Apóstatas digitales
Cuando estaba escribiendo mi libro Error 404. ¿Preparados para un mundo sin internet? (Debate), muchas personas a mi alrededor me confesaban su deseo de que hubiera un apagón que les obligara a desconectarse. El nivel de enganche a la conectividad hace imposible, para muchos, salir de ahí si no es de forma forzosa. La esclavitud en lo personal o en lo laboral (o en ambas) llega a límites que acaban afectando al bienestar mental, desde la depresión o la ansiedad al burnout.
Buena parte de la causa son las redes sociales y plataformas de entretenimiento online diseñadas para hacernos adictos a estar ahí, a ver, a leer, a interactuar, a compartir, a exhibirnos… Usan para ello las técnicas de la llamada captología, la ciencia que estudia cómo automatizar la persuasión. El investigador de la Universidad de Stanford, B.J. Fogg, acuñó el término hace algo más de veinte años, cuando inauguró el Stanford Persuasive Technology Lab. Con él inició el estudio del poder de todos los aspectos de los productos informáticos para cambiar actitudes, comportamientos, creencias y acciones. Sentó las bases del diseño de las redes sociales, plataformas y aplicaciones que moldean el día a día de buena parte del planeta, nacidas en el imperio tecnológico de Silicon Valley. La captología es más conocida hoy como diseño del comportamiento, heredera de la psicología conductual.
Fogg usa el conocimiento sobre cómo los aspectos emocionales y no racionales influyen en la toma de decisiones para diseñar su modelo de manipulación tecnológica. Todo en las webs y aplicaciones que usamos a diario contribuye a ese objetivo: persuadir a las personas para que se queden ahí el mayor tiempo posible, ya sea comprando productos, compartiendo imágenes o pensamientos, interactuando con otras personas o viendo películas o series en bucle.
Las redes sociales proporcionan información personalizada, ofrecen recomendaciones en el momento y en el contexto adecuados, vigilan al usuario para aumentar su tiempo de uso y sus interacciones, y proporcionan refuerzos positivos y recompensas por el mero uso de la aplicación. Para todo ello cuentan, además, con unos cada vez más poderosos algoritmos —secuencias de pasos que ejecuta una máquina— basados en tecnologías de inteligencia artificial (IA).
Los botones Me gusta y sucedáneos, las notificaciones, la posibilidad de etiquetar a amigos, las recomendaciones de nuevas amistades, los recordatorios de cumpleaños, la creación de grupos privados segmentados por interés, el chat instantáneo, las noticias recomendadas, las listas de tendencias o los puntos suspensivos mientras alguien escribe para que sepas que está al otro lado y no desconectes... Todo está diseñado con el objetivo de que te quedes ahí la mayor cantidad de tiempo posible. En las redes sociales se recompensa la inmediatez, el ingenio, el sarcasmo, la creatividad y también el despecho o el sadismo. Como constatan los científicos, la adicción que generan es muy similar a la del juego, ya que ambas están diseñadas para crear dependencias psicológicas. Te sumergen en círculos viciosos que incluyen incertidumbre, anticipación, impredecibilidad, retroalimentación rápida y recompensas aleatorias que animen a seguir enganchado. Y, si te desconectas, te perseguirán con mensajes o notificaciones para llamar tu atención y para que vuelvas a entrar.
Estos bucles lúdicos son los que pueden acabar conduciendo a la adicción, y lo saben bien los directivos de los gigantes tecnológicos de Silicon Valley. Tim Kendall, que fue director de monetización de Facebook desde 2006 hasta 2010, reconoció ante el Congreso de Estados Unidos que buscaban atraer tanta atención como fuera posible y que se inspiraron en las estrategias de las grandes empresas tabacaleras para hacer que su aplicación fuera “adictiva desde el principio”. Si unos incorporaron azúcar y mentol a los cigarrillos, los otros añadieron actualizaciones de estado, etiquetado de fotos y Me gusta.
Esto, como sabemos, sentó las bases para una crisis de salud mental adolescente. Y poco parece importarles a sus responsables, a tenor de lo desvelado por la confidente Frances Haugen. La extrabajadora de Meta reveló cómo la red social prioriza sus ingresos publicitarios aunque sea a base de minar la salud mental de los adolescentes, de crear adictos a sus aplicaciones o de sembrar la desinformación y el odio.
El escándalo del Facebookgate asociado a estas filtraciones revivió una campaña iniciada seis años atrás: #DeleteFacebook. El movimiento borra Facebook surgió en redes sociales a raíz del escándalo de Cambridge Analytica en 2018, cuando se conoció que la red social había recopilado datos de millones de usuarios de la aplicación sin su consentimiento y se los había facilitado a Cambridge Analytica, que los usó para ayudar a la campaña presidencial de Trump en 2016. La presión pública llevó a Mark Zuckerberg a testificar ante el Congreso estadounidense por el uso indebido de datos de los usuarios. Facebook no se quedó sin usuarios, pero sí perdió a buena parte de ellos. En Estados Unidos, un 42% se tomó un descanso de la aplicación, mientras que un 25% la borró por completo. Entre los que se quedaron, la mitad hizo un ajuste en su configuración de privacidad. Las acciones de Facebook se desplomaron (cayeron más de un 24% en una semana).
El éxodo de usuarios se hizo notorio al tomar Musk el control de la red social, que perdió en cinco días más de un millón de usuarios. Es decir, más del doble de las bajas promedio de la red, según datos de la firma Bot Sentinel (sobre Twitter)
Twitter se abona al caos
¿Les suena esto de algo? Lo estamos viviendo ahora con Twitter. El éxodo de usuarios se hizo notorio al tomar Musk el control de la red social, que perdió en cinco días más de un millón de usuarios. Es decir, más del doble de las bajas promedio de la red, según datos de la firma Bot Sentinel publicados por MIT Technology Review. Muchas de esas personas se han mudado a otras redes sociales, en especial a la descentralizada Mastodon, que pasó de cerca de 300.000 usuarios activos mensuales a 2,5 millones entre octubre y noviembre de 2022, de acuerdo con el director ejecutivo de la empresa, Eugen Rochko. Otras personas simplemente han desertado. Motivos no les faltan. Si tuvieran que pagarnos un euro por cada tuit que ha publicado Elon Musk desde que asumió el puesto de comandante en jefe de Twitter, tendríamos ya acumulados en nuestro bolsillo cerca de 1.700. En los últimos dos meses, ha publicado más que en el promedio anual de los últimos trece años. La verborrea del multimillonario empresario y accionista mayoritario de la red social no tiene límites desde que tiene juguete nuevo. La impopularidad de sus decisiones, tampoco. La medida estrella de Musk de otorgar previo pago el símbolo de verificación azul tiene graves consecuencias. No solo es peligrosa sino que dinamita el propósito inicial de la plataforma: ser la plaza del pueblo que da voz a todo el mundo, sin distinciones y sin barreras de entrada. Los usuarios que no paguen serán usuarios de segunda clase, y su voz no será ni mucho menos igual de visible. Es una forma de desdemocratizar la plataforma, en perjuicio de los que no quieran o puedan pagar.
Esto es muy peligroso porque excluye del debate público a muchas voces de ciudadanos comunes, y sobre todo voces marginadas y disidentes. Y eso crea una asimetría de poder que ya pueden aprovechar partidos y corporaciones, relegando al resto más a un rol de consumidores pasivos que de usuarios activos. No son meras conjeturas: CNN cuenta que Musk explicó que los tuits de quienes no paguen serían relegados a otra página, lo cual será, en efecto, como sepultarlos bajo tierra.
Por otra parte, la desinformación lo tendrá más fácil para viralizarse y se facilitará la suplantación de identidad. El símbolo azul de verificación estaba ahí para algo: para validar que esa persona es quien dice ser. Musk decía que con el nuevo sistema contribuiría a reducir el spam y el fraude, pero muchos ya advertimos que sería justo lo contrario: aumentarían las suplantaciones de identidad. En efecto, así sucedió: tan pronto como se pusieron en marcha las verificaciones de pago, la red social se llenó de impostores. Alguien se hizo pasar por la farmacéutica Eli Lilly y dijo en su nombre que la insulina pasaba a ser gratis lo que provocó que la empresa cayera un 4% en Bolsa. Este es solo un ejemplo. El caos hizo que Twitter tuviera que dar marcha atrás.
El hecho de que Twitter tenga esta nueva opción de pago sí puede, en teoría, eliminar cuentas basura automatizadas (los llamados bots). Sin embargo, no parece estar haciéndolo. The New York Times reporta cómo una avalancha de estas cuentas impidió, en las últimas semanas de 2022, que los usuarios chinos de Twitter accedieran a información y documentación sobre las protestas que comenzaron el 25 de noviembre por las severas restricciones por el covid-19 en el país asiático.
Musk disolvió el Consejo de Seguridad y Confianza de la compañía y despidió a más de 3.700 personas en equipos clave para luchar contra el discurso del odio, mantener la privacidad de los usuarios, protegerse contra ciberataques… Otras muchas se fueron por voluntad propia, hasta alcanzar una cifra de alrededor de cinco mil personas. Una purga verdaderamente hardcore, como la calificó Bloomberg. Así, con la plantilla rebajada a un tercio de los empleados totales de la empresa antes de la llegada del fundador de Space X, se complica mucho la tarea de eliminar bots.
El lujo de la desconexión total
Para más inri, el defensor a ultranza de la libertad de expresión cerró en diciembre del pasado año cuentas de periodistas que cubren información sobre el magnate. De nuevo, tuvo que rectificar ante la oleada de críticas y la respuesta de organismos como la ONU o la Unión Europea. El colofón lo puso su siguiente acción: prohibió enlazar a otras redes sociales como Mastodon o Instagram en Twitter. Otra medida que tuvo que suspender y que se cree que llevó a Musk a lanzar una encuesta sobre si debía dejar de ser el director general de Twitter.
Algunas personas han cambiado su vida de forma radical: abrazan el campo y la naturaleza en una desconexión total. Otras lo hacen a su modo, en las urbes, reemplazando sus teléfonos inteligentes por otros de antigua generación para evitar tentaciones
Los problemas de adicción y salud mental, las decepciones con las violaciones de la privacidad y el gobierno totalitario de las redes sociales, y el vacío y la soledad del refugio superficial que ofrecen han motivado a muchas personas a abandonarlas. Eso, junto con las promesas rotas de democratización participativa y de revolución del conocimiento que nos iba a hacer más ilustrados, en lugar de más polarizados.
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Algunas personas han cambiado su vida de forma radical: abrazan el campo y la naturaleza en una desconexión total. Otras lo hacen a su modo, en las urbes, reemplazando sus teléfonos inteligentes por otros de antigua generación para evitar tentaciones. Sin embargo, ser apóstata digital tiene un coste, y no todo el mundo puede permitírselo. En lo profesional, supone renunciar a la comodidad –o, a veces, obligatoriedad– del teletrabajo y a las oportunidades laborales fuera del ámbito geográfico más próximo. También supone renunciar a la visibilidad –eso de la marca personal– y al contacto con clientes, audiencia o públicos objetivos que en ciertas posiciones simplemente no es opcional. Como siempre, quienes tienen más que perder son las clases medias. A quien tiene la vida solucionada, simplemente no le hace falta estar ahí. Esto sigue reforzando los privilegios y perpetuando las desigualdades.
Está claro que hay vida más allá de las redes sociales y de la hiperconectividad –a pesar de su coste–pero también que otros espacios digitales más cívicos, sanos y democráticos son posibles. Hay mucho trabajo que hacer para facilitar ambas opciones, según las elecciones personales de cada cual y no condicionadas por factores como la presión laboral o social.
Suena a desiderato inalcanzable, pero hay mucho margen de mejora. Gobernanza online, derechos digitales, no discriminación analógica, alfabetización y capacitación son algunas dimensiones en las que trabajar para que cualquiera pueda tener una vida digital en armonía, o desconectar sin tener que renunciar a socializar ni volverse el ermitaño de la caverna del cuento.