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La ventana indiscreta

La escritora Marta Sanz, en una foto de su cuenta de Instagram.

Marta Sanz

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1. La enfermedad nos obligó a relajar nuestras costumbres, a suavizar nuestras críticas y reticencias frente a un mundo de conexiones y vigilancias fundamentales en la construcción del algoritmo. Antes de la peste, yo decía —en realidad, parafraseaba a Byung-Chul Han—: “La máxima libertad en las redes implica un máximo control”. Yo decía: “Cada vez que expresas tu opinión sobre un asunto o producto —¿serán lo mismo?— aportas información personal que sirve para anticipar la publicidad que recibes, las noticias que recibes —¿serán lo mismo?— y das datos para la manipulación de un voto que tú crees tuyo y ¿es tan tuyo de verdad?”. Siempre llevo dentro de una caja mental —no de Amazon: mi caja no lleva sonrisita, pero sí la suficiente retranca— la imagen de la oruga fumadora de Alicia en el país de las maravillas: entre aros de humo el anélido hedonista pregunta “¿Quién eres tú?”.

2.Tú eres tú y las voces que te resuenan dentro. Ángeles, demonios, relatos de abuelas, anuncios de familias felices que habitan viviendas unifamiliares: cada miembro se aísla con su máquina dentro de una habitación que se exhibe a las presencias virtuales, pero nunca a las personas convivientes; en la puerta de un dormitorio leemos “No pasar. Peligro”. La intimidad se deforma. La madre sube a la azotea para comunicarse con el fantasma de su papá —no puede hablar con nadie de casa— y la hija proclama su lesbianismo grabándose en directo. El futuro ya está aquí y, joder, qué susto. Estamos colonizadas por lo ideal publicitario en la época posterior a la fractura de las utopías y la razón ilustrada. Nos hurtan las ruinas sobre las que podríamos reconstruirnos. Nos ofrecen, a cambio, un robot de cocina con micrófono y una licuefacción.

3. Antes de la pandemia yo había escrito una novela llamada pequeñas mujeres rojas. Un coro de niños perdidos y mujeres muertas invita a la lentitud de la lectura, a fijarse en el significado de cierta rejería lingüística y en lo que se esconde bajo los mantos de flores literarios y literales. El coro de ausencias, que se niega a ser tan liviano como el amor en Tinder, pide un like. Los niños perdidos y las mujeres muertas, con sus voces queer de lombriz y raíz, con su humor vitriólico, solicitan que sus calaveras salgan a la luz entre las solemnes flores literarias de nuestra memoria sentimental y entre las amapolas literales de cunetas y vallas de cementerio. Lo piden, con sello y firma, en un tiempo en el que ya no hay tiempo ni dinero para estas cosas, la historia parece transcurrir a la velocidad de la luz —mentira, es solo una impresión comercial— y el franquismo se blanquea en boca de nuevos cachorros del Cid. Yo estaba en esa lógica de resurrección y resucitación de palabras que no deberían morirse para denunciar a una ultraderecha amamantada en el nacionalcatolicismo, la posverdad y las nuevas formas de comunicación y conformación del pensamiento como café soluble instantáneo. Entonces llegó la peste y empecé a tejer una crisálida para proteger mi libro, mi pensamiento, mi humanidad, mis amapolas.

4. Para proteger todo eso olvidé precauciones y abrí ventanas indiscretas —no era la primera vez, que nadie se escandalice—: desoí los cautos consejos de mi amigo Isaac Rosa y quité la tirita que cubría el ojo de la cámara de mi portátil; me hice de una plataforma digital para acortar la longitud de las horas de nidificación; di permiso a casi todo en el móvil —¡geolocalizada!— y me abrí una cuenta en una red social: un poeta asturiano, pausado y analógico, me dijo que así mi libro quizá no moriría.

5. Comenzó para mí un periodo de actividad frenética, contradicción vital y contractura. Gimnásticamente y con mala conciencia, empecé a usar zoom, ziim y zaam, jutsi y mitsu, gori, gori, directos y reels para participar en clubes de lectura, presentaciones, entrevistas virtuales… Por favor, por favor, que mis amapolas no se mueran. Recé al algoritmo para cagarme en sus épicos inventores masculinos de garaje. Fui una escritora, comida por la incertidumbre, que no supo aprovechar la morbosa congelación del tiempo para relajarse y escribir una gran obra. De-fi-ni-ti-va. Perdí la calma y la dicción —¡eso nunca!—. Fui un colibrí con tantas pulsaciones por segundo que ningún pulsómetro podría computarlas. Fui, otra vez, la trabajadora autónoma de Clavícula —por cierto, cuánto se indignan los próceres del fuego amigo cuando una mujer confiesa sus vulnerabilidades, se siente parte, visibiliza su miedo y sus antítesis, sus enfermedades sistémicas, quiere paliarlas—, pero ahora había caído en una red de afectos que satisfacía una parte volátil de mi naturaleza adictiva. Los afectos fantasmagóricos se metamorfosearon en algo tangible cuando las amapolas llegaron a las cuatro ediciones y una lágrima corrió, incrédula y agradecidamente, por mis mejillas. Sentí el agridulce tecnológico en el cielo del paladar.

6. Parte de mí es la cápsula protectora de pequeñas mujeres rojas. Los directos de Instagram fueron adquiriendo la textura de un diario de pandemia. Constataban un estado de ánimo cambiante. La mujer que escribe deja abiertas las ventanas, reales y virtuales, para que por ellas entren: el horror de una realidad sanitaria y económicamente enferma —ya lo estaba antes del advenimiento del virus—, las pistas de hielo reconvertidas en morgues, los ancianos agonizantes en las residencias que no son transferidos a las UCI, el cansancio del personal sanitario, los respiradores y la gente que muere sola mientras una lagarta de gila presidencial vocifera, como reina de corazones, “Yo hago lo que me da la gana” y es jaleada, vitoreada, elevada al altar por aquellas y aquellos a quienes más tarde o más temprano cortará la cabeza… Tendemos a través de los balcones el hilo de los aplausos y yo tiendo otro hilo: el de una bobina blanca guardada en el costurero de mi abuela Juanita, que es parte de mí y parte de mí hacia vosotras para recuperar la necesidad de la alegría y constatar que la alegría no es ñoña ni rosa ni un tentáculo de ese pensamiento positivo, tan instagramero, en el que yo soy timonel de mi propia vida reducida a fotogenia, así como responsable única de mis triunfos y fracasos. “¿Y el sistema qué?”, como canta la canción. Y el espejismo —espejuelo baratija— de la igualdad de oportunidades qué. Usé Instagram a lo largo de estos meses como vehículo de promoción y diario de pandemia con el convencimiento de que yo soy nosotras o muchas de nosotras, y de que es necesario organizar comunidades para resistir y resistirse. Que la autobiografía puede ser un género político. Perdón por la soberbia y por este sentido del humor tan poco femenino. Por esta desnudez con las chichas colgando.

7. Me cosifico en las redes con la conciencia de que no soy libre. No soy gilipollas. Ni siquiera tan cínica. Me cosifico en las redes porque quiero hablar a través de los libros y quizá, más tarde, en lugares sin wifi. Incurro en la pequeña ambición experimental de canibalizar un medio en el que lo personal es muy político. Para mal y para bien. Las cosas pequeñas del encierro, observadas tras la lente del microscopio, se convierten en madrigueras de Alicia, alephs de chiscón, casas agrandadas en el reflejo especular, magníficos macarrones con tomate pasados por un filtro Lo-Hi que hace de ellos alimentarias flores radioactivas.

8. No usé Instagram para hermosear lo sórdido ni abrí mi casa como muestra de ejemplaridad: usé la escritura, combinada con la imagen, y el pentimento de las presencias de la red, para sobrevivir y representar una vida que eran muchas. En la literatura —incluso en la autobiográfica— no importa el natural del que se copie, sino el modo de representación que se use para conformar ese natural. El estilo es ideológico y esa parodia de la red, temible e imprescindible en el encierro, me pareció el modo más radical de búsqueda: que la memoria no se redujese a nostalgia, sino a fuerza para superar y entender el presente. Un hombre lee ataviado con una camiseta que dice I am a hipster mientras una gata salvaje posa desde el filo de un sillón. Podéis poner el ojo en la mirilla de esta casa que yo escribo —la casa escrita no es exactamente la casa— y os podéis compadecer de mi alocado proyecto caníbal de la red de redes y las coliflores de Instagram. Por el camino, alguien se habrá comido mis riñones al Jerez y mi lengua de vaca.

9. Parte de mí es un canto a la cordialidad, a la necesidad de las personas que están al otro lado. En Parte de mí, en su retorcimiento del concepto comunicativo y la perversión publicitaria de las redes, en la conciencia instantánea —peligrosísima en su visión deformante y en sus precipitaciones— del espacio de recepción, he hecho mi primer intento serio de literatura popular. Una mujer dentro de su casa y de su tripa busca el fuera para iniciar una conversación que exceda los límites del cenáculo literario. Puede que me castiguen por ello.

Bakunin en el trullo

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10. Lo intangible, líquido y digital se han concretado en un objeto, se han solidificado y hecho materia analógica: lo que importa es la carne —en la que habita el espíritu, faltaría más— y no utilizar el estilo para transformar en fotogénicos ni el estupor ni la precarización de lo público ni las colas del hambre. Me rebelo contra el colorín del pobre —y de la pobra—. Volveré a colocar cada tirita donde haga falta en la recuperación de la salud y las buenas costumbres. En cuanto estemos vacunadas, renuncio a la geolocalización.

*Marta Sanz (Madrid, 1967) es escritora y autora de libros como ‘Clavícula’, ‘Farándula’ y ‘Lección de anatomía’. ‘Parte de mí’ es su último experimento literario y, al igual que el resto de su obra, está publicado en Anagrama.

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