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'El gran masturbador', la ventana indiscreta al universo sexual de Dalí
Abrir una ventana a la concepción del sexo que tenía Salvador Dalí es, fuera de toda duda —y de esto han corrido ríos de tinta—, abrir una ventana a lo desconocido. Se sabe poco de la vida sexual del pintor catalán. Pepín Bello, amigo suyo y compañero en la Residencia de Estudiantes, decía que “tenía la misma sexualidad que el pico de una mesa”, haciendo referencia a una supuesta asexualidad. Sin embargo, es por todos conocida la relación, cuando menos de admiración mutua y casi obsesión, que conectó al artista con el poeta Federico García Lorca, al que también conoció en la Resi. La incógnita, como casi todo entorno a la figura del pintor, probablemente no se disipará nunca, pero, aunque tenga algo de paradójico, a sus 25 años pintó un cuadro, El gran masturbador (1929), que, de entenderse como autobiográfico, da algunas pistas acerca de sus sensaciones sexuales a los 25 años. “Entra en escena Gala”, apunta la historiadora del arte Sara Rubayo, “a quien Dalí había conocido un verano en Cadaquès (Girona)”. En la pintura, que, hoy por hoy, se entiende como bautizo de Dalí en la corriente surrealista —y que puede visitarse en el Reina Sofía—, aparecen multitud de símbolos que aluden al sexo, a sus miedos y, cómo no, a sus sueños y pesadillas.
“Gala era la mujer del poeta francés Paul Éluard”, continúa Rubayo. Dalí había invitado a su casa de Cadaquès al director cinematográfico Luis Buñuel, con quien también coincidió en la Residencia de Estudiantes, y a su amigo Éluard, que acudió a la cita con Gala. “El joven pintor quedó totalmente prendado de ella y viceversa”, apunta. En poco tiempo, Gala cortaría con el poeta y pasaría el resto de su vida con Dalí, aunque la relación entre los dos fue poco convencional. “Salvador amaba a Gala por encima de todas las cosas”, subraya la historiadora del arte, “pero, aun así, parece que mantuvieron una relación abierta y que ella se refugiaba en los brazos de otros jóvenes”. Según lo describió Carlos Lozano, amigo íntimo del pintor, Dalí era “un voyeur, un masturbador y un pervertido”. Así puede leerse en Sexo, surrealismo, Dalí y yo. Las memorias de Carlos Lozano escritas Clifford Thurlow. Visto lo visto, es evidente que es complejo definir la sexualidad de Dalí, pero, afortunadamente, podemos analizar cómo la pintó.
En El gran masturbador aparecen dos grandes fisonomías humanas. Una, un autorretrato con gran nariz mirando hacia abajo. No le pintó boca, pero sí un gran saltamontes con las tripas descompuestas a las que habían acudido las hormigas, “un insecto que fascinaba a Dalí y que era, para él, símbolo de la putrefacción”, señala Rubayo, que incide en las contradicciones que pudo tener el pintor entorno al sexo, que, por un lado, le provocaba un cierto rechazo debido a la presión paterna en su juventud —su padre insistía en la precaución para no contraer enfermedades venéreas e, incluso, le mostraba fotografías de los casos más extremos— y, al mismo tiempo, esa curiosidad de la que hablaba su amigo Carlos Lozano. La presión que emanaba la figura paterna la vemos, también, en el anzuelo que cuelga de su cabeza, “y que representa la atadura a su familia, convencida de que lo mejor era retenerlo a su lado y encauzarlo, casi por vez primera, en una vida tradicional que él rechazaba por completo”.
El segundo de los retratos es, con toda probabilidad, el de la propia Gala. “De la parte final del rostro de Dalí”, explica Sara Rubayo, “en lugar del cuello, surge un busto femenino y sugerente con los ojos cerrados junto a la entrepierna de un cuerpo masculino, en una clara alusión sexual”. Al lado florece un lirio, un símbolo de pureza que ha dado pie a diversas interpretaciones: ¿quiere decirnos Dalí que la masturbación es la forma más pura de la sexualidad, o simplemente representa a Gala como máximo atributo de pureza?
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“En este lugar privilegiado, casi se tocan la realidad y la dimensión sublime”, escribía Dalí en referencia al Cadaquès (Girona), donde pasó los veranos desde su infancia: “Mi paraíso místico comienza en las llanuras del Empordà, lo rodean las colinas de las Alberes, y llega la plenitud en la bahía de Cadaqués. Este país es mi inspiración permanente. También, el único lugar del mundo donde me siento querido. Cuando pinté aquella roca que titulé El gran masturbador, no hice nada más que rendir homenaje a uno de los jalones de mi reino y mi cuadro era un canto a una de las joyas de mi corona”. Por su parte, las conchas y los pequeños guijarros aluden a la playa y a sus paseos con Gala, pero también a su niñez; el pequeño león es la sexualidad y el deseo (contrapuesto al saltamontes y las hormigas) y su lengua es un símbolo fálico; las pestañas largas y los ojos cerrados nos hablan de los sueños y, por tanto, del surrealismo, cuyas bases había sentado André Breton en un manifiesto algunos años antes. En la misma línea, las pestañas de colores son la fantasía y la propia conciencia surrealista. Tampoco hay que perder de vista la figura solitaria que camina detrás de la escena, que sitúa al pintor como alguien sin rumbo fijo, casi tambaleándose si no fuera por la roca antropomorfa, una representación de Gala que le sirve como punto de apoyo y le provee de fortaleza y estabilidad.
Pero todo ese torrente de símbolos hay que entenderlos como un todo. “No debemos perdernos en ellos”, resuelve Rubayo. “El horizonte”, completa la historiadora del arte, “impide que nos encontremos ante un cajón desastre de miedos y fobias. Dalí nos plantea los problemas sobre un paisaje estable, bien iluminado, pero con grandes sombras”.
El gran masturbador, una pintura de Salvador Dalí