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Las chabolas, la cara menos visible de la crisis de vivienda en Barcelona

Imagen de Florina.

Florina lleva 17 años viviendo en Barcelona, los cinco últimos en un asentamiento de barracas junto al viaducto de Vallcarca, en el norte de la ciudad. Allí malviven unas 70 personas, la mayoría rumanos gitanos. El suyo es uno de los 67 campamentos chabolistas que hay en la capital catalana, donde viven, según cifras del Ayuntamiento, algo más de 280 personas, a las que hay que sumar las que malviven ocupando locales: aunque el consistorio ya no da estas cifras, en 2022 eran casi 500 personas. Es “chabolismo bajo techo”, resume José González, miembro de la comisión de movimientos de barrio que apoyan a los habitantes de las barracas de Vallcarca.

El barraquismo es una de las caras más invisibles, junto al sinhogarismo, de la crisis de vivienda que golpea Barcelona, con más fuerza incluso que otras capitales. El precio del alquiler marcó un récord histórico durante el primer trimestre de 2024, llegando a los 1.193 euros de media. La oferta de arrendamiento de larga duración se ha reducido un 75% en 5 años y casi la mitad de las ofertas son de temporada, el hueco que han encontrado los propietarios para esquivar la Ley de Vivienda. Para los habitantes de las barracas de Vallcarca, a los precios inasumible se suma el racismo. “Nadie me quiere alquilar por ser gitana”, lamenta Florina.

“Vivienda social porque no podemos pagar un alquiler normal”, reclama Florina. Aunque apenas está presente en el debate público sobre vivienda, el barraquismo y otras formas de infravivienda como la ocupación de locales comerciales están directamente relacionados con la subida de los alquileres. “En todas las ciudades occidentales, cuando suben los precios de las viviendas más pequeñas y de las habitaciones, se incrementa el número de personas viviendo en la calle o en infraviviendas”, explica Albert Sales, investigador experto en derechos sociales del Institut Metròpoli de Barcelona. “En Barcelona, el paso de gente dispuesta a pagar un precio relativamente elevado por una cama hace que las soluciones precarias estén vetadas para la gente con bajos ingresos, que acaban ocupando espacios al margen del mercado de alquiler”, desarrolla.

En muchos casos, la precariedad habitacional se entremezcla con la exclusión laboral. La mayoría de habitantes de las chabolas de Vallcarca tienen permiso de residencia, porque son ciudadanos europeos, pero se enfrentan al racismo. “Nosotros muchas veces intentamos buscar trabajo”, explica Florina, “no nos dan trabajo porque somos gitanos, no somos de este país. Yo pasé no sé cuántas entrevistas para trabajar de limpiadora y siempre en la entrevista buscan un motivo como que no te entienden, que no soy de aquí”. La mayoría de los habitantes del asentamiento se dedican a la recogida y venta de chatarra para reciclaje, una actividad informal por la que se cobra una media de 460 euros mensuales por una jornada semanal de 56 horas, según un estudio de la Universitat de Barcelona. Se estima que 3.200 personas se dedican a la recogida de chatarra en la capital catalana.

La situación laboral es todavía más difícil para las personas en situación administrativa irregular. “La exclusión laboral en algunos casos es estructural, ya sea por la situación administrativa, ya sea por el racismo social o institucional”, señala Sales, “sin ingresos estables es imposible una solución habitacional estable”.

Soluciones sociales, no policiales

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A las condiciones infrahumanas en que viven las familias del asentamiento de Vallcarca se suma la amenaza del desalojo planeado por el ayuntamiento, que quiere activar una reforma urbanística paralizada desde hace años. Según fuentes municipales, “el objetivo es dejar atrás la situación de provisionalidad en la que el barrio ha estado durante muchos años y acompañar desde Servicios Sociales las situaciones que lo requieran”. El plan urbanístico incluye un nuevo parque y la construcción de vivienda social.

Los habitantes del asentamiento de Vallcarca y los movimientos vecinales que les apoyan desconfían. “Se les ofrece a algunos de ellos —los que tienen niños o animales— pensiones públicas durante dos o tres semanas y las demás personas son dejadas a su libre albedrío”, denuncia José González, del colectivo vecinal Som Barri, haciendo referencia a desalojos recientes de otros asentamientos de chabolas. “Pedimos que hagan un plan para erradicar el barraquismo y ofrecerles una alternativa habitacional y laboral a los habitantes”, reclama González.

De la valla que rodea las chabolas de Vallcarca, situado junto a la principal avenida del barrio y a pocos metros de la elitista Escuela Súnion, cuelga un cartel que resume las demandas de sus habitantes y de muchos otros barraquistas: “Casa y trabajo. Soluciones sociales, no policiales”

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