Europa, o el bloque atlántico: ¿cuál debería ser la apuesta de Madrid?

Una mirada sobre Europa, occidente y el atlantismo

Mucho se está hablando sobre las novedades del “concepto estratégico de Madrid” como modelo para una OTAN que hoy parece no ya resucitada, sino destino indiscutible de los europeos: estar hoy en la OTAN se parece a lo que en aquellos viejos juegos infantiles se llamaba tocar madre”, un trasunto de la protección que otorga el lugar sagrado. Y todo eso, gracias en buena medida a Putin.

En no pocos think tanks y, claro, entre los inevitables tertulianos convertidos hoy en gurús de la geopolítica, parece abrirse paso un proceso de reconceptualización no exento —a mi juicio— de riesgos: se daría por inexorable la identidad entre la "visión atlántica" y la pertenencia de los europeos a un occidente cuyos valores estarían en serio peligro y debemos defender. Esta es una concepción que, a mi entender, comporta el riesgo de situar a los europeos no sólo —o no tanto— como socios activos de una alianza defensiva necesaria, sino también al servicio de un bloque, o, para decirlo más claro, bajo el primado de los intereses geoestratégicos norteamericanos.

Trataré de dejar claro mi punto de vista: no soy de los que discuten que hoy día sólo la OTAN garantiza eficazmente a los europeos nuestra defensa. Una defensa, reitero, que es presentada en términos de garantía de los valores de occidente, de nuestro modelo de vida. Es lógico que, ante la evidencia del “enemigo a las puertas”, todos hayamos vuelto los ojos al primo de zumosol: por obra y gracia de Putin hemos modificado los presupuestos de defensa (el epítome, Alemania), acercándonos a lo que venían demandando todos los presidentes norteamericanos (de Bush y Obama a Trump y, ahora, Biden), o incluso hemos abandonado el estatus de neutralidad (Suecia, Finlandia). Porque parece evidente que la UE, pese al elevadísimo monto del gasto en defensa de sus Estados miembros (mucho mayor en su conjunto que el de la Federación rusa), no tiene capacidad propia de defensa. Es decir, no sólo estamos jurídicamente vinculados a las exigencias que derivan de esa pertenencia y, por tanto, tenemos deberes que cumplir; es que la necesitamos para garantizar nuestra seguridad. Ahora bien, lo que hay que discutir es el precio.

Cuando propongo discutir el precio, no hablo sólo, ni sobre todo —con ser importante—, del presupuesto de defensa. Me refiero a lo que tenemos que admitir y aquello a lo que tenemos que renunciar, como consecuencia de ese amargo descubrimiento de que no podemos no depender de la OTAN. Más concretamente, ¿son algunas de esas exigencias realmente conciliables con el proyecto europeo? Ese recuperado atlantismo, ¿garantiza de verdad lo que es propio del modelo europeo? Eso nos lleva a un debate nada sencillo, porque más allá de lo que sin duda es el núcleo de nuestro modelo, el estado de derecho, la garantía de los derechos humanos, las instituciones de la democracia liberal y el estado social europeo, la "dependencia atlántica" parecería jugar a favor de la concepción de un orden global (el que tiene como condición la hegemonía de los EEUU), vinculado a otro tipo de liberalismo, más próximo a un "desorden de mercado" profundamente desigualitario, depredador. Ese deslizamiento de lo europeo hacia lo atlántico, cambia a su vez la vieja (e impropia) relación entre lo europeo y lo occidental. Por no añadir que ese concepto, el de "occidente",  se sostiene mal hoy: es confuso, si no engañoso, como ha mostrado el profesor Castells en un certero y reciente artículo, que concluía con un argumento, a mi juicio, imprescindible: “Lo que no tiene sentido en un mundo de redes es volver a levantar las murallas de un Occidente cuya acción civilizadora es en buena parte una mistificación ideológica”.

Hablemos de coste: a los ojos de algunos de nosotros, ese proceso de reidentificación, propiciado por la guerra de Putin en Ucrania, comporta riesgos serios que amenazan el proyecto europeo en términos de autonomía política, económica, energética, estratégica. Un proyecto que no es otra cosa sino definir un papel común y propio para Europa, desde su diversidad: un papel específico (aunque sea menor) de Europa en el mundo, algo a lo que nuestros dirigentes en Bruselas, urgidos por la distorsión de los acontecimientos que ha supuesto la agresión de Putin, parecerían haber renunciado, pese a los más o menos patéticos intentos de Macron de mantener el maquillaje de la grandeur francesa, ayudado por el perfil bastante plano del canciller Scholz, muy lejos del protagonismo internacional de Merkel.

Hoy, se nos dice, debemos aceptar sacrificios en aras de la defensa de nuestros principios europeos. Sacrificios que los europeos, y sobre todo los más pobres, viven con creciente dificultad (resumámoslos en el concepto inflación). En ese sentido, creo, hay que entender las advertencias insistentes del Alto Representante Borrell, que insta a los europeos a aprender el lenguaje del poder y, sobre todo, a lo que él mismo denomina la necesidad de “despertar geopolíticamente” de los europeos. Lo que ha cambiado en estos últimos cuatro meses es que la lógica de esos sacrificios no la dicta sólo la UE, sino también la OTAN: los europeos somos ahora más “atlánticos” incluso que “occidentales”. Y esa perspectiva reductivamente atlantista supondría, por desgracia, un serio riesgo de abandono de una concepción multilateral y cooperativa en las relaciones internacionales, la que soñamos que se abría paso con la caída del muro. La que sería más coherente con un proyecto de autonomía europea, como agente de soft power en las relaciones internacionales.

El concepto estratégico de Madrid y la relevancia del "flanco sur": África como caja de pandora para el “occidente atlántico”

Pues bien, entre los elementos de ese nuevo concepto estratégico que nacería de la cumbre de la OTAN en Madrid se encontraría algo que, no siendo en rigor un elemento novedoso, sí que pasaría a ganar relevancia: la inclusión como prioridad estratégica para la OTAN de las soi-dissantsamenazas del flanco sur”. Una inclusión que ha sido presentada incluso como un éxito diplomático de la Europa del Sur (de España, concretamente).

Por supuesto que no faltan razones para la preocupación por esos riesgos y amenazas desde el “flanco sur”, un eufemismo para referirse a la preocupación por la evolución del equilibrio del “escenario africano” en lo que a algunos les sigue gustando denominar “gran tablero”. Tal preocupación responde a indiscutibles factores estructurales y también a algunos cambios relevantes en el equilibrio de influencias en el continente africano, por la creciente presencia de China, por la desestabilización producida por agentes mercenarios al servicio de Putin (la compañía Wagner), unidos al incremento del riesgo terrorista representado por  las franquicias de AlQaeda, cuya capacidad desestabilizadora en Nigeria, Mali y parte del Sahel, lejos de reducirse, se ha multiplicado, sobre todo tras el abandono por parte de Francia de sus misiones en la zona, ratificado por la decisión de Macron, el 17 de febrero de 2022, de poner fin a la operación Barkhane, esto es, la presencia en Mali, tras la ruptura de relaciones con su Junta militar y, sobre todo, para evitar lo que para algunos corría el riesgo de convertirse en el “Afganistán francés”.

A todo ello se une la preocupación por uno de los peores efectos de la estrategia de guerra seguida por Putin, el bloqueo de las exportaciones de grano desde Ucrania, vitales en todo el mundo y, desde luego, en un buen número de países africanos, lo que puede desencadenar una “hambruna catastrófica”, que impulsará desplazamientos forzados de población. Estos desplazamientos forzados y masivos serán, en primera instancia, sur-sur, y sus efectos desestabilizadores sobre países con escasa capacidad de acogida no se pueden ignorar. Pero los líderes europeos temen la segunda fase: esto es, desplazamientos masivos hacia nuestro continente.

Bajo esa concepción estratégica del riesgo del “flanco sur”, se puede producir una consecuencia que, por desgracia, no constituye ninguna novedad. Me refiero a la contaminación de las políticas migratorias y de asilo

Reaparece así el temor a lo que en su día se llamó (así lo hizo el líder del movimiento de los países no alineados, el presidente Jomo Kenyatta) “la bomba de los pobres”, esto es, un uso deliberado de los flujos migratorios en términos de amenaza de presión demográfica sobre el continente europeo, dando pábulo a los fantasmas de aquellos que en Europa hablan de grandes contingentes migratorios a nuestras puertas, dispuestos a lo que asemejan a una “invasión”, cuando no —incluso—, a la tesis conspiranoica del “gran reemplazo”. Nada nuevo, insisto: por no referirnos más que a referencias contemporáneas, baste mencionar el conocido libro de Paul Ehrlich The Population Bomb (1968) o las tesis de Robert Kaplan, por ejemplo, en libros como The Revenge of Geography (2013). En realidad, este uso estratégico de los movimientos migratorios ha de ponerse en relación con el punto de inflexión en los flujos migratorios en los años 50 del siglo XX, con los procesos de descolonización, que marcan movimientos migratorios masivos desde el sur no desarrollado hacia el norte rico, con especial incidencia en las antiguas metrópolis (Francia, Reino Unido y, en menor medida, Bélgica y Países Bajos). El caso de los flujos desde Latinoamérica a los EEUU es diferente, claro y se relaciona estrechamente con la profunda desigualdad estructural.

Es verdad que el uso estratégico de grandes desplazamientos migratorios como elemento de presión puede vincularse también a la noción de “guerras híbridas”, como ejemplificaron Lukashenko y Putin al utilizar la presión de desplazados sobre la frontera oriental de la UE (y de la OTAN). Pero ya antes Erdogan había hecho lo propio con los movimientos de desplazados sirios desde la península de Anatolia hacia las islas griegas del Egeo y hacia los Balcanes. Por no hablar del recurso del que han echado mano una y otra vez los diferentes autócratas del Magreb para presionar, por ejemplo, sobre las fronteras españolas: de la Marcha Verde frente al Sáhara español aprovechando la enfermedad de Franco, a la más reciente utilización de miles de niños, adolescentes y jóvenes en las fronteras de Ceuta y Melilla.

La gestión de la movilidad humana: de nuevo, el riesgo de que los derechos sean postergados por la geopolítica

Lo que me interesa plantear aquí es que, bajo esa concepción estratégica del riesgo del “flanco sur”, se puede producir una consecuencia que, por desgracia, no constituye ninguna novedad. Me refiero a la contaminación de las políticas migratorias y de asilo.

Digo que no es nuevo, porque el problema fundamental de nuestras políticas migratorias y de asilo, como venimos insistiendo algunos de nosotros desde hace bastantes años, es el modelo de gobernanza unilateral de las migraciones que constituye su parti pris: nuestra insistencia en dominar esos movimientos en nuestro beneficio, sin negociar ni tener en cuenta los intereses de las personas y de los países que forman parte de la secuencia migratoria, de las sociedades civiles en origen y en tránsito, ni de los propios migrantes como agentes, como protagonistas de esos procesos de movilidad, en buena medida —también para los inmigrantes, no sólo para refugiados— forzados, no deseados.

De ese prejuicio, de esa pretensión de dominio unilateral de los flujos y de los procesos de instalación, de asentamiento de los migrantes, nacen dos errores de nuestra mirada sobre las migraciones y de nuestro modelo de políticas migratorias, que hay que seguir denunciando. El primero tiene mucho que ver con la miopía —el prejuicio— de seguir conceptualizando a los inmigrantes exclusivamente como fuerza de trabajo (en el fondo, el mismo del esclavismo), ignorando que las migraciones son hechos y procesos sociales de dimensión global y holista, que responden a las relaciones sociales propias del (des)orden internacional y también a las de nuestras sociedades, todas ellas hoy en profundo proceso de reconfiguración, proceso respecto al cual la presencia migratoria tiene un poderosa capacidad de transformación, aunque nos neguemos a aceptarlo y pretendamos tenerlos aquí, según nuestro “orden natural”, es decir, como invisibles, separados y dominados.

El segundo error de conceptualización, que es el que me parece más presente en este concepto estratégico, consiste en insistir de modo desequilibrado, desproporcionado, en los potenciales riesgos y amenazas (indiscutibles como tales, sí) para nuestra seguridad y defensa. De un lado, el más grave, esto es, la amenaza terrorista vinculada a movimientos como las franquicias de AlQaeda. De otro el riesgo de que la llegada masiva de migrantes, de desplazados, empujados por esas grandes hambrunas (o por las guerras del agua, los efectos del cambio climático, etc) entrañen un efecto disolvente de los elementos de cohesión social, por la quiebra del equilibrio del Estado del bienestar y por la capacidad de radicalización de algunos de los movimientos yihadistas sobre los migrantes residentes en Europa, que podrían conducir a ese escenario de pesadilla que denuncia insistentemente una parte de la derecha y toda la extrema derecha europea, la de comunidades segregadas que minan la cohesión social y despiertan el terrible fantasma del enfrentamiento civil.

Negar la dimensión de riesgo, incluso de potencial amenaza que puede entrañar esa constante demográfica que es la movilidad humana que se desplaza en sentido sur-norte (por más que la inmensa mayoría de esos movimientos, como ha explicado Whitol der Wenden, sigue el rumbo sur-sur) sería un error. Otra cosa es el empeño en reducirlos a esa dimensión potencial. Y lo peor es que semejante análisis deje de lado lo que ha de ser una prioridad, y no una concesión al buenismo: el respeto de los derechos humanos de los inmigrantes y desplazados. Ese respeto, esa garantía, no es una opción, sino una obligación de los gobiernos que pretendan ser mínimamente coherentes con las exigencias del Estado de Derecho y de la legitimidad democrática. Esos derechos no pueden ser objeto de negociación, de venta. Son obligaciones cuyo cumplimiento ha de ser exigible. Y no pueden quedar supeditados al criterio de optimización del beneficio, ni tampoco a la lógica geoestratégica.

Ante la necesidad de contar con un planteamiento nuevo de las relaciones de Europa con Africa, parecieran abrirse dos opciones que desgraciadamente entrarían en colisión: la de quienes lo enmarcan en esa prioridad geoestratégica de revenir los riesgos y amenazas del flanco sur y la de quienes entienden que esos flujos migratorios deben formar parte de un planteamiento global, en el que europeos y africanos construyamos un marco global de relaciones desde la perspectiva del mutuo beneficio y de las exigencias de promoción de la Democracia, los derechos humanos y el desarrollo sostenible. Por eso sostiene el economista J.Sachs que, si Europa quiere hacer una contribución seria para mejorar el mundo —también para los europeos—, no debería fijar su prioridad en el marco de la lógica de bloques que parece imponerse, esto es, centrada en el objetivo de conseguir que Ucrania gane la guerra contra Putin, sino que, además de tratar de lograr una solución negociada, diplomática, a esa agresión de Putin sobre Ucrania, por difícil que sea tal empeño, debería focalizar sus esfuerzos en asegurar la educación para cada niño en Africa.

En todo caso, llama poderosamente la atención que el problema de las hambrunas catastróficas derivadas de la guerra de Ucrania (como el de las grandes sequías, o el de la contaminación de los campos de cultivo o recursos naturales) no se plantee como lo que es: un gravísimo peligro para las poblaciones que se ven obligadas a huir. Los europeos sólo nos planteamos las consecuencias que esas hambrunas pueden implicar para nosotros, sin centrarnos en la actuación verdaderamente necesaria: ¿cómo ayudar a esas poblaciones que se ven expulsadas de sus hogares, como consecuencia de estos fenómenos? ¿qué protección y qué garantías de sus derechos y con qué procedimientos vamos a poner a su alcance? Esas preguntas dieron lugar en 1951 a la Convención de Ginebra y luego al Protocolo de Nueva York, las piezas clave del derecho internacional de refugiados. Esas preguntas motivaron la aprobación en 2003 de la directiva europea de protección temporal ante llegadas masivas de personas en busca de protección, directiva que hemos activado con una rapidez y eficacia loables, en relación con los desplazados de la guerra de Ucrania. ¿Qué hace falta para que nos decidamos a ofrecer respuestas, protección efectiva, a quienes no sean ucranios? ¿Vamos a conformarnos con mirar esos desastres y lamentar su suerte?

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.

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