El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Castigar a los rojos: los terroristas de julio de 1936 (I)
Es un axioma que las guerras se repiten varias veces. Ante todo (las de verdad) en los terrenos de batalla. Luego llegan las que tienen lugar en la historia. Aquí se redoblan según las épocas y los historiadores. En el siglo XX, sin retroceder más en el tiempo, nos fuimos acostumbrando a un tercer género: las guerras de memoria. El ejemplo que rápidamente me viene a la mente es el primer conflicto mundial. Para un sector de la derecha alemana, el Reich guillermino no la perdió en buena lid. La perdió porque fue apuñalado por la espalda. Los socialdemócratas y comunistas, es decir, la izquierda, se las apañaron, además, para retorcer en la herida la puñalada que le asestaron. Conocemos las consecuencias.
Un caso relativamente similar se produce en España. La guerra civil la ganaron los sublevados de 1936. Las razones las explicaron a su manera hasta más acá de 1975. Sentaron cátedra: cuarenta años de control absoluto de la enseñanza y de los medios de comunicación, sin libertades civiles, con una censura de guerra o casi de guerra y apoyados por la Brigada Político Social (BPS), la Guardia Civil y los aparatos judiciales militar y civil. Actuaron ante cualquier intento de oponer otra historia. No es de extrañar que las “explicaciones” de la dictadura triunfasen en toda regla.
Después, los historiadores hemos ido analizando, más o menos penosamente, los factores que determinaron aquella victoria en un conflicto provocado a conciencia con argumentos espurios. Las batallas por la historia suelen dejarse a los especialistas, pero no los combates de memoria con sus elementos de disuasión y amedrantamiento, que hoy están a la orden del día. Esto, a juzgar por lo que afirman ciertos partidos en el Parlamento y muchos medios, digitales o no, fuera de él.
Como en la Alemania de Weimar, en la España postfranquista también sigue acudiéndose a la leyenda: la guerra fue necesaria, justificada e inevitable
Como en la Alemania de Weimar, en la España postfranquista también sigue acudiéndose a la leyenda: la guerra fue necesaria, justificada e inevitable. La PATRIA iba a caer en manos del comunismo ateo tras una etapa de pistolerismo izquierdista desatado. Cuando el coco comunista perdió operatividad, tras la implosión de la URSS, se sobredimensionó la vehemencia mortífera de la izquierda socialista contra la propiedad, el orden y las personas de bien. La desfachatez continúa.
Sin embargo, ningún historiador de esa cuerda ha desmontado con números, cifras y papeles los resultados y los mecanismos de la violencia política acaecida durante los años republicanos. Tampoco la han puesto en comparación con la que tuvo lugar entre 1919 y 1922 en la Italia pre-fascista. Entre muchos, tales análisis los han efectuado Rafael Cruz y Eduardo González Calleja.
Servidor ha contribuido al debate poniendo sobre el tapete la cuestión fundamental: ¿quién quiso, en realidad, la guerra civil? Un examen pormenorizado de la documentación conservada en archivos públicos españoles, italianos, franceses y británicos fundamentalmente me llevó a la conclusión de que la quisieron una trama civil esencialmente monárquica y un sector del Ejército intoxicado por ella. Lo hicieron con la ayuda de la potencia revisionista de la época con la que ya habían empezado a conectar antes de la Sanjurjada. ¿Quién fue su salvador? Un tal Benito Mussolini.
Desmonté, en la senda de otros historiadores como sir Paul Preston, Ismael Saz, Morten Heiberg y Eduardo González Calleja, los artilugios dialécticos más relevantes de la historiografía proclive a los vencedores. En esa dinámica puse en la picota a nombres ilustres: José Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea, Pedro Sainz Rodríguez, Alfonso XIII y, no en último término, José Antonio Primo de Rivera. Con el general Sanjurjo en el trasfondo y otros como Goded, Cabanellas, Varela, Mola y Franco. Este último, siempre en retaguardia, ya quiso dar un golpe “legal” en las elecciones de febrero de 1936. Luego fue “a lo suyo” desde Canarias.
La conspiración avanzó porque los Gobiernos no la cortaron, aunque a la postre tampoco pudieron, ignorando sus conexiones operativas con el mentor de muchos de los conspiradores.
Ahora, en un libro que sale a la venta este 15 de junio bajo el mismo título que este artículo , Francisco Espinosa, el catedrático de Derecho Penal Guillermo Portilla y un servidor argumentamos desde otra perspectiva. Nos fijamos en los preparativos que “preclaras” mentes militares (poco exploradas en la literatura, salvo excepciones) fueron realizando “preventivamente” para abordar la “justificación” de los sangrientos trallazos que pensaban imponer a la población que no se sumase a la sublevación.
Nos hemos concentrado en la persona que reunió todas las condiciones para desplegar las cartas necesarias en el juego de marras. Lo puso sobre la mesa con el fin de “justificar” millares de penas de muerte por “sublevarse” a quienes permanecieron leales al gobierno legítimo. Que esto ocurrió, se supo desde 1936. Se adujo que quienes se levantaron en armas contra la República representaban la “auténtica legalidad”; los defensores de la República eran quienes se “sublevaban” en contra. Este principio, proyección pura y dura, inspiró toda una legislación que duró lo que la naciente dictadura consideró conveniente, aunque con adaptaciones a lo largo de sus casi cuarenta años. Fue el mundo al revés, como muy tardíamente y después de la muerte de Franco, expuso aquel supuesto genio jurídico y cuñado del extinto “caudillo”, el tan ensalzado abogado del Estado Ramón Serrano Suñer.
En los libros de historia suele mencionarse a ciertos militares (Mola, Queipo de Llano, Cabanellas, Goded, Varela, etc.) como generadores inmediatos de las oleadas de sangre que rápidamente empezaron a esparcirse por donde triunfó el golpe de Estado. Con independencia, en todo caso, de que hubiera habido oposición o no y desarrollando las consecuencias de los bandos de guerra: fuentes iniciales de un “orden jurídico” impuesto por las bayonetas, los máuseres y las ametralladoras. No por el Código de Justicia Militar de 1890 y el Código Penal común de 1932. Entonces vigentes.
Estudiar todo lo que antecede es necesario, pero no suficiente. Detrás hubo una operación meditada que hundía sus raíces en fuentes históricas, intelectuales, políticas y jurídicas tanto puramente españolas como importadas (aspecto este cuidadosamente ocultado). Uno de los arquitectos máximos de la represión militar se encargó de conceptualizarla y aplicarla al caso hispano, con la experiencia que rápidamente fue ganando sobre el terreno.
Se trata de un personaje que generalmente se ha considerado de segunda fila. Se menciona su nombre, pero no demasiado. Sus orígenes y evolución biográfica están sumidos en la oportuna oscuridad. Sus años de aprendizaje también.
Afortunadamente para los historiadores, a principios de 1939 elevó a la Superioridad una Memoria en la que fundió argumentos y experiencias para conseguir que la izquierda española (ni siquiera considerada como sujeto de derechos) no volviera a levantar cabeza en muchos años. Era entonces teniente coronel, eminente miembro del Cuerpo Jurídico Militar y con probada experiencia en la represión legal de los hechos de octubre de 1934. Llegaría a ser una de las lumbreras del régimen del 18 de julio como número uno en el escalafón del Cuerpo Jurídico del Aire. Se llamaba Felipe Acedo Colunga y terminaría sus días como general de División y delegado del Gobierno en Telefónica.
Los tres coautores, tras dar a conocer las recetas de tan señero representante del pensamiento jurídico que en buena medida hizo suyo Franco, esperamos que algún día, en algún momento, si algún autor se decide a escribir una historia española de la infamia, ya sea de impronta borgiana o no, el nombre de tan ilustre uniformado figure esculpido en las correspondientes letras de oro. En parte de cara, aunque no solamente, a ese eventual caso hemos escrito CASTIGAR A LOS ROJOS.
Nos alegramos mucho de haber contado con el prólogo que ha escrito para nuestro libro el distinguido jurista y magistrado Baltasar Garzón. Su nombre ha quedado indeleblemente unido al primer intento serio para que la Justicia española afrontase los crímenes del franquismo como delitos contra la humanidad, erga omnes, e imprescriptibles. Hasta ahora, sin éxito.
(Continuará mañana)
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo.
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