Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Nostalgia de la URSS
A principios de junio de 1962, Otto Preminger estrenó Tempestad sobre Washington, película que se convertiría en un clásico del cine político por retratar con crudeza lo que eran las tripas del sistema político estadounidense. Aunque, probablemente, muchos de ustedes la hayan visto, les pongo al tanto del argumento, ya que, dejando a un lado el placer de recordar una buena historia, muy probablemente les resulte familiar si han estado al tanto de la actualidad internacional estas últimas semanas.
Robert Leffingwell es propuesto por el presidente norteamericano para secretario de Estado, nuestro equivalente a ministro de Exteriores. Leffingwell, un intelectual progresista dentro de lo permitido por los cánones del país en la época, es interpretado por Henry Fonda, lo que acaba de situarlo en pantalla como un hombre pausado, inteligente y reflexivo, algo que contrasta con su adversario, el senador sureño Cooley, encarnado por un Charles Laughtnon sentencioso, tradicionalista y de verbo tan fluido como tramposo que, en el comité preceptivo a su investidura en el Senado, investiga el buen nombre de quien se va a convertir en el representante de los EEUU para el extranjero.
Cooley, obeso y sudoroso, enfundado en un traje blanco de propietario algodonero, es alguien que parece estar fuera de época y lugar en el vibrante escenario capitalino, pero que sin embargo se mueve como un sigiloso siluro en las procelosas aguas de la política donde todo vale. Intenta confundir las palabras del ponderado Leffingwell delante del comité, haciéndole pasar por un débil hombre avergonzado de los valores de su nación e incapaz de enfrentarse contra la Unión Soviética. El candidato a secretario de Estado, sin embargo, logra aguantar enfrentando las razones de sus argumentos a la manipulación del implacable Cooley, la política constructiva contra la emboscada discursiva.
Leffingwell simplemente plantea que la posición de Estados Unidos respecto a los soviéticos debe ser la de proteger sus valores e intereses, pero premiando de forma inteligente la negociación antes que el conflicto. Cooley, viendo que sus maniobras para desacreditarlo son baldías, recurre a un testigo que acusa a Leffingwell de haber formado parte de una célula comunista en su juventud universitaria. El candidato consigue defenderse y demostrar no sólo las imprecisiones en el argumento del soplón, sino mostrarle como un hombre desequilibrado y poco fiable. El comité pide perdón por haber dudado de la honorabilidad de Leffingwell. Todo parece haber terminado, salvo por un pequeño detalle: Leffingwell sí fue comunista en su juventud, cometiendo perjurio.
A partir de ese punto se desata una verdadera tempestad donde los intereses del presidente se enfrentan a los de algunos senadores, en una guerra donde se utilizan todo tipo de maniobras arteras donde por supuesto cabe el chantaje y la extorsión con la vida privada para hundir la carrera profesional del adversario. Todos se sonríen por los pasillos del Senado, incluso beben juntos y juegan sus partidas de póker. Todos conspiran para, con unas cartas bien diferentes a los naipes, salir victoriosos de la batalla, sin saber ya si están defendiendo unas ideas o simplemente necesitando destruir a otros hombres por la adicción que causa el poder.
En España hemos pasado de considerar a los comunistas como padres de la Constitución a un adjetivo que desde muchas tribunas, incluida la del Congreso, se utiliza como una acusación
De forma muy poco casual, Otto Preminger eligió a un actor, Burguess Meredith, para interpretar al testigo que acusa al personaje de Fonda de comunista, que había sufrido en la vida real al comité de actividades norteamericanas, negándose a delatar a sus compañeros y, por tanto, manteniendo el honor pero viendo arruinada su carrera. La película, basada en la novela escrita por Ian Dury, premiada además con el Pulitzer, recogía trasuntos de distintas personalidades de la época, desde Kennedy a Nixon, tomando como base para el personaje de Leffingwell a Alger Hiss, un alto funcionario que había sido acusado de espía soviético a finales de los años 40. “Los personajes e incidentes retratados son ficticios”, se nos advierte al inicio de la cinta. Todos sabemos que lo que vamos a presenciar es verdad.
El desencadenante para el argumento no es más que el talante dialogante de Leffingwell, una visión humanista de la política que debe transformar en un discurso utilitarista para que el comité del Senado dé su aprobación. Ya no se trata de si es moralmente correcto dialogar antes que atacar, sino que simplemente suele ser más útil y beneficioso. Y esto es lo que el senador Cooley no soporta, no por ser un psicópata adicto a la guerra, sino porque es consciente de que la distensión con la Unión Soviética privará al establishment, del que es fiel representante, de su principal arma de cohesión social interna. Un poder blando para que nadie ponga en cuestión el orden de las cosas ganándose el apelativo de patriota, un poder duro, coactivo, que te podrá mandar a presidio bajo la acusación de espía y traidor sólo por luchar por los derechos laborales y civiles.
Esta semana, salvando las diferencias de época y lugar, no ha sido difícil percibir un cierto aroma macartista en quienes se han situado, desde el primer momento, al lado de los argumentos de la OTAN en la crisis ucraniana. Esa insistencia en calificar de afines a Putin e incluso de nostálgicos de la URSS a quien ha puesto, al menos, algunos peros y ha hecho algunas preguntas sobre el tratamiento militar, político y mediático de este conflicto. Insisto, las diferencias con el Estados Unidos de la Caza de Brujas son notables, pero también con la España de 2003, donde a pesar de lo enconado del debate en torno a la Guerra de Irak, el argumento de situar al crítico como próximo a Sadam Hussein resultaba ridículo. Todo cambia, como parece normal. Algunas cosas no siempre lo hacen a mejor y hoy, determinado tamborileo nacionalista se ha pegado, como el cieno, a las maniobras utilizadas en el debate público.
Al final, creo, sí es cierto que hay nostalgia de la Unión Soviética, pero no por parte de aquellos que en esta crisis mantienen posturas escépticas con la escaleta de la Casa Blanca, sino precisamente por parte de muchos otros que, no sabiendo situar en un mapa a Ucrania hace dos semanas, les late dentro el espíritu de McCarthy, el del Tribunal de Orden Público o el de señalar con el dedito, que es como suelen comenzar estas cosas: gestos en apariencia intrascendentes para ir marcando los límites de lo que se puede escribir, decir y pensar. Quizá les parezca exagerado, puede ser. Quizá, si lo piensan, en España hemos pasado de considerar a los comunistas como padres de la Constitución a un adjetivo que desde muchas tribunas, incluida la del Congreso, se utiliza como una acusación. Claro que hay nostalgia, mucha, de que la narrativa del traidor y el enemigo se asiente como moneda de uso común que pase a la calle. Algunos llevan trabajando desde sus micrófonos muchos años para que eso ocurra.
Cinco meses después de estrenarse Tempestad sobre Washington, en octubre de 1962, estalló la crisis de los misiles en Cuba. Fueron hombres como Leffingwell, en el Kremlin y en la Casa Blanca, los que lograron que aquella crisis no acabara en catástrofe definitiva. Hoy vuelve a haber muchos más como el senador Cooley.
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