El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Desde el Plan Ibarretxe hasta ahora
Vamos a suponer que Alberto Núñez Feijóo, como se espera, no logra una mayoría parlamentaria para convertirse en presidente del Gobierno. Supongamos, y eso es fácil de suponer, que no hay algunos “socialistas buenos”, como los califica Vox para referirse a algunos traidores que pudieran romper la disciplina y permitir esa investidura. Si algunos ingenuos de las derechas creen que el Grupo Parlamentario Socialista que se ha formado tras las elecciones tiene algo que ver con aquella maltrecha y tumultuosa Federación Socialista Madrileña que impidió la investidura de Rafael Simancas (el famoso tamayazo), que se lo hagan mirar. Resulta a día de hoy de igual ingenuidad pensar que el Partido Nacionalista Vasco pudiera abstenerse para permitir un Gobierno de Feijóo que necesitaría el apoyo de Vox durante toda la legislatura. De modo que o sucede un extrañísimo acontecimiento en este mes que resta hasta el día 29 de septiembre, día de la segunda votación, o Feijóo no será presidente del Gobierno.
El 14 de enero se convertirá entonces en la fecha para una repetición electoral, a menos que Pedro Sánchez no plantee su voluntad de presentarse a la investidura. Nadie duda tampoco de que tratará de lograr un acuerdo con todos los partidos que le pueden dar esa mayoría, y que son Sumar (con Podemos), Esquerra Republicana de Catalunya, Junts, Bildu, PNV, BNG y quizá Coalición Canaria.
Según la extendida opinión, un Gobierno sustentado por tantos partidos es un “Gobierno Frankenstein”, es decir, monstruoso y peligroso. La última legislatura ha demostrado, sin embargo, que no tiene por qué serlo. Los problemas reales para el Gobierno no han venido de Bildu ni de Junts. Los principales problemas para los socialistas han venido de Podemos, que ha tensado mucho la cuerda en dos asuntos concretos: la ley trans y la del solo sí es sí. Esa visión madrileña trasnochada, según la cual las mayorías nacionalistas en el Congreso son necesariamente egoístas y enemigas de España, no se corresponde con la realidad. Desde la llegada de la democracia, esos partidos, que además son partidos históricos y muy asentados en sus territorios, han actuado con responsabilidad y sentido de Estado, excepto en dos momentos concretos, que fueron el denominado Plan Ibarretxe y el llamado procés. Ambos fueron iniciados con un Gobierno del PP en el Palacio de la Moncloa, presidido el primero por Aznar y el segundo por Rajoy.
Ambos tenían como sustento un supuesto “derecho de autodeterminación”: a ser un “estado libre asociado” en una España confederal en el caso vasco; a ser una república independiente en el caso catalán. Ambos fueron frenados por la vía legal y política con el consenso de los dos grandes partidos españoles, el PP y el PSOE.
Para buena parte de los españoles, que Puigdemont pueda venir a España o que unos cuantos centenares de personas más o menos desconocidas queden absueltas por poner urnas u ocultar papeletas, es por completo irrelevante
Coincidió en estas dos grandes afrentas independentistas que cuanto más paciencia y generosidad se demostraba desde el Gobierno central, más de reducían las opciones de los desafiantes. Y que cuanto mayor era la tensión, la negativa y la incomprensión del Gobierno, más aumentaba la pulsión nacionalista. Así, basta pasearse hoy por Cataluña para comprobar cómo han desaparecido o han quedado descoloridos los lazos amarillos que tanto abundaban, mientras aumentaba también el apoyo al Partido de los Socialistas de Catalunya, que hoy figura como preferido para el futuro Govern de la Generalitat. El indulto y la reforma del código penal en materia de sedición y malversación sentaron bien allí y en el resto de España solo ofendieron a las derechas más pétreas.
Cabe prever, aprendiendo de esas lecciones, que al presidente Sánchez y a sus negociadores no les importe demasiado aliviar las penas a los cientos de individuos que en distintos niveles aún están pendientes de juicio por los acontecimientos de 2017. Los constitucionalistas están de acuerdo en que es posible hacerlo dentro de los límites de la ley. A fin de cuentas, solo nos acordamos ya de vez en cuando de Puigdemont, al que vemos en una imagen poco amenazadora, desde ese caserón en Bélgica, que pretende ser la sede de una Presidencia de la Generalitat en el exilio y que solo lo es para unos cuantos miles de seguidores alucinados. Para buena parte de los españoles, aunque no sea para los que ocupan sus derechas más duras, que Puigdemont pueda venir a España o que unos cuantos centenares de personas más o menos desconocidas queden absueltas por poner urnas u ocultar papeletas, es por completo irrelevante.
Otra cosa sería que Puigdemont se empeñara en un referéndum y que Sánchez aceptara esa posibilidad, como hizo el Reino Unido con Escocia o Canadá con Quebec (con resultados contrarios a la independencia en ambos casos). Es esta una posibilidad que en algún momento aceptó incluso el PSC, con el rechazo inmediato del PSOE, por cierto. Y es esta una posibilidad que, en mi opinión, resulta imposible. Primero, porque la Constitución española no permite la separación de una parte de España ni prevé un referéndum para ello. Segundo, porque la legitimidad social de Puigdemont para plantearlo es más que escasa: es prácticamente nula, pues ni siquiera forma parte del Govern. Tercero, porque Pedro Sánchez es ahora un presidente en funciones y un probable candidato a la Presidencia, que no podría tomar una decisión de ese calado en las condiciones en las que se encuentra.
Hasta el momento, Junts ha dicho que el referéndum es una exigencia irrenunciable. Si así fuera, sin paliativos ni eufemismos ni concesiones, entonces no habría más remedio que repetir las elecciones. Los socialistas podrían entonces hacer campaña habiendo constatado que sí, que pueden ser generosos con quienes cometieron actos ilegales contra la integridad de España. Pero que no, que no aceptarán un referéndum de independencia como condición para gobernar. Otra cosa sería que se encontraran fórmulas, aceptables por Junts, para que esa consulta, por ejemplo en forma de un referéndum de aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, pudiera preverse. Pero para eso haría falta comprar el tiempo necesario para que Junts, ERC, el PP, Vox y, sobre todo, el PSC con Illa a la cabeza, midieran sus fuerzas en sus propias elecciones autonómicas. Y esa partitura está aún por escribir.
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