Detrás del telón
Conservar hoy para no restaurar mañana
Lejos del característico estucado naranja de sus salas, en las tripas donde trabajan cada día gestores y administrativos, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza se parece mucho a cualquier otra oficina del mundo. Tabiques grises, cristaleras, moqueta. Teléfonos que suenan y teclados que pulsan unos dedos más o menos impacientes. Pero flanqueada por una, dos puertas de emergencia, cruzando un pasillo minúsculo, se encuentra una las estancias más nobles de la pinacoteca madrileña. No hay paredes estucadas, pero sí luz natural que se desploma desde las claraboyas abiertas en el techo y se filtra a través de la fachada translúcida. Las mesas y los ordenadores solo ocupan un rincón del espacio, y el resto —techos altos, grandes superficies de trabajo— es un verdadero taller. Estamos en el departamento de Restauración del Thyssen, que inaugura la sección en la que, a lo largo de julio y agosto, infoLibre se acerca a los trabajos que sostienen la cultura sin llevarse casi nunca los aplausos.
Es cierto que, de vez en cuando, los restauradores del museo se ponen bajo los focos. Por ejemplo, con la campaña de micromecenazgo en la que se invita al público a sufragar la puesta a punto de La Plaza de San Marcos en Venecia, un óleo pintado por Canaletto en 1723. La pinacoteca ha dividido figuradamente la obra en mil partes que pueden ser apadrinadas por un mínimo de 35 euros. El mecenas puede elegir, además, qué sección del cuadro quiere contribuir a restaurar. La campaña se ha demostrado un éxito, alcanzando 31.700 euros de los 35.000 que se proponía recaudar. Aunque hay un pequeño imprevisto: las donaciones se han frenado desde que las únicas secciones que quedan libres son de un luminoso cielo azul... Se complete el puzle o no, el Canaletto llegará a este luminoso taller en 2019 y permanecerá en las manos de sus trabajadores durante unos ocho meses.
No es, claro, la única restauración famosa de la que se hacen cargo. La Santa Catalina de Alejandría, de Caravaggio, reposa sobre un caballete esperando la mano de Ubaldo Sedano, director del área. También pasó por aquí El Paraíso, de Tintoretto. Y otras obras que, más que necesitar un lavado de cara, se prestaban a un estudio minucioso gracias a técnicas como los rayos X, ultravioletas o infrarrojos o la fotografía especializada. Es el caso de Arlequín con espejo, de Picasso, o Retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio. Pero el día a día de los ocho empleados del área —entre ellos, cuatro restauradores, un químico y una fotógrafa— y de sus colaboradores externos tiene poco que ver con la pompa que rodean las restauraciones de grandes obras de arte. "La gente se queda siempre con la cara visible de la restauración, pero un cuadro lo es por delante, por detrás y por el medio", objeta Enrique Rodríguez de Tembleque, parte del equipo y el cicerone de esta visita. "Eso, la gente no se da cuenta de que existe".
La restauradora Marta Palao trabaja sobre Retrato de un hombre con documentos (1655), de Bartholomeus van der Helst.
Para empezar, no todo el trabajo sucede delante de un caballete. "Hacemos mucho papeleo", admite el restaurador. Cada vez que un museo pide una obra en préstamo, hay que realizar un informe para determinar si el cuadro está en condiciones de viajar, si se debe realizar un montaje nuevo o si requiere de condiciones especiales. El documento que detalla el estado del lienzo será la garantía, más tarde, de que el prestatario ha cumplido con sus compromisos... pero igual ocurre al contrario: cuando el Thyssen recibe una obra de fuera, su equipo de conservación es responsable de analizarla para asegurarse de que no hay daños previos a su llegada y de que no ocurra ninguno durante su estancia. Toda esta burocracia a priori tan poco atractiva es lo que hace posible el mantenimiento controlado de las obras, y el sistema, explica Rodríguez de Tembleque, evita más de un disgusto. Eso no quita que se queje —apenas— de no poder pasar el suficiente tiempo con las obras que les esperan en el taller.
Una vez allí, tampoco es todo adecentar Caravaggios y devolver el brillo a Canalettos. "Nuestra política es la de la mínima intervención", cuenta nuestro guía. "Un cuadro no es necesario agotarlo a base de restaurarlo. Solo se restauran los que han perdido la calidad estética o de materiales. Si no, acondicionamos bien la obra y la preparamos para que no envejezca y no sea necesaria una futura restauración". La mayor gloria de un restaurador no sería, entonces, rehabilitar una gran obra de arte, sino asegurarse de que sus sucesores no tengan que hacerlo. Una parte clave de esto es el correcto montaje de los lienzos sobre sus marcos. Lo más importante, señala Rodríguez de Tembleque, es crear un espacio estanco entre el cuadro, el material transparente que lo protege —nunca cristal, que podría rasgar la tela si hubiera un accidente— y las traseras. No es una tarea fácil. Las distintas capas se separan con delicadeza —y es preciso adaptar al milímetro los materiales al marco— y se aislan completamente del exterior. Entre una capa y otra, gel de sílice: el mismo que, en pequeñas bolsitas, se usa para proteger mochilas y calzado de la humedad.
Siguiendo esa filosofía del prevenir en lugar de curar, la fotógrafa Hélène Desplechin exhibe la utilidad de su trabajo. Toma imágenes de los óleos en altísima definición, en un gran estudio —para dar cabida a los grandes formatos— situado en otra planta, y de esa manera son capaces de detectar amenazas imperceptibles para el ojo humano. Muestra en la pantalla de su equipo, un ordenador que parece tener potencia para echar a volar sobre Madrid, las más de 100 tomas que ha realizado del pequeñísimo Retrato de un hombre a la edad de cuarenta y dos años, de Gerard ter Borch, que mide apenas 24,1 por 19,3 centímetros. Desplechin amplía la imagen y se observa con facilidad cada pequeña pincelada. "¿Ves? Está perfecto", dicen los trabajadores. Ahora muestra el hermano de este lienzo, Retrato de una mujer a la edad de treinta años, del mismo formato y, presumíblemente, época (en torno a 1652). La ampliación revela que el óleo está completamente craquelado. Desplechin sonríe, triunfante: sin sus lentes, los restauradores ni siquiera habrían sabido que aquella miniatura necesitaba su atención.
La niña que encandiló a Hollywood
Ver más
En una esquina del estudio, la restauradora Marta Palao se pelea con Retrato de un hombre con documentos (1655), de Bartholomeus van der Helst. Palao cuenta que, en este caso, no hay solo un problema de oxidación del barniz: en algún momento de la vida del lienzo, sufrió una restauración muy agresiva que repintó el cuerpo del modelo, perdiéndose por el camino los detalles de su vestimenta. "Estas intervenciones nos pueden parecen nocivas", cuenta, "y desde luego no es lo que haríamos hoy, pero hay que pensar en que se trataba de garantizar la supervivencia del cuadro, y eso lo han conseguido". Bastoncillo de algodón en mano, Palao lucha por descubrir, en esa masa negra, la manga de la túnica, su abotonadura. Bajo su mano, la imagen va ganando volumen como por arte de magia.
Rodríguez de Tembleque habla con orgullo de las distintas maravillas de su departamento: el laboratorio químico integrado; el filtrado del aire que, conectado al servicio de información del Ayuntamiento, se activa en distinto grado según la contaminación madrileña; la cámara de envejecimiento, que testa la resistencia de unos materiales que deberán durar décadas o siglos; la cámara de barnizado, que permite realizar esta labor en un medio cerrado; la ventaja de ser la única estancia que conecta, gracias a un montacargas, con las distintas salas del museo... No le importa ser anónimo, que cuando el visitante se pare delante de un cuadro ignore su trabajo. Al contrario. "Nadie te aplaude, y eso es mejor. Que nadie te conozca. Porque, cuando un restaurador sale en algún sitio, con frecuencia es porque algo ha hecho mal", dice, con la voz de la experiencia. "Si no, dime el nombre de un restaurador que haya sido grande en España". El lector quizás pueda ahora nombrar a alguno.