El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Derogar el sanchismo
En la noche electoral, Abascal y Feijóo coincidieron en su mensaje a la nación: hay que “derogar el sanchismo”. ¿Y qué significa “derogar el sanchismo”? Con Ana Rosa el líder del PP, aparte de anunciarnos que está tomando clases de inglés, concretó que suprimiría la Ley de Memoria Democrática (comprensible), que perseguiría la okupación (¿?), que rebajaría los impuestos, incluido el de patrimonio (normal, teniendo en cuenta que solo lo pagan las grandes fortunas), y que recuperaría el delito de sedición (previniendo, es un suponer, que durante su hipotético mandato el procés recobre fuerza y le vuelvan a proclamar la República Catalana, como le pasó a Rajoy).
Si en esos pocos asuntos ha quedado el “sanchismo”, no parece que se trate del infierno que las derechas describen. Más bien parece que lo que no les gusta de las políticas emprendidas por los socialistas y sus socios de Unidas Podemos haya sido un trabajo sistemático para proteger a las clases medias con una expansión del gasto social y un mantenimiento de medidas muy del gusto de la población. Subida del salario mínimo y de las pensiones, refuerzo de la igualdad entre mujeres y hombres, regulación del derecho a una muerte digna, reforma laboral, impuestos a los beneficios extraordinarios de la banca y las energéticas, aumento de becas en cantidad y cuantía, desgaste de las pulsiones independentistas catalanas…
El problema que puede tener España no es tanto que el PP llegue y derogue todos esos avances. La historia constata que el PP no suele suprimir nada de lo que el PSOE ha promovido antes. Aunque pudo hacerlo sin problema, no derogó ninguna de las denostadas leyes e iniciativas que los socialistas aprobaron: ni la de violencia de género, ni la del aborto, ni la de dependencia, ni ninguna otra relevante… Ni siquiera en Andalucía se ha atrevido el PP a tocar nada de lo que los socialistas hicieron. Nada realmente importante. El problema, pues, no es la “derogación del sanchismo”, porque ni siquiera para ellos es tan terrible como lo pintan, ni se atreven luego a retroceder en políticas sociales.
Las verdaderas amenazas de un gobierno de Feijóo son dos: la primera consiste en volver a un Gobierno conservador que —también lo constata la historia— paralizará esos avances en favor de las mayorías y de los más desfavorecidos, de las mujeres y de las minorías marginadas y oprimidas, favorecerá el compadreo y el intercambio de favores con los grandes grupos empresariales, trasvasará con sutilidad, como en Madrid, con casi invisibles convenios, fondos públicos hacia la sanidad y la educación privadas, y tensará sin duda las relaciones con los nacionalistas, incluidos los independentistas catalanes y vascos (porque se ponga como se ponga el PP, Bildu es ya una fuerza política democrática y poderosa en el País Vasco, como lo es ERC en Cataluña).
La estrategia de esta campaña precipitada que el presidente del Gobierno ha puesto en marcha no puede ser más evidente, ni más realista: al final, los españoles tendrán que elegir entre dos opciones, porque en el centro no hay nada
La segunda amenaza, la más grave y la que Feijóo tratará de esconder y los socialistas de señalar sin descanso, es la necesaria colaboración de las dos derechas “la derecha extrema y la extrema derecha” en palabras del presidente Sánchez, para la formación de un Gobierno conservador. Esa amenaza es tan real como los datos de todas las encuestas. El PP no puede gobernar en este momento si no es con el apoyo de Vox, una vez cegado el corto y penoso camino de Ciudadanos. Y Vox no es un animalito indefenso. Es un partido involucionista, ultrarreligioso, revisionista y fundamentalista, que se rebela ante lo que considera “la dictadura progre”, el “buenismo”, el “globalismo” y el “fundamentalismo climático”. Es decir, un partido de la familia neofascista mundial, que tiene como hermanos a Trump y De Santis, a Bolsonaro y a Le Pen.
La estrategia de esta campaña precipitada que el presidente del Gobierno ha puesto en marcha no puede ser más evidente, ni más realista: al final, los españoles tendrán que elegir entre dos opciones, porque en el centro no hay nada. Derecha o izquierda. Sánchez y Yolanda, o Feijóo y Abascal. Es una reedición del bipartidismo de antaño, aunque haya dos partidos a los lados.
Sería un error que el PSOE personalizara demasiado la campaña en su secretario general, presidente del Gobierno y candidato. Ese sería el sueño de los adversarios. Si esta arriesgada apuesta del presidente resulta para él exitosa, será porque los españoles perciban una amenaza de involución y opten por frenarla. Si los socialistas, ahora golpeados y cansados, creen de corazón su misión, que es ni más ni menos que la defensa de las mayorías sociales de España frente a una amenaza ultraderechista, si hacen campaña en cada rincón en defensa de sus fundamentos morales —la igualdad, la tolerancia, el progreso, la auténtica libertad— y logran desmontar la composición de esa fantasmal y ridícula etiqueta del “sanchismo”, entonces España seguirá siendo dirigida por un gobierno progresista. Y será gracias a millones de votantes progresistas y a los cuadros de los partidos que los representan. Pero también gracias a Pedro Sánchez.
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