“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
Aquel marzo de 2004
La noticia
El inicio de la mañana fue como todas. Acabar la jornada cuando el sol empezaba a salir, pasarle las incidencias a la compañera del siguiente turno y dirigirse a la parada de Ríos Rosas para emprender el viaje a casa. Primero el metro, luego el tren. Los que somos de periferia, algo que fue una identidad antes de que la gilipollez aspiracional viniera a quedarse con todo, tenemos una relación casi íntima con ese mundo de estaciones, vagones y mapas de líneas férreas, arterias por las que la marea proletaria se mueve cada día sin que se ponga de relieve, casi nunca, que nuestro mundo sigue siendo una realidad que depende del trabajo asalariado.
Trabajar de noche era ir al revés de casi todo. Dormir de día, con un mercado enfrente de casa, una tarea difícil. Un programa de misterio descargado en el mp3, dejarse llevar por la voz del locutor hasta que el cansancio hacía el resto. Al poco, en ese instante donde se mezclan la vigilia y el sueño, alguien te toca el hombro y con voz quebrada te advierte: “despierta, han puesto una bomba en Atocha”. El sitio por el que habías pasado hacía poco más de una hora, ese lugar por el que irremisiblemente siempre ha circulado tu vida y las de tantos otros, convertido en un emplazamiento de muerte.
Las llamadas
La televisión estaría encendida todo el día. Las imágenes eran de una cotidianidad rota. Aquellos Cercanías detenidos, reventados desde adentro, anticiparon lo peor. En la pantalla aparecían ambulancias, bomberos, heridos andando con esa expresión de quien ha sido asaltado por lo terrible. No les conocías pero podrían ser los tuyos. Lo primero fue tirar de teléfono e intentar contactar con quien sabías que también había pasado por allí aquella mañana, con la esperanza de encontrarle a salvo en su oficina.
“En la embajada de Estados Unidos había una tanqueta de la policía”. Es lo segundo o tercero que te dice, después de asegurar que está bien, de contarte que estuvo en el mismo andén de la explosión, antes de dirigirse a Recoletos. El dato no te cuadra porque, según informan en todas partes, ha sido la ETA. Hace poco más de un año había comenzado la guerra en Irak. Preparaste las manifestaciones contra aquella carnicería repartiendo panfletos en la estación de Zarzaquemada. “No más sangre por petróleo” podía leerse en grandes letras sobre la imagen de un bombardero.
“La culpa es vuestra por haber pactado con el Carod”. A alguien sin mayor relación con la política que acercarse al colegio el día de las elecciones le espetaron aquella frase también en una llamada. El veneno que Jiménez Losantos lanzaba desde su micrófono había empezado a hacer efecto, no respetando ni los vínculos familiares. En su universo de inmundicia moral, cualquier persona de izquierdas era responsable del atentado por el pacto del Tinell, aquel acuerdo para un gobierno progresista en Cataluña. No había redes sociales y todo era mucho más lento. Pero las intoxicaciones se producían igual.
El miedo
Al día siguiente hay reunión del sindicato en Getafe. Te piden, por favor, que no vayas, porque hay que coger el metro. También porque cualquier cosa que huela a política se siente sospechosa. Pero la cuestión es que si tus compañeros van, tú también tienes que ir. “Pero al menos quítate las chapas de la cazadora”. El miedo que se transmite entre generaciones, uno con base cierta en que en este país determinadas sombras nunca acabaron de irse, incluso en democracia. En aquel entonces era difícil de entender. Hoy se percibe todo mucho mejor.
En el intercambiador hay policía con subfusiles y chalecos antibalas. Esa tarde de viernes millones de personas salieron a las calles de España para mostrar su repulsa al atentado terrorista. Tú no acudes porque sientes que el Gobierno de Aznar va a instrumentalizar la protesta. Bajo la lluvia y al paso de la pancarta de las autoridades algunos asistentes gritan “quién ha sido”. Te lo cuentan en la radio. En La 1 de Urdaci no hay rastro de aquella pregunta. Cualquier persona medianamente informada empieza a cuestionarse la narración con la que se ha intentado engañar a todo un país horas antes de unas elecciones.
La mayoría de asistentes a la manifestación había estado en las protestas contra la LOU, la huelga general del 20J, en las marchas por el desastre del Prestige. Muchos no llegaban a los 25 años pero ya entendían los conceptos de militancia y organización
La indignación
Ángel Berrueta es panadero en Pamplona. Discute con una clienta que quiere obligarle a poner un cartel condenando el supuesto atentado de ETA. La mujer sale del establecimiento gritando “voy a matar a ese hijo de puta”. Es sábado 13 de marzo sobre la una de la tarde. A la panadería acuden el marido de la iracunda clienta, Valeriano de la Peña, de profesión policía nacional, y su hijo de 19 años. El joven porta un cuchillo con el que apuñala a Ángel, el padre le mete cuatro tiros.
El final de la tarde te coge leyendo la prensa extranjera en internet donde ya se habla con claridad de un atentado islamista. No estás en tu casa porque en aquellos años no todos contábamos con una conexión. Te llega un SMS de un amigo: “Hay gente yendo a Génova”. Le llamas. Te dice que en CNN+ están conectando con la calle donde el PP tiene su sede y que ya hay mucha gente. “¿Vamos, no?”, le dices. Por el chat del Messenger avisáis al resto y conseguís un coche.
Unas cuantas miles de personas caminan por el centro de Madrid. “No estamos todos, faltan doscientos” se corea con rabia y con lágrimas en los ojos. Meses después nos explican que aquello ha sido un flashmob, una concentración espontánea gracias al poder de difusión de los teléfonos móviles. A los expertos en tecnología se les olvida lo que es la concentración de fuerzas. La gran mayoría de asistentes a aquella manifestación había estado en las protestas contra la LOU, la huelga general del 20J, en las marchas provocadas por el desastre del Prestige. Muchos no llegaban a los 25 años pero ya entendían los conceptos de militancia y organización.
La marcha se dirige al Congreso de los Diputados pero algunas personas te advierten de que es ilegal. Llevas el transistor a pilas pegado al oído. Carlos Llamas está al frente de Hora 25 y pide a los tertulianos serenidad frente a los rumores de que el Gobierno ha llegado a pensar suspender las elecciones del día siguiente. Acabáis de madrugada en la plaza de Carlos V, la glorieta frente a la estación de Atocha. La fuente está sin agua. La ciudad, el país, sumida en una calma tensa hasta que se abran los colegios electorales.
El silencio
Supongo que han pasado unos días desde aquello. Es por la tarde y vuelves al trabajo, a aquel servicio de teleasistencia donde charlas por teléfono con algunas abuelas para recordarles su medicación y donde ellas te cuentan, una vez que han tomado confianza, lo antipática que es su nuera. No sabes si el vagón va más vacío que de costumbre, lo que sí puedes afirmar es que el silencio se ha apoderado de aquellos Cercanías que estaban siempre llenos de bullicio y conversaciones.
Siempre he pensado que aquel silencio, que quizá sólo volví a escuchar en las calles al principio de la pandemia, no se debía tanto al miedo como al respeto. Una especie de homenaje anónimo de todos los que cogíamos los trenes a aquellos desconocidos que quizá compartieron trayecto con nosotros. Gente a la que se le quedó congelada la existencia en aquellas vías, en aquel marzo de 2004. A pesar de lo que diga Gardel, veinte años es mucho tiempo para una persona. Dos décadas en las que la juventud se transforma en adultez, las ilusiones en recuerdos y las expectativas en realismo. No puedo dejar de pensar lo injusto que es que alguien te robe algo así.
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