Urge volver a València Pilar Portero
Juan Carlos I, a cuerpo de jeque
No sé si ustedes también lo han notado: cada vez que dan cuenta de una actividad de Sus Majestades los Reyes de España, los presentadores de los informativos de TVE y las demás cadenas lucen la sonrisa feliz, complaciente y hasta bobalicona con la que casi todos reaccionamos a las monerías de los niños muy pequeños. Fulano o Mengana pueden estar exhibiendo un rostro inquieto o apenado para contar una guerra o un terremoto, pero es ver aparecer en el teleprónter los nombres de Felipe VI y doña Letizia y su semblante se transforma en el de Mary Poppins contándole un cuento de hadas a sus tiernos pupilos.
Parece que las cadenas de televisión han incorporado a sus libros de estilo la necesidad de que los presentadores subrayen las noticias teatralizándolas y editorializándolas con sus semblantes, ora compungidos, ora radiantes, según el tema. Lo seguro es que sus Majestades y sus retoños reciben de oficio el tratamiento más bizcochón del menú gestual y el tono de voz. Resultó contagiosa su felicidad al referir lo natural y simpático que estuvo don Felipe tocando el cajón gaditano. Había que ser muy duro y muy canalla para no sentir que esa imagen y su puesta en escena televisiva te alegraba el día y aliviaba el fardo de tu existencia.
Ahora esos presentadores, y todos los demás cortesanos, andan preocupados porque el anterior monarca, al que tanto ensalzaron durante décadas, desea volver a España, para participar de nuevo en las regatas de Sanxenxo. Se les nota inquietos porque la campechana desvergüenza de don Juan Carlos pueda volver a empañar los esfuerzos de Felipe y Leticia para parecer honestos y encantadores. Caramba, cuando casi estaban consiguiendo que la peña asociara la monarquía con la “preparación” de Felipe, la “naturalidad” de Letizia y la “frescura” de Leonor, reaparece en la escena patria el viejo bribón. El del patrimonio amasado ilegal o irregularmente. El de la conducta de sátiro y las amistades peligrosas. El de los jets privados, las regatas y las cuentas en Suiza. El de la residencia, física y fiscal, en Abu Dabi para no comparecer ante la justicia ni pagar impuestos en la patria. El que no tiene nada de lo que disculparse y nada que aclarar. O sea, el Borbón de toda la vida.
A los republicanos nos hubiera gustado que don Juan Carlos no se fuera de rositas porque sus faltas o delitos hayan prescrito o estén amparados por la impunidad, la inmunidad o la inviolabilidad real. Somos de los que estos días hacen su declaración de la renta con el miedo en el cuerpo a que se nos haya olvidado incluir los sesenta eurillos que nos prestó un cuñado un domingo de verano. Creemos que todos los seres humanos deberíamos ser iguales ante la ley y que por eso se batieron nuestros padres, abuelos y bisabuelos. Pero la realidad es la que es: Franco ganó la Guerra Civil y ese mismo Franco ordenó el restablecimiento de la monarquía borbónica a su muerte. Y, ciertamente, no hay una gran demanda colectiva para debatir sobre si la jefatura del Estado debe ser hereditaria o democrática. Crisis tras crisis, la mayoría de los españoles viven tan agobiados por cómo llegar a fin de mes con sus magros ingresos que la cuestión de si monarquía o república queda perennemente postergada.
Así que bienvenido sea don Juan Carlos a la tierra donde no nació, pero sí reinó durante cuatro décadas. Disfrute el Emérito de la mar, el pulpo, las mariscadas, los tragos, las compañías femeninas y los amigotes, siempre y cuando no tengamos que pagárselo nosotros. Hágalo a cuerpo de jeque, como en Abu Dabi, si así lo desea. Los republicanos somos auténticos liberales. Por eso creemos que nadie debe ejercer la jefatura del Estado hasta su muerte por el mero hecho de ser hijo o hija de sus padres. Sin presentarse a unas elecciones o ganar unas oposiciones, sin otro mérito que su cuna. Pero también por eso le reconocemos a don Juan Carlos el derecho a pasárselo bien en Sanxenxo. Siempre que respete la legalidad vigente e, insisto, se lo pague de su muy abultado bolsillo o el de sus coleguitas.
A los republicanos nos hubiera gustado que don Juan Carlos no se fuera de rositas porque sus faltas o delitos hayan prescrito o estén amparados por la impunidad, la inmunidad o la inviolabilidad real
Aquí quienes tienen un problema son don Felipe y doña Letizia, a los que el Emérito les empaña su campaña propagandística para dar la imagen de buenos chicos que se pasean tan espontáneamente por Chinchón. Y los cortesanos que, una y otra vez, intentan desvincular la institución monárquica de los comportamientos incívicos de don Juan Carlos, Froilán, Urdangarin y compañía. Como si cualquier español pudiera hacer lo que ellos hicieron o hacen, como si tales personajes no siguieran un patrón de conducta, el monárquico, el de aquel que, aunque ya no gobierne, considera que la patria fue hecha para su uso y disfrute.
Y, por supuesto, tienen un problema los socialistas, siempre dispuestos a decir que, aunque el rey anterior fuera un sinvergüenza, el de ahora es una maravilla. Juan Carlos I no era como Alfonso XIII, decían, e igual lo vemos morirse en tierra extranjera como su abuelo, aunque seguramente eso no le privará de unos grandiosos y almibarados funerales nacionales. Felipe VI no es como Juan Carlos I, dicen ahora con la fe del converso, y ya veremos cómo termina la cosa. Quizá por esto, ya están vendiéndonos la idea de que Leonor I, joven, mujer y preparada, será la requetepera. El cuento de Mary Poppins, vamos.
Les acepto a mis amigos socialistas que el horno no está para bollos, que esta gran nación de naciones llamada España tiene problemas más graves y urgentes que el de la jefatura del Estado. Pero les tengo por gente honrada e inteligente, y me apena que, de tanto hacer como que se creían el cuento, hayan terminado creyéndoselo.
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