de una mujer real, cada vez se parecen más a ellas”. El negocio de las muñecas de silicona fabricadas en China que son “casi como una mujer” está alza, así como el de las más cutres muñecas hinchables de toda la vida que se compran los que no pueden aspirar a la mucho más realista silicona; existen prostíbulos con estas muñecas que, además, no sólo sirven para el sexo, sino que “sus maridos/compradores” las visten y las sientan con ellas a ver la televisión. Se parecen cada vez más a mujeres reales, como decía el protagonista del telefilme, excepto en el pequeño detalle de que las mujeres reales estamos vivas.
No estoy comparando una violación con tener en casa a una muñeca de silicona, pero sí estoy diciendo que más allá del daño, más allá del horror de la violación, incluso más allá de la cuestión del consentimiento, hay algo que no acabamos de abordar como sociedad y que el caso Pelicot ha dejado muy claro, y es que, en sus relaciones sexuales (y no sólo sexuales) con las mujeres, muchos hombres prefieren las mujeres muertas a las mujeres vivas. A muchos hombres, muchos más de los que pensamos, les excita, les gusta tener sexo con esas mujeres muertas o como muertas, vacías de su propia humanidad y que ellos pueden llenar con sus propios fantasmas y fantasías. Giselle Pelicot no estaba muerta, pero tampoco estaba viva. Y aunque sepamos que estos agresores no son monstruos sino hombres “normales”, perfectamente adaptados la mayoría, creo que seguimos sin asimilar esa verdad terrible y que continuamos ancladas en tratar de paliar las consecuencias de la desigualdad; esto es, en proteger y ayudar a las víctimas, lo que es imprescindible, pero que no terminamos de ir a la causa estructural del asunto. Tratamos los síntomas, pero no la enfermedad.
Los violadores de Gisèle Pelicot y todos los que son como ellos, tantos y tan normales, son el síntoma terrible de un sistema que considera que no hay nada excepcional ni oscuro en desear tener relaciones sexuales con mujeres que no lo desean
El primer mandato de la sexualidad patriarcal para los hombres es la cosificación de las mujeres y a veces olvidamos cuánto de real es y hasta qué punto ese mandato opera en campos que van mucho más allá de la sexualidad produciendo un borramiento, aquí sí, de las mujeres como seres humanos. ¿Cuántos hombres nos querrían –nos quieren– como muertas, como muñecas: sin voluntad, sin voz, sin deseo, sin manifestar malestar o bienestar? ¿Cuántos nos siguen queriendo llenas únicamente de ellos, de su voluntad, de su deseo? Muchos más de los que imaginamos. Las leyes que castigan a los violadores, a los agresores, son necesarias, como lo son también todos los recursos puestos a disposición de las víctimas, pero para que exista un cambio real y profundo hay que ir mucho más allá, hay que ir a la raíz de ese aprendizaje, hay que ir a una manera de subjetivarse como hombres cuyas emociones sexuales y, cada vez más, identitarias, están vinculadas a la deshumanización de las mujeres, a su cosificación absoluta.
¿Dónde aprenden los hombres que las mujeres son cosas a su servicio? ¿Dónde aprenden que las mujeres no pueden nunca negarse? ¿Dónde aprenden que sus deseos son los únicos que importan? ¿Dónde aprenden que la mujer ideal es una mujer muerta? Y, sobre todo, ¿cómo hacer para que los niños de hoy no transiten por los mismos aprendizajes? ¿Qué prácticas, qué estructuras sociales, que sentidos comunes, les conducen a esa situación? La labor del feminismo es identificarlas todas ellas para poder combatirlas, lo que no siempre es sencillo, ya que la desigualdad de género se naturaliza y nos coloniza, a ellos y a nosotras. Esa labor desnaturalizadora y desnormalizadora de todo lo que conforma el orden de género es lo que tenemos que seguir haciendo.
Los violadores de Giselle Pelicot y todos los que son como ellos, tantos y tan normales, son el síntoma terrible de un sistema que considera que no hay nada excepcional ni oscuro en desear tener relaciones sexuales con mujeres que no lo desean, que son únicamente cuerpos allí puestos, inertes; o bien cuerpos vacíos de sí y llenos de la voluntad y el deseo ajeno. Esto forma parte de la cultura que tenemos normalizada, es parte de lo que construye el deseo masculino y de lo que lo alienta. Y ellos lo siguen aprendiendo en multitud de productos culturales, en el porno mainstream, en la prostitución, la publicidad, las películas, los chistes, la cultura de la violación en su conjunto…Lo aprenden a través de las instituciones y de las prácticas relacionadas con la sexualidad, que es mucho más que “el encuentro de dos cuerpos, que es una forma de poner en acto las jerarquías sociales”, en palabras de Eva Illouz. Esas prácticas corporales, explica Conell, construyen el mundo, constituyen y reconstituyen las estructuras sociales y son, por tanto un dominio de la política, una lucha de intereses en un contexto marcado por la desigualdad.
El problema, que no abordamos con la suficiente intensidad tiene que ver con una subjetividad masculina que se apoya en una determinada forma aprendida de vivir y encarnar la sexualidad, una que expande sus características a toda la personalidad. La masculinidad normativa de hoy se adquiere, fundamentalmente, a través de la sexualidad y esta es un espacio físico y psíquico que sostiene todo un sistema de valores, comportamientos, actitudes, sentimientos e ideas, relacionadas con el cuerpo y con la posición de hombres y mujeres en la sociedad; es esa forma específica de ser hombre lo que sostiene la parte más dolorosa para nosotras de la desigualdad patriarcal. Y en una sociedad que ha sacado la sexualidad del espacio de la política y que considera que politizar la sexualidad es volver a tiempos de puritanismo, es una tarea complicada.
En definitiva, tenemos que volver a hablar de política sexual como el feminismo hizo en los 70 y 80 porque hoy es fundamentalmente a través de las políticas sexuales patriarcales donde los hombres aprenden a bloquear la empatía con las mujeres, a sentirse invulnerables a la afectividad, a negarse a la apertura frente a ellas como seres humanos. Es en las prácticas, instituciones, emociones sexuales, profundamente androcéntricas, donde los hombres de hoy aprenden a situarse en un plano de superioridad y, por tanto, de desprecio. Y lo que no aprenden, lo que no se les enseña, es que la sexualidad es, debería ser, sobre todo, un espacio privilegiado para la comunicación con otro/s, un espacio de aprendizaje para la intimidad afectuosa, para el cuidado mutuo, donde reconocer con más intensidad la común humanidad. Porque el patriarcado contemporáneo se reproduce no sólo materialmente, se reproduce también en las emociones de los hombres que desean a mujeres muertas o vacías de sí. Sólo que ahora, desde que las mujeres nos hemos afirmado como vivas, drogarnos para llevarnos a ese estado es un delito. Es un delito, pero sigue siendo un deseo más común y más fuerte de lo que imaginamos.
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Beatriz Gimeno es la ex directora del Instituto de las Mujeres.
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