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La capilaridad es necesaria

Salgo de una tertulia donde ha surgido la pregunta: “¿qué le falta a la izquierda?” (para ser decisiva en las múltiples crisis actuales), y mi respuesta ha sido: “izquierdistas” en su más amplia acepción. Explico esta afirmación, que haría feliz a Perogrullo.

Subo al metro en una hora punta: gente que va al trabajo, al médico, que lleva a los niños al colegio. En su mayoría con semblante apático, cansado, con breves reflejos de la pantalla de su omnipresente móvil en el rostro. 

Y me asalta una pregunta. ¿Cuántos estarán leyendo un artículo de opinión? Bueno, bajo el listón: ¿Cuántos estarán mirando los titulares de última hora? ¿Tampoco? Tik Tok, Instagram, Facebook, X… van destilando su gota malaya, a través de un pasaje aparentemente anodino, falsamente aséptico, generando en quien la recibe un caldo de cultivo donde crecerán tomas de posición, por ejemplo ante unos comicios. No todo son ataques zafios, no todo son datos y noticias falsas. Hay también una influencia subliminal que afecta, más de lo que pensamos, a la formación de una opinión sobre los más diversos temas: de la inmigración al feminismo, de la justicia a los servicios públicos. Y lo que es peor, imperceptiblemente, sin que el afectado pueda recurrir al filtro de un razonamiento crítico y ecuánime, imposible de conseguir en el trajín del día a día.

Los principios de cada uno se generan a partir de múltiples entradas, conscientes o no, no siempre concordantes. De la televisión, de los periódicos, claro. Y también del roce con otras opiniones, del encuentro social, no necesariamente centrado en temas relevantes. A ello hay que añadir los input emocionales, que favorecen la empatía con un grupo u otro ya posicionado. De ahí la alarmante situación en la que la derecha más extrema se apropia de una serie de símbolos, que hipotéticamente nos representan a todos, gestionándolo arteramente por unos pocos para manipular la emotividad de la gente. Lo que se respira alrededor de uno es hedonismo individualista e insolidaridad, así que uno adapta sus principios y su quehacer a ello por miedo a parecer “raro” y se sube a un carro desde el que difícilmente oirá (y menos escuchará), por ejemplo, las pedagógicas charlas de Zapatero. Dice Noelle-Newmann: “En épocas de cambios drásticos es muy necesario prestar atención a cómo hay que comportarse para no quedarse aislado”, así que se dedica atención a adquirir los trazos que definan al individuo como miembros del grupo que sea, y ahí es decisivo la cercanía de los que pretenden influenciar, la frecuencia de los contactos y la potencia de sus medios. Así que, a causa de la creciente “epidemia de soledad”, en términos del informe de Vivek Murphy, el individuo, solo, está más expuesto a demagogias y populismos de todo tipo, a la vez que va perdiendo lo que aún pudiera tener de “conciencia de clase”.

Hay un mundo entre las razones morales (ahí, serias, compactas…, alejadas), y el ciudadano corriente que bastante tiene con el día a día para tener que encaramarse a cogerlas, como si fueran el tarro de compota de la abuela. Eso sí, recoge las migajas que le van llegado, de aquí y de allí, para componer un menú de actitudes de circunstancias. El problema surge cuando la derecha (ya nos entendemos, la insolidaridad, el “que gane el mejor”, la de ”trabaja y calla”) no solo esparce muchas más migas que lo que pudiera caer de una fuente de solidaridad y justicia, sino que están abundantemente edulcoradas. Y se tragan fácil, ¡vaya si se tragan! El control de las mentes se consigue más en el ámbito lúdico que en el laboral, que era donde se situaba la “lucha de clases”, esa que el individualismo hedónico ha disuelto.

El hedonismo reinante pone el foco en lo económico como plataforma para alcanzar una felicidad utópica, donde se olviden las preocupaciones, mientras que estas se atribuyen a un cada vez más desprestigiado entramado político

Entonces: ¿cómo puede llegar a extenderse un mensaje que favorezca el sentirse parte de un colectivo amplio, solidario y justo, de izquierdas en su acepción más amplia? Siempre me ha preocupado el distanciamiento entre los planteamientos políticos y la gente de la calle, el ciudadano de a pie. Veo en una estadística que el número de afiliados a los más de 4.500 partidos políticos (Sí, has leído bien: ¡cuatro mil quinientos!, ¡eso merece otro artículo!) es de menos de un millón y medio, lo que significa menos de un 2,4 % de los votantes. Así que alrededor de 23 millones de personas votaron el 23 J sin una adscripción determinada, sino actuando en función de sus filias y sus fobias. Y esas se fueron formando a partir de las emociones, los medios de comunicación y la influencia capilar del tú a tú.

Hay múltiples sendas por donde discurren las influencias, que van desde los formadores de opinión hasta los receptores que a su vez elaboran la suya y la transmiten a su entorno: caminos tortuosos, en la que los mensajes entrechocan entre sí, y en los que abundan los peligros y las trampas. Desde la intención de condicionar servilmente las voluntades, hasta la propia desidia e ignorancia, de la que van surgiendo atajos a ninguna parte. En cada uno de los múltiples cruces, los intercambios con los demás transeúntes aportan elementos, en hueco o en relieve, al propio posicionamiento. 

Ante tal enmarañamiento, ¿qué posibilidades tiene un mensaje coherente y cohesionador, para llegar desde los eximios pensadores hasta el ciudadano de a pie? Ejemplos (poco ejemplares en algunos casos) haberlos haylos. Pongamos la Iglesia (no en vano ha durado más de veinte siglos): ¿Cuál es el hilo que une una encíclica papal, ex cátedra, con la viejecita que, rosario en mano, está limpiando el altar después de una boda? El trayecto se a consolidado mediante, puntos de encuentro donde adquirir un sentido de pertenencia: liturgia, parafernalia, técnicas de control psicológico (¡ah, la confesión!), y también Cáritas, escuelas (y universidades) concertadas y privadas, colonias infantiles de verano, grupos de catequesis, y mil fiestas parroquiales donde mientras hace una tarta, la feligresa va consolidando su propio sentir como miembro de un colectivo, influenciando y siendo influenciada a su vez por la que ha traído el chocolate. ¿Y enfrente?, ¿cuál sería hoy el equivalente al sentimiento de clase trabajadora (tan sólido hace un siglo)? ¿cuáles serían los mínimos trazos definitorios?, y algo aún más crítico: ¿cómo transmitirlos y potenciarlos? Se hizo durante la II República hasta que lo borraron a cañonazos. En aquel momento, las Misiones Pedagógicas, las bibliotecas, escuelas públicas, el teatro, llegaban al más recóndito lugar, generando un mínimo común entre gente de muy distinta condición. Hoy, ni tan siquiera en el nuevo ámbito de las redes sociales, y menos en vivo y en directo, nada hay de eso.

El tema daría para un libro o hasta para una biblioteca. Por mi parte, leo a Enzo Traverso y me abre una vía: “Los acontecimientos de junio de 1848 (en París) revelaron que había nacido un nuevo cuerpo político: la constitución de los oprimidos y de las clases trabajadoras en un sujeto histórico… En sus recuerdos, Tocqueville solo al hablar de su propia clase distingue a sus miembros (propietarios, abogados…) No habla de zapateros, carpinteros, molineros, lavanderas o sastres. Menciona exclusivamente a “los trabajadores”, al “pueblo””. Parece que ahora el modelo es inverso: Están “los poderosos” (con su ejército de ejecutores de órdenes), arrogantes en su solidez, y enfrente los/las ecologistas, los/las feministas; incluso el hipotético (y amplio) “grupo de trabajo con bajo salario” se atomiza en ryders, kellis, teleoperadores, y cientos de miles a los que su sueldo no les permite llegar a fin de mes, etc., etc.…  

Me permito un apunte: Quizá el problema tenga su origen en la distinción cada vez más rígida entre lo “político” y lo “económico”. Volvamos a la religión: su pretensión, conseguida en muchos casos, es generar una conciencia global que impregne todas las decisiones del individuo (económicas y políticas, voto incluido, aunque no lo expliciten). ¿Cuánta gente vota al PP como consecuencia lógica de sus creencias religiosas, de base conservadora? ¿A qué partido votan mayormente los formados en las escuelas elitistas? En cambio, hoy en día, muchas de las reivindicaciones populares, justas por descontado, se ciñen al campo económico, sin establecer la conexión con lo político: mejor salario, vacaciones, subvenciones, también salud, educación, limpieza de las calles… En muchos casos no se reivindican a partir de un proceso lógico que nos lleve a un proyecto solidario con un sentimiento colectivo de pertenencia (léase obrero, asalariado, empleado, etcétera) sino moviéndose solo en el terreno que domina quién posee los medios y controla los resortes. Ni siguiera el desastre de las residencias de ancianos durante la pandemia en Madrid, tan bien documentada en infoLibre (¡Gracias, Manuel!) cala en el ciudadano de a pie como un problema político. Alguien “de izquierdas” muy posiblemente se indignará ante la gestión de Ayuso, reforzando su posicionamiento, pero apuesto a que a muchos de los afectados que no se consideren ya parte de las izquierdas, su irritación, su cólera, no los va a llevar a actuar en consecuencia, votando para que ello no se vuelva repetir.

En los últimos años, ha habido movimientos tectónicos que han ahondado la brecha. El hedonismo reinante pone el foco en lo económico como plataforma para alcanzar una felicidad utópica, donde se olviden las preocupaciones, mientras que estas se atribuyen a un cada vez más desprestigiado entramado político. Cuando algún vocero (o alguna) secuestra el concepto de libertad, lo utiliza para venderlo como una vía de satisfacción económica o de goce personal, pero no para afrontar procesos solidarios de difícil y sacrificada solución, como la inmigración o los derechos de las minorías. Y lo consigue porque, mientras él (o ella) domina el flujo de influencia e impregna así todos los niveles sociales condicionando sus posicionamientos políticos, la miríada de organizaciones reivindicativas, cada una por su lado, no consigue reactivar el flujo que haga llegar su mensaje, su esprit de corps, al último capilar del cuerpo social.  

Los meritorios grupos solidarios, siempre pocos, nunca suficientes, adolecen de falta de capilaridad, de tiempo, medios y disposición para establecer una comunicación y una presencia constante, mediante la cual se vaya impregnando a la ciudadanía de ese sentimiento de pertenencia a un grupo: el de los que no deciden, los que no son dueños, aunque quisieran, de su destino. El siguiente paso es el sueño de cualquier populismo: dejar el destino colectivo en manos del desalmado de turno.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. Es autor de 'Participar hoy. Notas para una participación eficaz' y miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre.

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