El Islam es más progresista que todos vosotros
Lo vemos todos los días en las redes sociales: gente que suelta soflamas contra el Islam en general y contra Mahoma en particular. El mundo musulmán sería una cárcel del espíritu, un monstruo reaccionario que amenaza con devorar, a poco que nos descuidemos, el mundo civilizado, es decir, el nuestro. Aunque los que profieren tales exabruptos no lo saben, son los herederos de una larga tradición en la que caminan de la mano la ignorancia y el complejo de superioridad. El Islam, para muchos, constituía y constituye una especie de recipiente donde arrojar todo lo malo que se les ocurre. Así, en el siglo XVII, un misionero católico denominaba a los musulmanes “protestantes mahometanos”. En cambio, para un autor protestante del XVIII, eran “católicos mahometanos”. Ambas descripciones, obviamente, no nos informan acerca de los musulmanes auténticos sino sobre los prejuicios europeos, incapaces de comprender otra cultura sin utilizar categorías que no venían al caso.
Las afirmaciones panfletarias sobre nuestros vecinos suponen un profundo error en dos sentidos diferentes. Son, en primer lugar, una especie de terraplanismo religioso: contradicen todo lo que nos dice la literatura científica. Se da entender que el Islam es una religión monolítica, que sólo admite una interpretación, cuando es obvio que no es así. El Corán, como otros textos sagrados, proporciona material para sostener posturas reaccionarias o progresistas, abiertas o cerradas. El problema no está en el libro sino en quién hace la exégesis, que puede optar entre el espíritu y el contexto, o la literalidad, como si la revelación se efectuara en el vacío y no en la historia.
Lo que no nunca hallaremos son pruebas de una intolerancia genética. Sólo tenemos que fijarnos en las suras, donde se manifiesta respeto por las ideas ajenas. Los cristianos y los judíos, si obran bien, hallarán su recompensa: “no tienen que temer y no estarán tristes”. Ninguno de ellos, además, debe ser coaccionado para que abandone sus creencias.
Por otro lado, la islamofobia supone un tremendo disparate a nivel político: identifica el todo con la parte, la religión con su versión más fanática, de forma que ayuda a que los islamitas aparezcan como los verdaderos representantes del Islam. Los que defienden una interpretación progresista de los textos coránicos quedan, de esta manera, relegados a la irrelevancia más absoluta. Los únicos que aparecen en los medios son los violentos e intolerantes, no los que repudian, como contrarios al Corán, actos de barbarie como los atentados del 11S o la condena contra el escritor Salman Rushdie, con independencia de lo que piensen acerca de Los versos satánicos. La mayoría de musulmanes, de hecho, son gente pacífica. En Conocer el Islam, un libro de divulgación destinado a combatir los prejuicios europeos, hallamos una condena rotunda del terrorismo como algo inconciliable con el Islam. Desde esta perspectiva, la expresión “terrorismo islámico” no puede ser sino una contradicción de términos.
La izquierda, en demasiadas ocasiones, ha contribuido inconscientemente a hacer el juego a los violentos. Olivier Roy, el conocido politólogo, se quejaba de que los intelectuales musulmanes liberales se hallaban en un callejón sin salida. Sus homólogos occidentales les exigían que desmarcaran del Islam, con lo que perdían cualquier posibilidad de influencia ante su propia gente. Se dinamitaban así las esperanzas de cambio: “para reformar hay que estar dentro”. Se minusvaloraba, de esta forma, el trabajo de los creyentes moderados que trataban de demostrar que el islamismo es una distorsión fanática y criminal del verdadero mensaje coránico.
Persistente en sus equivocaciones, europeos y norteamericanos acostumbran a presuponer que los musulmanes viven bajo dictaduras porque algo, en su fe, resulta inconciliable con la idea de democracia. Eso no es así. Una cosa es que en determinadas circunstancias históricas se identifique el Islam con el califato con el gobierno de cualquier hombre fuerte, de la misma forma que en otros siglos se creyó que el catolicismo y el absolutismo monárquico iban intrínsecamente unidos. Pero no hay nada que obligue a un musulmán ser partidario del autoritarismo. Abu Bakr, primer sucesor de Mahoma, dejó muy claro que él solo merecía obediencia mientras obedeciera los preceptos de Dios. En caso contrario, el pueblo tenía derecho a rebelarse y deponer al tirano. Comparemos esta postura con la del muy reverenciado Luis XIV, convencido hasta los tuétanos de que, por muy malo que fuera un príncipe, la rebelión de los súbditos siempre era infinitamente criminal.
El Islam, por sorprendente que nos parezca, posee unos fuertes valores igualitarios que pueden ayudarnos a potenciar la democracia. Si se tratara realmente de una religión intrínsecamente retrógrada, no se explicaría por qué el 80% de los musulmanes, en Francia, como nos recuerda el sociólogo Emmanuel Todd, votan regularmente a la izquierda. Por tanto, si esa izquierda se empeña en mantener un laicismo militante, acabará pegándose un tiro en el pie.
Con ojos musulmanes, la crítica occidental resulta hipócrita porque en nuestros países el hombre puede disfrutar a su antojo de multitud de relaciones simultáneas. Con la ventaja de que la ley no le impone ninguna obligación respecto a sus parejas sexuales
Ciertos occidentales acostumbran a contraponer un cristianismo de paz frente a un Islam de guerra. Esta es una brutal simplificación, basada en coger de los textos sólo lo que nos interesa. Podríamos argumentar fácilmente que Jesús no era tan pacifista como muchos suponen. Karen Armstrong, la prestigiosa historiadora de las religiones, nos recuerda que, a menudo, este hablaba y obraba de “de forma muy agresiva”. De hecho, según sus propias palabras, había venido a traer la espada, no la paz. Sin embargo, en el mundo cristiano, nadie utiliza esta parte del Evangelio para condenar el cristianismo en su globalidad.
El tema de la mujer es un pilar central en las acusaciones contra la fe musulmana, que sería machista de un modo irrermediable. El velo sería, desde esta perspectiva, una prueba irrecusable de la misoginia islámica. Pero… ¿Es el sexismo intrínseco al Islam o más bien el producto de unas circunstancias sociales determinadas? En un mundo tan patriarcal como la Arabia del siglo VII, la predicación de Mahoma supuso un paso adelante para los derechos femeninos. Reza Aslan, estudioso iraní-estadounidense de la religión, nos dice que el Profeta invirtió el orden social “y concedió a las mujeres musulmanas los derechos a la herencia y el divorcio que las europeas y las cristianas no disfrutarían hasta pasados mil años”.
¿Qué sucede entonces con la poligamia? ¿No demuestra que el Islam sanciona la superioridad del hombre sobre la mujer? El Corán pone una condición para todo aquel que desee tener, como mucho, hasta cuatro esposas: debe ser capaz de tratarlas con equidad. Como este requisito es imposible de cumplir en la práctica, porque siempre habrá favoritismos, podemos considerar que lo que encontramos realmente es una prohibición del matrimonio polígamo. Pero, aunque no fuera así, hay que situar las cosas en su contexto, el de la Arabia del siglo VII. En un mundo en el que un hombre podía contraer matrimonio con cuantas mujeres quisiera y repudiarlas sin contemplaciones, lo que hace el Corán implica un paso adelante al establecer límites a la voluntad masculina.
En la actualidad, lo que se estila en los países árabes es la monogamia. ¿Alguien escuchó alguna vez que el rey de Marruecos o el de Jordania tuvieran más de una mujer? La situación es distinta en los círculos muy adinerados de Arabia y del Golfo, pero, en líneas generales, no se trata de la norma sino de una práctica minoritaria. Con ojos musulmanes, la crítica occidental resulta hipócrita porque en nuestros países, de hecho aunque no de derecho, el hombre puede disfrutar a su antojo de una multitud de relaciones simultáneas. Con la ventaja añadida de que la ley no le impone ninguna obligación respecto a sus parejas sexuales.
¿Y la poligamia del mismo Mahoma? Karen Armstrong llama nuestra atención sobre un punto crucial: el profeta no tomó otra esposa mientras vivió Jadija, una mujer a la que amó profundamente y que le prestó una ayuda decisiva a la hora de difundir su mensaje. Ella fue la primera en darse cuenta de que su marido era un hombre excepcional. Más tarde, sus otros matrimonios obedecieron a cuestiones políticas. No nos debería extrañar. Nuestros monarcas, durante siglos, han utilizado a las mujeres de su familia como peones en el tablero diplomático. Felipe II de España, en su tercer matrimonio, se casó con una muchacha de 14 años, Isabel de Valois. María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V, apenas tenía trece cuando pasó por el altar.
Como apunta Reza Aslan, en cuestiones de género habría que distinguir entre el mensaje progresista de Mahoma y el tradicionalismo que, a su muerte, impusieron muchos de sus seguidores. Una cosa es el mensaje coránico y otra, muy distinta, los prejuicios secularmente arraigados de sociedades tribales. El texto sagrado afirmaba, por ejemplo, que la herencia no debe transmitirse a los débiles mentales. No fue Alá, sino determinados estudiosos, los que interpretaron que esta prescripción se refería a las mujeres y los niños. No se trata, pues, de la palabra de Dios, sino de una tergiversación impuesta por los hombres. Por hombres misóginos que introdujeron su particular ideología en su exégesis de la revelación divina.
Por otra parte, tenemos supuestas palabras de Mahoma, trasmitidas por la tradición oral. El Profeta habría dicho a un grupo de mujeres que nadie había más deficiente que ellas en inteligencia y religión. Lo más probable, sin embargo, es que este comentario lo inventara alguien que pretendía legitimar un postulado patriarcal con la autoridad religiosa. Lo que sabemos seguro es que Mahoma, a lo largo de su vida, tuvo muy en cuenta el consejo de sus esposas, incluso cuando se trataba de ir a la guerra.
En contraste con el sexismo de los intérpretes tradicionalistas del Corán, encontramos mujeres que han luchado por una lectura más abierta. La fe deja de ser un freno para la mujer y se transforma, por el contrario, en un motor de la lucha por la igualdad. La abogada iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz en 2003 por su defensa de los derechos humanos, fundamentó su lucha sobre una base religiosa: “Dios nos creó a todos iguales (…). Luchando por la igualdad hacemos lo que Dios quiere que hagamos”.
Aunque el fundamentalismo es una enfermedad del Islam, no tiene que ser así para siempre. Las religiones cambian. Pensemos por un momento en la imagen que tendríamos del cristianismo si su historia se hubiera detenido en 1850: una fe contrarrevolucionaria, ferozmente opuesta a los valores democráticos de libertad, igualdad y fraternidad. Las voces discordantes nos parecerían, desde este paradigma, simples excepciones. El reto, una vez más, consiste en no utilizar con los demás una vara de medir más exigente que la que nos aplicamos a nosotros.
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[1] El Corán. Barcelona. Herder, 2016, p. 12.
[2] Conocer el Islam. Barcelona. Centro Cultural Islámico Catalán, 2017, p. 13.
[3] Roy, Olivier. Genealogía del Islamismo. Barcelona. Ediciones Bellaterra, 1996, p. 88.
[4] Todd, Emmanuel. Qui est Charlie? Sociologie d’une crise religieuse. París. Seuil, 2015, pp. 210-211.
[5] Armstrong, Karen. Mahoma. Biografía del profeta. Barcelona. Tusquets, 2017, p. 19.
[6] Aslan, Reza. Solo hay un Dios. Breve historia de la evolución del Islam. Barcelona. Indicios, 2015, p. 136.
[7] Armstrong, Mahoma, p. 102.
[8] Aslan, Solo hay un Dios, pp. 138, 141-142.
[9] Aslan, Solo hay un Dios, p. 145.
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Francisco Martínez Hoyos es doctor en Historia.