El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Guerra cultural y cambio climático
Permítanme empezar esta columna con una cita:
“… las élites han estado tan persuadidas de que no habría vida futura para todo el mundo que decidieron desembarazarse, lo más rápido posible, de todos los lastres de la solidaridad: he ahí la desregulación. Que había que construir una especie de fortaleza dorada para el pequeño porcentaje que lograría estar a salvo: he ahí la explosión de las desigualdades. Y que, para disimular el egoísmo craso de esa fuga del mundo común, había que rechazar de plano su motivación original: he ahí la negación del cambio climático”.
Extraído de Dónde aterrizar (Taurus, 2019, p. 35), libro de esa hibridación de antropólogo, filósofo y sociólogo francés que es Bruno Latour , la cita condensa una tesis fuerte que, creo, merece la pena tomarse en serio estos días: la íntima relación entre la crisis ecológica, la emergencia neoliberal en sus distintas coincidencias y la quiebra de las creencias compartidas , comenzando por la de un futuro común que, a pesar de las disputas sobre su significado y realización posibles (qué igualdad, qué libertad, qué democracia o qué progreso), dio forma a las sociedades occidentales hasta hace apenas unas décadas.
Una tesis que, por discutible que pueda ser en cuanto a su alcance (quizá excesivamente unicausal) o fundamental (aunque no se la espere en un ensayo sin pretensiones académicas), tiene hoy un indudable interés político. Permítanme sintetizarla al máximo: a principios de los años 70 del pasado siglo (y aquí el momento o ejemplo inaugural es el de la publicación del informe “Los límites del crecimiento” en 1972, escasos meses antes de la crisis del petróleo del 73) se hace cada vez más difícil ignorar la sospecha de que Occidente necesitaría de más de siete planetas Tierra para que el modelo de desarrollo y los futuros que proyectaba y prometía fueran siquiera imaginables. Esta sospecha se tornó en evidencia a principios de los años 90 del siglo pasado, coincidiendo con la caída del Muro de Berlín, ese momento en el que algunos señalan el fin de la historia y Latour ve, más bien, el inicio subrepticio de otra historia, que nos envuelve y define hoy .
Esta sospecha, ya convertida en evidencia, de que no había tierra o planeta para realizar los sueños de la modernización capitalista traía consigo una profunda quiebra, la de la fuente de legitimación misma de la modernización: fe en el progreso, crecimiento ininterrumpido, la historia como el cumplimiento de una suerte de flecha del tiempo que nos alejaba de lo antiguo, atrasado y local para dirigirnos ineluctablemente hacia una suerte de moderna globalidad de abundancia y libertad.
Pero la paradoja, por otra parte, de esta quiebra de la promesa moderna, es decir, de la forma en la que el futuro imaginado gobernaba el presente y nos alejaba de todo lo que era considerado como pasado, es que no dio lugar a una transformación o superación de los modelos productivos y energéticos, tampoco de las formas de cooperación social y ecológica que nos permiten reintegrarnos dentro de unos límites biofísicos muy superados. No, lo que sucedió fue, más bien, lo contrario, y queda bien sintetizado en la cita de Latour con la que arranco esta columna: una suerte de fuga ideológica (económica, política, cultural y epistemológica) que Latour no nombra bajo la etiqueta de neoliberalismo, pero no creo que traicione su texto hacerlo así.
Es interesante, más en estos días de decretos, guerras, necesidades de ahorro energético y respuestas políticas dispares o disparatadas, pensar la crisis ecológica (y el cambio climático como su expresión más palpable) no solo como efecto inevitable de un modelo económico o un modo de produccion capitalista, sino también, y sobre todo, como el desencadenante de una apuesta política, económica y cultural que no es, ni fue, en absoluto inevitable. Es decir, entender las últimas cuatro décadas de desregulación, aumento exponencial de la desigualdad y rechazo decidido del papel del Estado en su capacidad redistributiva como el efecto de una respuesta política (que se impuso frente a otras, o frente a la ausencia de otras capaces de hacerle frente) a las malas noticias que provenían de las sospechas primero, y de las evidencias después, de los límites —tanto biofísicos como del mismo modelo de desarrollo— de los que alertaba la crisis ecológica: si no había espacio, suelo, tierra o Tierra suficiente, se acabó apostando por una apropiación privada (si no hay para todos, que sea para mí o para los míos) y una competencia generalizada por el tiempo (unos tenían que perder su futuro para que otros pocos lo ganaran).
Si no hay un espacio y un tiempo compartidos, unas coordenadas comunes, no hay posibilidad alguna, tampoco, de una representación común, esto es, de una creencia o verdad compartidas
El espacio (el planeta mismo) y el tiempo (el futuro como construcción del sentido en el presente), las coordenadas desde las que se edifica todo orden social, dejaron de ser representables como formas comunes o compartidas. No quiere esto decir que alguna vez lo fueran realmente. Sabemos bien que la desigualdad entre sujetos y territorios, la apropiación privada y la competencia generalizada son elementos inherentes al desarrollo capitalista, pero, con todo, un espacio y un tiempo comunes operaron, en el proyecto moderno, como las coordenadas indispensables de la imaginación política: un futuro común para la humanidad, a pesar de todo. Que esto ya no fuera representable, que quebrara la posibilidad de imaginar un espacio y un tiempo como sustrato común y, por tanto, objeto de toda política, cambiaba realmente todo.
Es en este cambio en y de la historia que Latour agradece la claridad, obviamente no la decisión, con la que Trump niega el cambio climático y se retira, el 1 de junio de 2017, de los acuerdos de París sobre el clima: es el ejemplo perfecto de la forma que adopta en nuestros días aquella fuga de lo común (pero también de la modernización capitalista propia del siglo XX), y ejemplo, también, de la consiguiente apuesta por la apropiación privada de espacio y tiempo: negar el cambio climático, mantener los niveles de vida americanos a cualquier precio —guerras incluidas—, levantar muros antiinmigración que simbolizan el rechazo a compartir el espacio y marcan a fuego los distintos y desiguales futuros que se prometen a las poblaciones, para hacer visible sin vergüenza y sin dobleces aquello que justifica estas y otras decisiones, esto es, que no hay espacio suficiente para todos y que, en lugar de transformar el modelo de desarrollo, es preferible redefinir el nosotros: quiénes merecen y quiénes no un espacio y un tiempo. La fuga ideológica hacia adelante de una modernización salvaje (llamémosla neoliberal) se acompaña ahora de una redefinición postfascista del nosotros (que necesita excluir, por no decir erradicar, a una buena parte de todos los otros). Esta parece ser la originalidad de Trump, y de no pocas de las apuestas políticas que se afianzan estos últimos años a ambos lados del Atlántico.
Pero junto a estas mutaciones ideológicas nos topamos aquí con otra consecuencia esencial, aunque quizá menos evidente, de esta quiebra del espacio-tiempo común: la ruptura de los consensos o verdades compartidas, germen de lo que hoy se nos aparece como guerra cultural, polarización o postverdad. Déjenme simplificar la cosa al máximo: si no hay un espacio y un tiempo compartidos, unas coordenadas comunes, no hay posibilidad alguna, tampoco, de una representación común, esto es, de una creencia o verdad compartidas.
Pero si esto es así, apelar hoy a alguna forma de verdad, sea mediante datos, hechos o consensos (científicos, políticos, históricos) desde la que enfrentar la batalla o guerra cultural en la que estamos inmersos es, me temo, apelar nostálgicamente a un mundo que ya no existe (un mundo que compartía unas mínimas coordenadas espacio temporales). Un mundo periclitado no porque se le haya declarado una guerra (cultural o política), a él o a alguna forma de verdad previa en la que se sostenía, sino porque estas verdades definían un mundo que ha dejado de ser viable. Es común hoy, y no deja de ser una sana pulsión nostálgica carente, sin embargo, de viabilidad política, apelar a aquellos consensos perdidos, a las verdades ignoradas o pisoteadas, a la infamia de la más interesada postverdad en lugar de a los grandes acuerdos que, en contra de la deriva individualizante y competitiva actual, hace unas décadas sostuvieron, mal que bien, a nuestras democracias. Es, con todo, un consuelo sin mayor recorrido: la vuelta atrás a los buenos viejos tiempos de los consensos implicaría volver a un mundo cuyo modelo de desarrollo dejó de ser factible. Así que, frente a la fuga neoliberal, y las mutaciones posfascistas con las que se hibrida en la actualidad, no cabe apelar a un pasado que, cuando era presente, se quedó sin futuro.
Solo cabe disputar, y ganar, una guerra que ya ha sido declarada sin que, por el momento, dispongamos de trincheras y ejércitos claros y suficientes. Sabemos, sí, quién es el adversario, y no es solo el que niega la crisis ecológica o sus efectos sociales, sino también, y sobre todo, aquellos que, aun aceptándola ya como un hecho, niegan sin embargo cualquier política que pueda hacerle frente. Así las cosas, solo en el fragor de esa guerra, y solo si somos capaces de ir ganando algunas batallas decisivas, surgirán nuevos consensos, nuevas verdades compartidas, nuevas formas de un tiempo y un espacio comunes. La alternativa es, claro, que ganen aquellos a los que no les falta espacio ni tiempo, tan solo les sobra gente.
La cuestión es, por supuesto, infinitamente más compleja de la que vengo de sintetizar, pero esto es una columna y ya se está haciendo larga. Permítanme unas líneas más para concluirla. Lo haré aterrizando en España, verano de 2022, decreto de ahorro energético: unos grados arriba o abajo en el aire acondicionado, unas puertas cerradas al despilfarro, unos escaparates apagados no solo a la ostentación, todo como vía para reducir el consumo de gas un 7%, como dicta la Unión Europea. Poca cosa, sí. Pero me sorprende que hayamos (y hablo en una primera persona del plural porque afecta no solo al Gobierno o los partidos que lo sostienen, sino a la sociedad civil organizada y a distintos sujetos con algo de voz pública o capacidad de movilización) dejado pasar este decreto, por tibio que sea, y el escenario en el que se enmarca (un primer decreto tremendamente suave e inofensivo en comparación con lo que vendrá a partir de septiembre), para enfrentar con todo y hasta el final la batalla cultural que, desde la derecha, se está intentando librar (y que les está entrampando en contradicciones del todo significativas). Una parte del Gobierno ha estado, parece, más preocupada estos días por la espada de Bolívar, o por las listas de una futura y todavía no concretada plataforma electoral, que por avanzar posiciones en una batalla cultural que, si no empezamos a ganar con contundencia, nos pasará por encima. La otra parte del Gobierno tampoco ha tenido la capacidad, porque no la ha tenido nunca, de llevar el decreto más allá del ámbito de lo meramente técnico o económico, es decir, de convertirlo en símbolo de una batalla mucho más amplia y respaldada por mayorías más allá de la mera aritmética electoral o parlamentaria. La sociedad civil organizada, por más razón que pueda tener en ver estas medidas como una muestra más del capitalismo verde de siempre, o de un reformismo débil y sin capacidad de transformación real, tampoco parece en disposición de movilizarse y apoyar, todo lo críticamente que se quiera, y para llevarlo siempre más lejos, el decreto del Gobierno. O, claro, proponer otro con mayor radicalidad pero, también, con mayor capacidad de movilización y aceptación social.
Lo sorprendente es que esto suceda tras un verano con las temperaturas más altas registradas, los incendios más devastadores, los precios de la energía más altos y, con ellos, la evidencia de los efectos tan palpables y directos que tienen en nuestra vida cotidiana los movimientos geopolíticos. Y digo esto porque nos encontramos con toda seguridad (y no tengo datos para afirmarlo pero tampoco dudas de que sea así) en el momento en el que está socialmente más extendida la conciencia acerca de los efectos del cambio climático y de la crisis ecológica. Es decir, en condiciones inmejorables no solo para librar esta batalla, por tibia, reformista o del todo insuficiente que pueda resultar, sino de ganarla con un apoyo social lo suficientemente amplio como para, y esto ya no es tan tibio ni reformista, poder disputar en mejores condiciones las batallas que vendrán, que serán muchas y cada vez más decisivas. Es, además, la única forma de evitar la alternativa, que hoy por hoy no es el colapso inmediato del planeta , sino la victoria de unas fuerzas ideológicas, culturales y económicas que harán de la crisis climática el escenario privilegiado para una ampliación aún más dramática de las desigualdades, la exclusión y el sufrimiento.
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