Sólo lo común nos salvará a todos: política (honesta) frente al odio Jesús Maraña
Tu madre millennial de confianza
No tenemos hijos, criamos. A la familia y a los amigos los llamamos “tribu”. En nuestras casas no hay más azúcar que la que presenta naturalmente la fruta. La televisión ya no suena de fondo como uno más de la familia. Los juguetes son de madera pálida, los colores ya sólo son pastel. El papel Albal ya no envuelve bocadillos de pan blanco: el pan blanco es azúcar puro, el pan blanco, eso sí que no, por favor te lo pido que el niño no vea la barra.
Para acompañar mi tercer cumpleaños como madre, he visto la serie Esto no es Suecia, disponible gratis y completa en la web de RTVE. Ocho capítulos de puro espejo de maternidad millennial, con más y menos ajustes y deformaciones. Nos va la vida en que nuestros hijos se coman la bendita tostada de aguacate, cada mañana partimos religiosamente diez arándanos a la mitad para el táper del colegio libre de BPA. Ilusiones de control. Descartamos los cuentos del desván: qué cantidad de mensajes horribles, cómo crecimos en esa crueldad. Lo haremos mejor para nuestros hijos –nos decimos–.
Puedo identificar a las Marianas (Aina Clotet) en segundos. A mí también se me ve rápido. Tu madre millennial de confianza: nuestros hijos sólo llevan calzado respetuoso, no los verás con una bolsa de gusanitos, Esto no es Suecia la hemos seguido a escondidas porque nos tomamos a pecho el pantallas no de los pediatras. En las casas de nuestros padres sufrimos por esas teles que siguen puestas todo el día, a ver si el niño va a descubrir cómo pasamos nosotros la infancia y le gusta. Sus teles son nuestros móviles.
Nos va la vida en que nuestros hijos se coman la bendita tostada de aguacate, cada mañana partimos religiosamente diez arándanos a la mitad para el táper del colegio. Ilusiones de control. Descartamos los cuentos del desván: cómo crecimos en esa crueldad
Somos una generación con fama de floja y ojalá fuera cierto. La realidad, que con certera autoparodia narra la serie, es que somos una generación intensa, exigente, atrapada en la necesidad autoimpuesta de no fallar. Tenemos toda la información y no tenemos excusas: hacemos todo por blindar a nuestros hijos de un mundo de ultraprocesados, pantallas y violencia que espera al acecho con sus bramidos de neón al menor descuido.
El mundo no acompaña. Queremos vestir a nuestros hijos sin estereotipos de género, pero entras en una zapatería y te dicen: o unicornios rosas o coches con gran llama. Yo sólo quería unas botitas para andar por casa, señora. Conseguir alguna vez vestir a un niño sin estampados de grúas y dinosaurios es una proeza. La ropa que venden para las niñas, desde muy pequeñas, está más entallada, es más incómoda. Hace dos domingos vi a una tratar de trepar con leotardos por donde mi hijo y otros campaban en chándal y sentí mucha rabia y un picor familiar en el cuello: vestidos de misa, no te vayas a manchar.
La familia de la serie dice “Esto no es Suecia” y yo, al verla, digo “Esto no es Collserola”. Vivir en una ciudad pequeña y tradicional y, sobre todo, criar cerca de mi familia pequeña y tradicional, me quita pureza –y alguna tontería– de madre millennial. Cuando lean estas líneas mi hijo estará comiendo una tarta de chocolate de supermercado, rodeado de unas personas que nos llamamos familia y no tribu, y quizás su abuelo le ponga los dibujos un rato y le regale un juguete grande de plástico y le coloque un trozo de pan blanco en la mano y yo no diga nada porque un día es un día y soy tu madre millennial de confianza, pero no una aguafiestas.
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