El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Construir al adversario
Se ha dicho y escrito tanto y tan bien sobre la doble o triple victoria en el reciente Mundial femenino de fútbol (una contundente victoria deportiva, otra de unas reivindicaciones de igualdad y reconocimiento que, al cabo, han provocado una tercera y poderosísima victoria, la del feminismo frente a unas estructuras de poder –institucionales, mediáticas, empresariales– que parecían hasta la fecha intocables), que huelga quizá añadir una coma más sobre el tema.
Pero queda aún una reflexión que hacer, creo que necesaria, sobre la profunda diferencia que separa y distingue las dos victorias españolas en un Mundial de fútbol, la de 2010 y la de ahora. Una diferencia que, obviamente, no se refiere al género de quienes jugaron entonces y de quienes lo han hecho ahora, o no principalmente, sino a la muy distinta imagen de país que ambas victorias reflejan.
En 2010, la mezcla de euforia y orgullo exhibida tras la victoria del mundial parecía, quizá por encima de todo, expresarse y afirmarse contra una suerte de herida o agravio nacional heredado: España (como selección de futbol pero, claro, como sociedad hasta cierto punto forzada a verse reflejada o representada en esa selección y sus logros) parecía no estar ya abocada necesariamente a la derrota, a ese límite clasificatorio de los cuartos de final que, en no pocos relatos, se presentaba también como un límite moral e incluso como una condición nacional. Un trauma superado que parecía resonar en un sentir más amplio o general. Como si el trauma deportivo conectara con otros traumas nacionales, y como si la superación aparente del primero se hiciera eco de la posibilidad de enfrentar y vencer los segundos.
Con el telón de fondo de una profunda crisis económica llamando a las puertas y a menos de un año del 15M, la victoria de 2010 funcionó seguramente como caja de resonancia de aspiraciones y deseos largamente asentados en los imaginarios colectivos de nuestro cambio de siglo: no solo o no tanto los de poder ganar un mundial, como los de poder ganar a secas. Ganar o, claro, triunfar, romper barreras y techos, ascender y confirmar formas de movilidad y éxito social. Como si el hecho de que España fuera por fin la mejor conectara con un deseo colectivo, pero del todo individualizado, de ser también cada cual el mejor o, al menos, de ser mejor que los que nos precedieron, esas generaciones pasadas que nunca podían del todo. España, como imagen o como relato, aparecía así libre de esa condena a un destino siempre mediocre, siempre insuficiente o escaso. No, a partir de ese momento, España podía. A secas, sin objeto necesario.
Este deseo gaseoso de victoria replicado en el de movilidad y éxito, este deseo convencido quizá de haber superado traumas y derrotas del pasado, este deseo tan propio del final de los 90 y los principios del 2000, tan del auge de las clases medias y las generaciones más y mejor preparadas de nuestra historia, esas que parecían creer que España ya era otra cosa (meritocrática e igualitaria, sin conflictos sociales o territoriales mayores, incluso unificada como nación a través del gol de Iniesta), este deseo se estaba afirmando en el mismo momento en que dejaba de ser posible: en junio de 2010, sí, a las puertas de los efectos devastadores de una profunda crisis económica y financiera que se transfiguró en crisis política, social y cultural.
Esa crisis que, precisamente, arruinaría las expectativas de movilidad, ascenso y éxito que la victoria en el mundial parecía metaforizar. Conviene no olvidar que en ese mismo junio de 2010 se publicó también la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña, quizá para recordar que la imagen de apaciguamiento y olvido de los conflictos y traumas del pasado era, precisamente, una imagen proyectada. Claro que poco menos de un año después de aquella victoria irrumpiría el 15M, convirtiendo en indignación aquel deseo de un futuro ahora quebrado.
Lo paradójico no fue solo que no ganara la imagen de España de los que plantearon las elecciones como un plebiscito entre representaciones enfrentadas de la nación, sino que en su derrota construyó como viable e incluso inevitable su imagen contraria
En fin, vayamos al 2023, al Mundial femenino y a esta segunda victoria española, porque creo que las representaciones y los imaginarios colectivos que se han puesto en juego, incluso haciendo abstracción del infame caso Rubiales, son profundamente distintos a los de 2010. Y no solo por los evidentes techos de cristal que un grupo de mujeres ha roto en pedazos, ni por el imponente ejemplo de lucha contra el sexismo y por la igualdad que, para miles de niñas, pero también de niños y adultos, supone esta victoria, ni siquiera por los años de luchas y reivindicaciones que la han hecho posible –recomiendo ver el documental Romper el silencio para entender de dónde venía esta selección–. Hay otra diferencia, creo que esencial: la de que la reverberación de esta victoria deportiva en los imaginarios colectivos no ha operado tanto desde el deseo (del país que se aspira a ser, del lugar al que se quiere llegar) como desde el reconocimiento (del país que, con todas sus contradicciones y conflictos, ya es o ya somos).
Me explico: la victoria por parte de un grupo de jugadoras diversas, unas racializadas, otras abiertamente lesbianas, de barrio o de periferias nacionales, feministas, por no hablar de las jugadoras ausentes pero de alguna forma muy presentes, esas que se habían visto obligadas a dejar la selección tras luchar por aquello mismo que ha permitido ahora ganar el mundial… esta victoria no refleja y metaforiza tanto, como en aquel 2010, un deseo social e individual de éxito, una proyección a futuro de lo que cada cual aspira a llegar a ser, como el reconocimiento fáctico de lo que ya se es pero se torna visible y real gracias a la victoria: una selección y, en reflejo, una sociedad mestiza, diversa, plurinacional, feminista, Lgtbi y reivindicativa que, lo diré sin rodeos, se parece mucho a la imagen que salió victoriosa, no sin dificultad, del plebiscito sobre la definición misma de país en que acabaron convertidas las elecciones del 23J.
Las metáforas deportivas están siempre cargadas de un exceso retórico que obliga a una debida prudencia, pero permítanme extenderme un poco más en esta analogía entre la final de fútbol del 20 de agosto y esa suerte de final nacional que fue el 23J. Es claro que en las recientes elecciones generales se acabaron enfrentando, en una suerte de juego de espejos identitario, dos imágenes o representaciones del país. Lo paradójico no fue solo que no ganara la imagen de España de quienes habían planteado las elecciones como un plebiscito entre representaciones enfrentadas de la nación, sino que en su derrota la derecha acabó construyendo como viable e incluso inevitable su imagen contraria.
Al plantear como un plebiscito entre ellos –y su pretendida propiedad monopolista sobre la definición de lo que sea España– y lo otro –el caos, los enemigos de la nación, la misma anti-España–, la derecha acabó, sí, nombrando y articulando a esa otredad, dándole carta de naturaleza. Construyó, sí, a su propio antagonista. Y no porque no existiera antes del 23J una vaga realidad progresista y plurinacional, sino porque nunca se terminó de afirmar y reivindicar como tal hasta que el resultado electoral la hizo tan real como inevitable. Es claro que ni Junts, ni ERC o Bildu, ni tampoco, qué duda cabe, el PSOE, buscaron durante la campaña representar o reivindicar abiertamente esa imagen heterogénea, plurinacional y progresista de país, eso que podríamos denominar un pueblo del Gobierno de coalición y de sus aliados parlamentarios. Pero fue precisamente eso lo que se acabó afirmando la noche misma del 23J.
Encuentro en lo sucedido tras la victoria de la selección femenina de fútbol ante Inglaterra, pero también ante Rubiales, una inquietante similitud. Si el infame Rubiales y el no menos infame Vilda hubiesen adoptado una posición discreta durante las celebraciones de la victoria, si hubiesen tenido la decencia o la astucia de situarse aquel día en un segundo plano, habrían conseguido, al menos durante un tiempo, ganar el relato contra aquellas y aquellos que los habían cuestionado y denunciado desde hacía ya demasiado tiempo, como recordaba Alfredo Pascual hace unos días en Twitter (o X). Serían así los protagonistas de una historia de heroicidad compartida en la victoria de las jugadoras; serían protagonistas, pues, de un relato en el que la lucha por la igualdad en el fútbol femenino, no reñida con otra forma de entender el deporte y la realidad social misma, habrían quedado opacadas por una narrativa nacional de éxito y esfuerzo de todos.
Pero no, en su infame, violenta aunque cristalina celebración de la victoria, Rubiales, como representación de un mundo que se acaba, no ha hecho sino exhibir la forma de poder desinhibido del varón que ha visto cuestionados sus privilegios y solo sabe reaccionar desde la venganza y el convencimiento de que la realidad, en este caso el futbol, la victoria y las propias jugadoras, le pertenecen. Acaso como otros estaban convencidos hasta hace unas semanas de que era la idea misma de España la que les pertenecía.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.
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