Joaquín Machado, un hermano Luis García Montero
El vector fascista en la conspiración contra la República (9/20): Olvidando episodios y datos molestos
A cierta edad (que es la mía) empiezan a mirarse las obras de divulgación, en el mejor de los casos, de otra manera. Ha disminuido la resistencia a las estupideces o a la mala fe. En mi modestísima opinión el profesor Gil Pecharromán no tiene quien lo salve. Los lectores, espero, me perdonarán, pues, que actúe con él como lo hago también con el general de División Rafael Dávila Álvarez. Con todo respeto, pero sin la menor deferencia a su supuesta autoridad.
En primer lugar, conviene recordar que es notorio, e incluso se publicó en la guerra y en la España de Franco, que algunos papeles relacionados con el acuerdo monárquico-fascista del 31 de marzo de 1934 se encontraron, según unos, en el domicilio de Don Antonio Goicoechea y, según otros, en el despacho de Renovación Española. En todo caso, en 1937 y en Madrid. No sé si las milicias (o la policía) se dieron cuenta de la importancia del hallazgo, pero sí lo hizo el gobierno republicano, a la sazón en Valencia.
Se trataba esencialmente, dijeron, de una nota en castellano escrita por el equipo negociador español con el mariscal Italo Balbo. La prensa extranjera de la época saltó como un tigre sobre el hallazgo, empezando por el parisino Ce Soir. No ignoro que se trataba de un periódico que, en la Francia de aquella época, apoyaba a la República española y que, de sus dos directores, Louis Aragon y Jean-Richard Blog, el primero era comunista y el segundo compañero de viaje, que no tardó demasiado en adherirse al PCF.
En cualquier caso, la Agenzia Stefani, el equivalente fascista de la posterior EFE franquista, se apresuró a transmitir el 5 de mayo la información a Roma, donde, cabe suponer, cayó como una bomba. Pareció, de ser cierta la noticia, que se trataba de algo totalmente desconocido. Más de dos años antes del inmortal 18 de Julio, en un momento en que las potencias democráticas se sentían preocupadas por los intentos nazis de apoderarse de Austria, el Duce, que era el más interesado en que tal ocupación no se produjera, también pudo pensar en las ventajas que pudiera obtener de una alianza con la derecha española. ¿Por qué? ¿A qué jugaba?
En Estados Unidos la primicia la dieron The Chicago Tribune y The Washington Post. Se hicieron eco de un despacho del superconocido periodista Jay Allen. Este había sido uno de los entrevistadores de Franco en los albores de la guerra civil. Había recogido sus afirmaciones de que estaba dispuesto a parar el comunismo en España, aunque tuviese que cargarse a la mitad de los españoles. Por si fuera poco, había informado también sobre la sangrienta ocupación de Badajoz. Ni que decir tiene que no era —y no es— uno de los darlings de la derecha española y mucho menos de sus historiadores de pro.
La noticia aparecida en el diario de la capital norteamericana la envió a Roma de forma inmediata el embajador fascista, Sergio Fulvich, que había sido precisamente subsecretario de Exteriores en la fecha del encuentro y cuyo superior inmediato era, precisamente, el propio Mussolini. El Duce tenía la sana costumbre de desempeñar a la vez varias carteras y, como superhombre que era, podía hacerlo sin problemas en el tiempo que le dejaban libre sus numerosos devaneos amorosos.
En los archivos italianos se encuentran residuos de la actuación de la Agenzia Stefani y de la red de embajadas y consulados fascistas. En Roma, algún funcionario despierto debió de acordarse de las noticias que mucho antes habían llegado a la Ciudad Eterna sobre un supuesto pacto que los partidos republicanos habrían firmado con Francia antes del establecimiento de la República y que había dado mucho que hablar. Por si las moscas, no se tocó de nuevo el tema, pero la información correspondiente se incorporó al expediente.
En los años de gloria de la dictadura franquista los archivos españoles estaban cerrados a cal y canto. Hace ya muchos años que han ido abriéndose. ¿A nadie le ha interesado conocer el expediente personal del ya teniente coronel Juan Antonio Ansaldo?
Es una pena que ni el general Dávila ni el profesor Gil Pecharromán se hayan molestado en verificar si quien esto escribe ha sido, o es, víctima de alguna alucinación. En todo caso, siempre podrían haber indagado como sesudos investigadores acerca de las preguntas básicas que debe hacerse todo historiador que quiera dejar de reproducir como vulgar loro lo que otros han escrito.
En este caso llueve sobre mojado porque en fecha tan lejana en el tiempo como los años sesenta del pasado siglo ya un político carlista, Antonio de Lizarza Iribarren, había escrito lo que él entendía que había pasado en sus conocidas Memorias de la conspiración, 1931-1936, publicadas por la editorial Gómez de Pamplona. Ni siquiera se han molestado en acudir a Wikipedia . Se encuentra fácilmente en IberLibro a precios entre 16 y 33 euros.
Tampoco falta la referencia al acuerdo en muchos de los numerosos historiadores que se han acercado al tema, como por ejemplo Coverdale, Preston, Ranzato y, más próximos a nosotros, Saz, González Calleja y Sánchez-Asiain (entre otros). El profesor Gil Pecharromán está un poco despistado y se limita a mencionar una fuente lamentablemente algo anticuada del año 1954. Es, por lo demás, uno de los pocos títulos en inglés, no más de una docena, que se indican en su abundante bibliografía.
No es el momento de perdernos en disquisiciones históricas acerca de los motivos del Duce, de las distorsiones del Sr. Lizarza o de las muchas bobadas que se han escrito sobre el tema. Para eso hay que hacer algo de investigación propia. Lo que sí está hoy al alcance de cualquier ordenador no son los papeles reproducidos por Lizarza, sino los originales, que se encuentran en la red, donde figuran desde hace años (I Documenti Diplomatici Italiani, serie VII, vol. XV, doc. 54, pp. 64-68). ¿No los han visto?
Tradicionalmente se ha dicho (así lo han asegurado como palabra de evangelio historiadores norteamericanos, italianos, franceses y españoles) que aquel acuerdo no tuvo grandes consecuencias. Los carlistas recibieron un montón de dinero, enviaron a algunos muchachones a recibir instrucción militar en Italia y poco más.
Me sorprende, pues, que, en la estela del comandante Ansaldo y de Lizarza (por muy poco fiables que sus memorias puedan resultar), ni el general Dávila ni el profesor Gil Pecharromán hayan tenido el menor interés en seguir la pista de los contactos que llevaron en marzo de 1934 a los dirigentes monárquicos y carlistas, civiles y militares, a firmar tal acuerdo. ¿O es que lo han considerado algo normal, corriente, civilizado? Que unos políticos de mayor o menor pelaje, que todo un teniente general jubilado como Emilio Barrera, que un diputado a Cortes como Antonio Goicoechea, exministro en la dictadura del general Primo de Rivera, se desplazaran a Roma por las buenas; que los recibiera uno de los héroes máximos de la Aviación fascista (la Regia Aeronáutica) y nada más y nada menos que el Duce, ¿no les ha parecido materia como para indagar un poquito? El profesor Gil Pecharromán menciona en, literalmente, cinco líneas (p. 389) algo del contexto y, menos mal, alude a prohombres como Eduardo Aunós y, sobre todo, al Excmo. Sr. Don José Calvo Sotelo, el “proto-mártir” por antonomasia.
Tal vez lo que hay detrás de tal silencio puedan ser, cuando menos, dos aspectos. El primero, la falta de curiosidad, uno de los componentes esenciales del oficio de historiador. El hacerse preguntas sobre cosas raras, atípicas, extrañas. Sin curiosidad ni se escribe Historia ni se descubre nada. El segundo es la conveniencia de leer porque, aunque ya es sabido que, para algunos, se conoce todo lo que hay que conocer sobre la República y la guerra civil, siempre pueden quedar aspectos ignorados.
Tal abulia es, por lo demás, incomprensible. En los años de gloria de la dictadura franquista los archivos españoles estaban cerrados a cal y canto. Hace ya muchos años que han ido abriéndose. ¿A nadie le ha interesado conocer el expediente personal del ya teniente coronel Juan Antonio Ansaldo? ¿A nadie le ha preocupado bucear en los archivos del carlismo que desde hace años se conservan en la Universidad de Navarra? ¿Es que los papeles de, por ejemplo, el conde de los Andes —distinguido líder monárquico— podrían no tener el menor interés? Y, colmo de los colmos, ¿es que no se les había ocurrido echar un vistazo a los papeles de las embajadas españolas en París, Lisboa, Londres, Roma y Berlín, por ejemplo? Están en el AGA. Antes habían estado en el Palacio de Santa Cruz. Al menos el profesor Gil Pecharromán debería saberlo. ¿No ha escrito sobre la política exterior española? ¿No ha leído ninguna monografía posterior a 1975 al respecto?
Es decir, me parece imposible extender un clean bill of health (científico, por supuesto) a tan distinguidos autores y muchos otros similares.
(Continuará. Ver aquí capítulo anterior).
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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo. Su última obra publicada es 'Oro, guerra, diplomacia. La República española en los tiempos de Stalin', Crítica, Barcelona, 2023.
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