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2022, a ritmo de utopía

El artículo de hoy va de citas, que creo expresan mejor que mis argumentos los sentimientos, actitudes, deseos y propósitos ante lo que convencionalmente llamamos nuevo año o año nuevo. Es así como quiero ofrecer mi idea del tiempo y poner en duda lo que a priori se considera nuevo, que solo lo será dependiendo de nuestro compromiso de no reproducir miméticamente el pasado con sus errores y aciertos, y de mirar al futuro.

Pero la mirada al futuro no puede hacerse a través de un acto de confianza ciega o de optimismo ingenuo que no sopesa los riesgos, ni conoce los problemas, ni tiene en cuenta los avatares de la vida cotidiana, ni repara en las trampas que nos tiende el sistema casi siempre de manera sibilina y, muchas veces, sin ser conscientes de ellas. Debe hacerse activando la esperanza como principio, como virtud del caminante consciente de las dificultades del camino, e incluso de los fracasos posibles o reales, de los que la esperanza puede salir fortalecida.

Es la docta spes (esperanza inteligente), como la llama el filósofo alemán de la utopía Ernst Bloch, que escribiera El principio esperanza (Trotta, 3 volúmenes, 2004-2077), sin duda el mejor y más completo viaje por tierras utópicas que yo he recorrido y la más lucida fundamentación del pensamiento utópico.

Lo que llamamos año nuevo suele ser con frecuencia la repetición mimética del anterior, más de lo mismo, sin apenas novedad, con los consiguientes tropiezos en la misma piedra, sin apenas haber aprendido nada del pasado. Solemos comenzar el año bajo la filosofía acomodaticia y estática que se rige por un principio que pareciera inamovible: “las cosas son como son y no pueden ser de otra manera”. Una filosofía que viene a negar la dimensión histórica de nuestra existencia y el carácter utópico y proyectivo de la humanidad y del cosmos.

Esta filosofía es desmentida por la propia constatación de que las cosas no son como son, sino que son construcciones humanas, que lo mismo que las hemos construido podemos deconstruirlas y cambiar de rumbo la historia y nuestra vida. En ese sentido tiene razón Bloch cuando afirma: “Si la teoría no está de acuerdo con los hechos, peor para los hechos”. Para que el 2022 sea realmente nuevo no basta afirmarlo con fórmulas ya hechas que repetimos cansinamente y sin siquiera intención de cambiar nada. Es necesario cambiar de rumbo, desarrollar la imaginación, pensar el futuro creativamente.

Desde hace varios lustros acostumbro a felicitar cada año que comienza con la palabra “esperanzador” porque creo que es la que mejor refleja mi manera de concebir y de vivir el tiempo, aunque a veces se me cuela el adjetivo “feliz” en respuesta a quienes me lo desean. Ofrezco a continuación una reflexión sobre el tiempo en clave de utopía siguiendo los diferentes géneros literarios, sobre todo filosofía y poesía, que desembocan en la construcción de “otro mundo posible”.

Gabriel Marcel definió al ser humano como homo Viator; Bloch como homo Utopicus, Carlos París como Ser proyectivo y yo como Ser-en-esperanza. Ciertamente, la esperanza es una determinación fundamental de la realidad objetiva, el rasgo fundamental y constitutivo de la conciencia humana y el principio presente en el proceso del mundo. Lo expresa con un rico y expresivo lenguaje Ernst Bloch al comienzo de El principio esperanza. La realidad es proceso y se encuentra en constante mutación, en permanente recreación. La materia no es algo inerte, sino que posee su propio e interno dinamismo, reconoce Bloch siguiendo el pensamiento de la izquierda aristotélica. “También la materia tiene su utopía”, afirma Bloch, quien se refiere en varias ocasiones al arco utopía-materia.

Pero quizá el aspecto más original del pensamiento de Bloch es que no disocia de manera dualista, como suele ser frecuente, razón y esperanza, situando a la primera en las cumbres del pensamiento abstracto ni a la esperanza en un futuro celeste inalcanzable, sino que establece una relación intrínseca entre esperanza y razón: “La razón no puede florecer sin esperanza, la esperanza no puede hablar sin razón”. Mejor y más precisa formulación, imposible. 

La utopía es la que marca el horizonte a seguir sin que nunca llegue a alcanzarse plenamente, dada la precariedad de los seres humanos (Judith Butler) y la frágil piel del mundo (Jean-Luc Nancy, Joan-Carles Mèlich), pero sí podemos aproximarnos más a ella con la acción bien guiada, es decir, con una praxis transformadora. Lo expresa dialécticamente Eduardo Galeano, inspirándose en Fernando Berri: “Ella está en el horizonte —dice Fernando Berri—. Me acerco dos pasos, y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve… para caminar”.

Antonio Machado introduce un matiz nuevo. La utopía no solo  sirve para caminar, sino para hacer el camino, para crearlo mientras se anda. La senda no existe, el trazado del camino ni siquiera está diseñado, tenemos que diseñarlo nosotros y nosotras. Llegar o no a la meta depende de nuestro trazado del camino. Y es la huella la que hace el camino: “Caminante son tus huellas el camino y nada más. Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. El estado natural del ser humano no es asentarse en un lugar fijo, instalarse cómodamente en la realidad, sino el éxodo permanente, la itinerancia, la caminada, y hacerlo juntos en actitud de co-esperanza, como afirma Pedro Laín Entralgo.

La utopía no solo sirve para caminar, sino para hacer el camino, para crearlo mientras se anda. La senda no existe, el trazado del camino ni siquiera está diseñado, tenemos que diseñarlo nosotros y nosotras

La contemplación es un estado de ánimo placentero, el ascenso a las alturas donde se encuentran el cielo y la tierra constituye una inenarrable experiencia estética, disfrutar de la sabiduría del cosmos produce una sensación de plenitud. Así parece reconocerlo Walt Whitman, quien, a su vez, alerta de la necesidad de no quedarse en esas sensaciones por muy profundas, sino de continuar la ruta: “Antes del alba, subí a las colinas, miré los cielos apretados de luminarias y le dije a mi espíritu: cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos?”. Y mi espíritu dijo. No, ganaremos esas alturas para seguir adelante”.

En una generosa reseña de mi libro Invitación a la Utopía. Estudio histórico para tiempos de crisis  (infoLibre , 11 de agosto de 2013), Luis García Montero afirmaba que “el descrédito del futuro, la sospecha que desata cualquier ilusión alternativa, sirve para cancelar el pasado e imponer una parálisis en la precariedad del presente. Nos acostumbran a convivir con la injusticia”. Renunciar a la utopía —seguía diciendo— “supone que la abandonemos en manos de la injusticia”. Sin embargo, mirar al futuro, pensar el futuro, “se convierte en un compromiso con los otros, con los seres humanos que han sufrido y que sufren la injusticia social”.

También la Biblia hebrea invita a caminar en dirección a la utopía de un nuevo cielo y una tierra nueva, que comporta una transformación total de nuestro entorno. El Dios de Israel no mira al pasado con añoranza y con el deseo de repetirlo, sino al futuro con la intención de hacerlo todo nuevo: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando; ¿no lo notáis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo” (Isaías 43-18-19).  

Termino ya, y lo hago con la pregunta que reiteradamente me ha hecho mi gente amiga estos primeros días de 2022: ¿eres optimista o pesimista, utópico o distópico? Mi respuesta es una afirmación que he tomado prestada de mi entrañable amigo y maestro el científico social Franz Hinkelammert y que sigo manteniendo por muy contradictoria que parezca —es casi un oxímoron—: soy un “pesimista esperanzado”. ¿Cómo?, me vuelven a preguntar ante tan desconcertante respuesta.  

Sí, soy pesimista… porque la dura realidad no da para ser optimista. Estamos sometidos a una serie de sistemas de dominación, capitalismo, patriarcado, colonialismo, fundamentalismos, aporofobia, supremacismo, racismo social y epistemológico, imperialismo, occidentalismo, que se apoyan y refuerzan con el objetivo de disuadirnos de seguir el camino de la utopía, de robarnos la esperanza y, sobre todo, de robársela a las personas y los colectivos empobrecidos, que es posiblemente el mayor acto de latrocinio que comete el neoliberalismo y que puede llevarnos a un fatalismo histórico del que resulta difícil recuperarnos.

Pero al mismo tiempo soy esperanzado. El pesimismo de la realidad no me lleva a cruzarme de brazos, a permanecer inerte, sino que me induce a actuar, y la acción, bien guiada, como dije, es ya de por sí, independientemente de su resultado, una respuesta al pesimismo ambiente. Y si la acción fracasa, me espolea todavía más si cabe. Coincido con Antonio Gramsci cuando habla del “pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad” y con José Carlos Mariátegui, que se refiere “al pesimismo de la realidad y al optimismo de la acción”.

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Juan José Tamayo es teólogo, emérito de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de: Invitación a la utopía. Estudio histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2016, 2ª ed.); Religión, razón y esperanza. El pensamiento de Ernst Bloch (Tirant, 2015); ¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías? (Biblioteca Nueva, 2020, 4ª ed.) 

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