Una sandía dentro del río

Queridos lectores: 

Hoy les escribo en esta postal cuya estampa es la de una fruta de temporada dentro de un frigorífico natural, una sandía dentro de un río.

Sería impensable que en estos bostezos de agosto, mis agostezos, con un ojo puesto en el retrovisor, no hubiera un lugar para la fruta que mejor representaba aquellos veranos en los que, algunas cosas, solo podían encontrarse ‘a su debido tiempo’

Porque ahora, ya saben, tenemos sandía y melón en invierno, llegan desde Senegal, Brasil o Sudáfrica y podemos comer fruta de verano con la bufanda puesta. Pero antes no, antes la sandía venía a nuestra vida en la segunda estación, como la bola loca o el balón de Nivea y ella era otra esfera tremendamente seductora ante los ojos de una niña. 

Su forma de pelota le daba un toque lúdico a la obligación diaria de comer fruta y sus colores la convertían en un objeto mágico. Aquel verde oscuro escondía un tesoro rojo intenso y brillante. Al abrirla en dos mitades se revelaba una sorpresa deslumbrante…

Y si la sandía significaba verano, verla reposar sobre las piedras del río, sumergida en el agua, quería decir, inequívocamente, excursión o vacaciones. Dos sinónimos de felicidad en mi diccionario de valores infantiles.

Aquel verde oscuro escondía un tesoro rojo intenso y brillante. Al abrirla en dos mitades se revelaba una sorpresa deslumbrante…

Pero es que tenía, además, el encanto de la anticipación, la sandía era de las primeras cosas que se colocaban al llegar al campo, la plantaban los adultos como una bandera de colonos que ocupan un nuevo territorio. La sandía en el río era el anuncio de que teníamos por delante un día grande

Ella se refrescaba mientras los niños jugábamos y los adultos preparaban la comida. Y allí seguía un rato después, presidiendo los fastos en los que iban cayendo tortillas, pimientos, filetes empanados y pan de pueblo.

Hasta que llegaba su momento: la frase “¿voy cortando la sandía?” parecía el broche final del discurso previo a la botadura de un barco. Después vendrían los cafés del termo, sestear, jugar al pañuelo, merienda de bocata o pan con chocolate y vuelta a casa… el apocalipsis.  

Pero eran tiempos de soñar con otros días que vendrían e incluso en el momento más bajo para el ánimo, al tirar las cáscaras a la basura, nos consolaba saber que habría más excursiones, más días de campo, más sandías en el río. De niño, siempre crees que lo mejor está por llegar…

La anticipación es un recurso narrativo muy potente, incrementa la tensión del lector o del espectador, nos invita a seguir avanzando, nos atrapa, aviva nuestras ganas de saber qué pasará, nos abre el apetito por vivir lo que vendrá. Pero también nos atemoriza, nos bloquea, nos impide movernos, conocen bien la fuerza del miedo anticipatorio los autores del género de terror.

De niños, a pesar de nuestras inseguridades, tenemos una enorme capacidad para usar la anticipación en su plano más luminoso y esperamos nuestro cumpleaños con la misma convicción con la que aguardamos al Ratoncito Pérez. Incluso en las peores infancias hay un hueco, por pequeño que sea, para que pueda colarse algún roedor ilusionante…

Pero con la mirada adulta, mantener la fe en el futuro cuesta más, quizás por eso nos aferramos como plantas trepadoras al mindfulness, al carpe diem y a repetirnos el mantra “que el fin del mundo nos pille bailando”, para no caer.

A veces, cuando todo está a oscuras y el miedo anticipatorio trata de entrar por debajo de la puerta, pienso en lo importante que es tener gente querida contigo y una sandía en el río. Y se enciende la luz.

Cuídense. Les escribo el próximo sábado. 

Con cariño:

Raquel

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