Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
Guatemala, S.O.S.
Centroamérica fue uno de los teatros de operaciones más violentos de la Guerra Fría. Durante décadas, los conflictos armados de la región se cobraron centenares de miles de vidas de civiles indefensos sacrificados por la sinrazón de Estado, principalmente en El Salvador y Guatemala, con el propósito de impedir a cualquier precio el triunfo de las guerrillas que replicaban el modelo sandinista de Nicaragua.
Un cuarto de millón de muertos y treinta y seis años después del comienzo de las hostilidades, Guatemala firmó en 1996 unos Acuerdos de Paz modélicos, que sin embargo encontraron escasa aplicación: una cosa es hacer la paz y otra, mucho más difícil, construirla. El conflicto no terminó, solo se transformó. A falta de los consensos necesarios, los crímenes de la guerra quedaron impunes, a pesar de haber sido expresamente excluidos de la amnistía; y los mismos grupos clandestinos provenientes de la inteligencia militar, que se habían infiltrado durante la guerra en el aparato del Estado para controlarlo con fines de contrainsurgencia, siguieron aprovechándose de él en los años siguientes.
Se aliaron para ello con las élites empresariales y los políticos corruptos, convirtiéndose progresivamente en grupos de delincuencia común y finalmente en delincuencia organizada. Una década más tarde, esas redes seguían secuestrando la voluntad de los ciudadanos al tiempo que coexistían pacíficamente con los cárteles de la droga con quienes se repartían el territorio, las instituciones, los servicios públicos y las fuentes de riqueza. El interés común de todos ellos era la preservación del statu quo de impunidad, un acuerdo de protección mutua para mantenerse por encima de la ley.
En 2007, cuando la ONU constituyó, a petición de un gobierno guatemalteco acuciado por los escándalos y la presión de la opinión pública, la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), el país se había convertido en el lugar más violento del mundo. Morían más personas en las calles de la ciudad de Guatemala que en Kabul o Bagdad. Las cifras de homicidios duplicaban las de los tiempos de la guerra. Unidades de élite de la policía cometían sistemáticamente ejecuciones extrajudiciales de pequeños delincuentes, las maras eran dueñas de las prisiones y de las calles del extrarradio, y los empresarios mantenían sus propias estructuras de seguridad resolviendo los secuestros de sus familiares sin hacer prisioneros. El sicariato era un negocio floreciente, y a partir de 300 dólares —la tarifa oscilaba dependiendo de la importancia de la víctima y la capacidad económica del victimario— se podía matar a cualquiera.
La violencia y la corrupción se habían adueñado del Estado y de la sociedad, y el sistema de seguridad y justicia, cooptado por los grupos criminales, se encontraba virtualmente colapsado.
La CICIG, que me tocó dirigir durante los primeros tres años de su andadura, fue recibida con gran escepticismo. Otra misión de la ONU había acompañado previamente al país desde la firma de la paz, y sus esfuerzos no habían logrado impedir el deterioro de la convivencia. Quizá por esa razón, porque nadie esperaba nada de nosotros, pudimos emprender la tarea sin apenas oposición. Fuimos restaurando con paciencia el tejido social e institucional destruido. Formamos abogados, policías y fiscales, creando en la capital tribunales con jurisdicción en todo el territorio nacional y ayudando a seleccionar sus jueces y magistrados. Promovimos la aprobación de las reformas legales indispensables, y aportamos los medios y los equipos técnicos de investigación forense que son habituales en otras latitudes, pero de los que carecían los guatemaltecos. Ayudamos a depurar la policía, el ministerio fiscal y el poder judicial –cinco de los trece magistrados de la Corte Suprema, y dos fiscales generales, fueron separados de sus cargos–. Se consiguió incluso que el gobierno abordase la construcción de una prisión de máxima seguridad que paliara las insuficiencias del sistema penitenciario.
Los resultados llegaron. El presidente Álvaro Colom fue exonerado de una acusación falsa de asesinato que perseguía acabar con el gobierno constitucional. El expresidente Alfonso Portillo fue capturado e inculpado por corrupción cuando estaba a punto de escapar del país por cuarta vez consecutiva, siendo extraditado a Estados Unidos, donde resultaría condenado. Y se llevó ante los tribunales a los intocables, aquellos que hasta entonces se habían sentido por encima de la ley. En tres años se pasó de un 98% de absoluciones a un 100% de condenas en los casos de alto impacto, los más graves de corrupción y delincuencia organizada.
Entonces, la cifra de homicidios empezó a descender; y a los diez años de haberse iniciado la tarea, se había reducido a la mitad. La estimación, en términos estadísticos, es que en ese periodo se salvaron diez mil vidas. Sobreponiéndose al desencanto, la sociedad civil guatemalteca se movilizó para apoyar a la Comisión al comprobar los primeros resultados positivos, sumándose poco a poco al esfuerzo hasta alcanzarse el apoyo del 90% de la opinión pública, según las encuestas de los medios de comunicación. La CICIG es un estado de ánimo, señaló por entonces una analista política. Ese esfuerzo ímprobo estuvo acompañado siempre por la comunidad internacional. Se logró más adelante la inculpación por corrupción del presidente Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti, que fueron destituidos por el Congreso mediante una votación democrática, en medio de una grave confrontación social, pero sin el menor incidente de violencia.
Ninguno de esos logros hubiera sido posible, sin embargo, sin la contribución callada pero decisiva de los policías, abogados, jueces y fiscales guatemaltecos, la mayoría de ellos muy jóvenes, quienes a pesar de los enormes riesgos personales que asumían, se incorporaron con ilusión ejemplar al esfuerzo de convertir a Guatemala en un país con futuro, de construir un modelo sostenible de convivencia en el que las controversias se resolvieran únicamente con las herramientas del Estado de derecho, sin recurrir a la corrupción y a la violencia, superando todas las dificultades del pasado para hacer realidad el sueño de un país mejor. Esos profesionales dedicados recibieron finalmente con humildad el reconocimiento de una sociedad agradecida. Aquella jornada de la destitución de Pérez Molina, las mujeres guatemaltecas emularon a las portuguesas de antaño poniendo claveles en los fusiles de los mismos policías a los que poco antes habían temido y denostado; y a los fiscales les aplaudían en la calle al llegar al edificio de los tribunales.
Desgraciadamente, las buenas obras nunca quedan sin castigo, como señaló Gore Vidal. Los grupos criminales reaccionaron, volvieron a organizarse, promovieron la elección de un humorista sin gracia como presidente, y una vez elegido, no cejaron en sus esfuerzos hasta lograr la desaparición de la CICIG. Bajo la siguiente presidencia, se han neutralizado la Corte Suprema y la Corte de Constitucionalidad.
Los grupos organizados han recuperado el terreno perdido, han vuelto a capturar al Estado, y desde las instituciones están destruyendo de nuevo la democracia guatemalteca levantada con tanto afán, infiltrando e instrumentalizando otra vez el aparato de seguridad y justicia, al que han regresado muchos de aquellos que habían sido depurados, dirigiendo desde él una verdadera cacería contra quienes fueron actores decisivos del cambio.
Dos ex fiscales generales, Claudia Paz y Thelma Aldana, la magistrada Claudia Escobar, el fiscal jefe de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) Juan Francisco Sandoval, y muchos otros fiscales, jueces y abogados han tenido que abandonar el país, amenazados y perseguidos, o están a la espera de recibir asilo o refugio.
En este momento hay cinco ex fiscales y abogadas de la CICIG y de la FECI, todas mujeres, detenidas. Eva Siomara Sosa y Leily Santizo están privadas de libertad desde el 10 de febrero en el centro penitenciario del acuartelamiento militar Mariscal Zavala, sin que se les haya decretado prisión. Pueden ver y escuchar a Leily en este link. Hasta cincuenta antiguos integrantes guatemaltecos de la Comisión Internacional y de la Fiscalía Especial están siendo perseguidos penalmente en procedimientos inquisitoriales promovidos por los mismos individuos, civiles y militares, previamente procesados por ellos, y son víctimas además de una feroz campaña mediática anónima de desprestigio en las redes sociales.
Cuando dejé Guatemala en 2010, expresé a la ONU mi preocupación por el personal de la CICIG y por los policías, abogados, jueces y fiscales que nos habían ayudado. Es preciso —dije entonces— diseñar una estrategia de salida, un plan para el día después, para cuando la Comisión deje de existir. Ya habíamos sufrido intensas persecuciones mediáticas calumniosas, muchas amenazas y algunas represalias, afortunadamente sin consecuencias irreversibles. Cabía prever, sin embargo, que los militares y policías, políticos, funcionarios, profesionales, empresarios e integrantes de los grupos criminales que habíamos procesado, a los que habíamos privado de ese statu quo de impunidad del que habían disfrutado, volverían a intentar apoderarse del Estado de derecho y entonces, desde las instituciones que siempre han considerado su botín de guerra, obtener su revancha.
Es necesario actuar, porque el silencio es cómplice; y hay que hacerlo ya, antes de que la situación empeore más aún. La vida de cualquiera de esos valerosos servidores públicos y operadores jurídicos no vale nada en una prisión de su país
Ese momento ha llegado. El personal guatemalteco que nos ayudó perdió después cualquier oportunidad de permanecer en el servicio público, la policía, la fiscalía, los tribunales. Los despachos profesionales y las empresas, las universidades, les han cerrado sus puertas. Las organizaciones internacionales tampoco les han ofrecido trabajo, ni en su país ni en otro. Y ahora están siendo perseguidos.
La Organización de Estados Americanos; la ONU, su Secretario General, el ACNUR, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, los diferentes Relatores; la comunidad internacional, en particular los países latinoamericanos y los que desde fuera de la región auspiciaron y sostuvieron la CICIG, significativamente España; y la sociedad civil guatemalteca; las organizaciones internacionales de abogados, de magistrados, de fiscales, de policías, no pueden permanecer impasibles ante esta situación. Es necesario actuar, porque el silencio es cómplice; y hay que hacerlo ya, antes de que la situación empeore más aún. La vida de cualquiera de esos valerosos servidores públicos y operadores jurídicos no vale nada en una prisión de su país.
Yo comprendo que en estos momentos toda la atención está volcada en Ucrania, pero dejo en el aire la pregunta: si no se actúa ya, si no se detiene esta cacería indigna, si no se protege a quienes nos han servido con riesgo de su vida y de su bienestar, ¿quién aceptará incorporarse a las próximas misiones internacionales de restablecimiento del Estado de derecho en las regiones post-conflicto?
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Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal de Cuentas de España. Entre 2007 y 2010, con rango de Subsecretario General de la ONU, fue el primer Comisionado Internacional contra la Impunidad en Guatemala.
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