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Los dibujos son para el verano: Studio Ghibli, Disney y los efímeros buenos tiempos de la niñez

Phineas y Ferb

Mamoru Hosoda es tecnooptimista hasta el punto de pensar Internet como un verano eterno. A lo largo de su obra, el cineasta japonés ha puesto en pie varios mundos virtuales donde sus usuarios navegan a placer dejando alegremente atrás sus vidas físicas, sin asomo de reproche en la mirada. U y OZ son espacios donde todo es posible, donde los avatares de los navegantes conviven en una armonía casi completa, sin las penosas ataduras del mundo real. Un lugar de recreo, de libertad y derechos sin deberes, cuyo parentesco interiorizado con el periodo estival se atisbaba desde el mismo título de una de sus películas, Summer Wars. Las Guerras del Verano. Estrenada en 2009, cuando la euforia con la que el mundo había recibido Internet estaba más que diluida en la crisis económica y apenas quedaban meses para que David Fincher estrenara La red social.

Mientras que Belle nos presentaría U en 2021 planteando una curiosa revisión de La bella y la bestia, las Guerras del Verano tenían lugar en el mágico mundo de OZ. O no exactamente. La gran originalidad de Summer Wars estriba en el costumbrismo con el que se plantea la existencia de esta realidad virtual, colindante al enamoramiento de un tímido estudiante, Kenji, por una compañera de clase llamada Natsuki. Por un cúmulo de circunstancias, Kenji termina en el pueblo natal de Natsuki haciéndose pasar por su novio y conociendo a toda su familia, los Jinnouchi. Hosoda muestra mayor interés en las dinámicas de este clan que en las particularidades de OZ, al percibirlo únicamente como una fértil extensión de esos vínculos. Los Jinnouchi, junto al nuevo miembro de su familia, se ven involucrados en una batalla contra un virus que amenaza OZ, virando el film de la comedia rural de enredo a Ready Player One de una forma mucho más orgánica de lo que pudiera parecer.

El anime parece especialmente apropiado para hacer brillar el verano. Pocas veces es tan bonito el verano como cuando se ocupa de él la animación japonesa

Tal es el genio de Hosoda, pero sobre todo tal es la capacidad de la animación. Solo en este medio podría hallar la convicción necesaria para poner en imágenes sus pensamientos. Esa certeza a contracorriente en que los mundos virtuales no son más que reverberaciones de nuestro mundo, llenos de posibilidades infinitas y, por qué no, emancipatorias. Es muy útil, por todo ello, que el mismo músculo técnico que muestra un verano en el pueblo como un festín visual de primer orden se emplee para diseñar la Red, fortaleciendo esta unión conceptual a partir de algún que otro sobreentendido desde Occidente: el anime parece especialmente apropiado para hacer brillar el verano. Pocas veces es tan bonito el verano como cuando se ocupa de él la animación japonesa.

Quizá sea solo una pretensión 'exotizante', pero lo cierto es que la cinematografía de Japón, por sus particularidades históricas, ha tratado con gran atención la dialéctica campo/ciudad. En esta dialéctica que asume el éxodo rural, los colores melancólicos del campo son similares a los de un verano que se recuerda con aguijoneante nostalgia. Pensamos en los colores de Studio Ghibli, profundizando un poco más en una de sus grandes obras maestras: Recuerdos del ayer, dirigida por Isao Takahata en 1991. Taeko es una mujer de 27 años que vuelve a Yamagata, el pueblo de su infancia, gracias a un permiso de vacaciones de verano. El contraste con su vida actual es brutal, por la distancia geográfica y emocional que entabló con sus orígenes desde la madurez en Tokio.

Los bellísimos créditos finales de esta película solo podrían funcionar así de bien a través de lo animado: en el tren de vuelta a la ciudad, Taeko es asaltada por las imágenes de sus antiguos compañeros de colegio y una versión infantil de sí misma. Todos le animan a quedarse en Yamagata y a aprovechar para confesarle sus verdaderos sentimientos a su primer amor. Así que Taeko vuelve, y en su decisión la experiencia veraniega no solo se funde con la añoranza rural o el inventario de lo que perdimos al mudarnos a las ciudades: también con el anhelo de regresar a la infancia. Un anhelo que podría perfectamente mover a todos los animadores del mundo, a esos primeros garabatos en el cuaderno que se acabaron convirtiendo en sofisticadas máquinas del tiempo.

“Y tú, ¿por qué no lloras?”: cuando el cine destruye los infinitos veranos infantiles

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El verano está irremediablemente conectado a la infancia. Como durante la mayor parte de su historia, a nivel industrial, la animación también lo ha estado, nos topamos con un triángulo perfecto cuyo vértice se disputaría la propia Ghibli con, evidentemente, Disney. La animación de la Casa del Ratón ha fundido el verano y la infancia en un solo imaginario, con obras tan sintomáticas como Lilo y Stitch —ambientada en Hawái, donde siempre es verano— o la serie Phineas y Ferb, cimentada sobre el pitch definitivo: la integridad de episodios se ambienta en las vacaciones de verano de los niños protagonistas, y cada uno de ellos se ocupa de un proyecto descabellado que montan en el jardín de su casa. Un proyecto que nunca irá más allá de ese capítulo.

Phineas y Ferb conecta, pues, el verano con lo efímero, con la figura del castillo de arena que mencionaba Ignacio Pablo Rico al abordar una película reciente de Pixar, Luca. “El castillo de arena, bello y efímero, es el símbolo perfecto de una estación en la que se celebra la fugacidad e irrelevancia de los actos como si se fuese a vivir para siempre”, escribió este crítico. El castillo de arena simboliza esa “temporalidad única” que abraza por completo el film de Enrico Casarosa. La trama se sitúa en el verano de un pequeño pueblo italiano al que han ido a parar los protagonistas, dos niños-sirena llamados Luca y Alberto, en busca de aventuras. Como bien señala Rico, bajo el mar, de donde vienen los chavales, no se notan las estaciones. Nunca es verano. Hay que subir a tierra firme para experimentarlo, y que el tiempo transcurra perceptiblemente.

El tiempo se llevará consigo el castillo de arena, las invenciones de Phineas y Ferb, los devaneos infantiles de Taeko. Pero con un poco de suerte dejará un rastro, un recuerdo al que volver en tiempos venideros. Por mucho que Hosoda firme grandes películas desde esa insistencia, los veranos no pueden ser digitales, ni mucho menos eternos. Es más, la idea de un verano eterno es contradictoria en sí misma, porque los veranos son como la infancia: tan anclados al presente inmediato que la única forma de pensarlos es desde un recuerdo adulto que todo lo magnifica. Y, de cara a magnificarlo, nada mejor que esa animación que preferimos destinar al público infantil para no enfrentarnos al hecho de que, como el verano, nosotros también somos efímeros.

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