Urge volver a València Pilar Portero
Voyage, voyage
En el radiocasette, uno a pilas que va sobre el salpicadero, suena Voyage, voyage justo en el momento en que dejan la ciudad atrás, que en verano es más hormigón y asfalto porque en los barrios el calor se nota el doble. A él, que ese tecnopop francés le parece de lo más sofisticado, no le alcanza el dominio de idiomas más que para arrancarse en el estribillo con un “vaya, vaya” y continuar tarareando el resto de la melodía, como si la canción, en vez de un viaje, tratara de un disgusto, de una queja, como cuando la profesora, con una mano en la cadera -algo que le gusta pero que aún no sabe por qué- niega con la cabeza mientras dice, sin perder del todo ese tono dulce: “vaya con estos niños”.
El coche, un Talbot Horizon color crema, avanza por la Carretera de Valencia entre camiones y utilitarios, tan cargados como el suyo y, a su modo, un reflejo sociológico del país. Padre al volante, madre a los bocadillos, niño de EGB en el asiento trasero, sin cinturón, porque la ausencia del dispositivo de seguridad se contrarresta con una estampita de San Cristóbal en el salpicadero, para los creyentes, o una petición de desdoblamiento de la vía al Mopu, para los ateos. De Madrid a la costa el trayecto no se cuenta en horas, sino en medios días, dependiendo de la caravana, los accidentes y las paradas que hagan, algunas obligatorias, para cambiarle al agua al radiador y al canario, expresión que cuando utiliza le hace sentirse mayor, como si conociera un secreto.
Una vez que han atravesado Tarancón ya siente que han abandonado el mundo que conocía, porque se empiezan a ver iglesias, tractores, viejas con pañuelo y, de vez en cuando, un burro tirando de un carro, en caminos adyacentes, polvorientos y tostados por el sol. Cuando paran a echar gasolina -le da mucha rabia que su coche sólo admita normal pero no súper-, mientras que el operario con el mono azul de Campsa les llena el depósito, su padre le deja limpiar la luna delantera ya llena de mosquitos, no sin advertir su madre, desde la ventanilla bajada, manivela a toda prisa, que no se ponga perdido. Hay un cubo azul con una especie de trapo atado a un palo, algo de agua con espuma oscura. Al ir a coger el utensilio de cortesía, se fija en que una avispa flota, aún viva, en la superficie.
Aunque aquellos días se supone que eran un descanso para todos, la mujer no dejaba de hacer lo que hacía siempre, encargarse de la vida y la familia, de los pesares cotidianos, que quizá allí eran menos pero los mismos
Una de las cosas que más le gusta de las vacaciones, lo recuerda de otros años, son las sombrillas que ponen en la copa de helado por las noches, sólo de algunas, cuando toca tomar algo tras la vuelta por el paseo marítimo lleno de puestos, donde venden pulseras de cuero, colecciones de minerales en cajitas y tebeos de segunda mano que huelen a humedad. También pañuelos en muchos colores, los vende un hombre negro, cree que el primero que vio en su vida a parte de los que salen en la televisión. Sonreía y sólo hablaba algunas palabras en español, las justas para agradar, entenderse con los cambios y captar a nuevos clientes. A él, que en la playa hubiera negros le parecía también muy sofisticado, como la canción, porque los que conocía, MA Barracus, Michael Jackson y el del Chico de Oro, no podían molar más.
Del apartamento no sabían nada hasta que llegaban, a menudo ya de noche, porque su padre lo alquilaba a través del periódico, fiándose de las indicaciones del arrendador, a lo sumo de algunas fotos que le enseñaba aquel desconocido. Los muebles, rustico castellano, la tele, en blanco y negro, eran lo de menos. Lo que importaba era la terraza, si se veía el mar, aunque fuera tan sólo un cachito. Su madre, que llevaba sábanas aunque hubiera, pasaba el primer día adecentando el piso, porque siempre olía a cerrado, como si hiciera mucho que no pasara nadie por allí. Aunque aquellos días se supone que eran un descanso para todos, la mujer no dejaba de hacer lo que hacía siempre, encargarse de la vida y la familia, de los pesares cotidianos, que quizá allí eran menos pero los mismos. Nunca pensó en ello, a pesar de que ella lo decía, hasta unos cuantos años después.
De la playa le gustaba todo, porque era como una aventura diaria que te permitía ser quien quisieras, empezar de nuevo, aunque en su vida todo estuviera aún por empezar. El año anterior nadaba con su padre hasta un barco, anclado unas cuantas brazas mar adentro, de nombre “Pillín”, dibujado a mano en los laterales del casco. Al principio, el miedo le hizo la distancia insalvable, hasta que los ojos confiados de aquel hombre, que allí parecía un amigo, le dijeron sin palabras que lo podía lograr, que continuara, que ya quedaba poco. Fue la primera vez que sintió algo parecido al orgullo, cuando llegaron, al sentirse tan cerca de quien a veces, horarios, trabajo y bar, se sentía tan lejos. Fue la primera vez que supo que tras una brazada sólo puede venir otra si lo que quieres es no hundirte.
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