Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Guerras
El tres de marzo, mientras desayunaba, me encontré con este titular: “Europa se prepara ya para un escenario de guerra”. Añadía el periódico, por si quedaban dudas: “La UE fortalecerá su capacidad de defensa con más armamento e inversión ante la amenaza de Vladímir Putin y lanza mensajes a la población de que un conflicto no es imposible”. La voz que alertaba de un futuro bélico, que intuía próximo, era nada menos que la de Úrsula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, quien había declarado ante el pleno del Parlamento: “La amenaza de guerra puede no ser inminente, pero no es imposible”. La matización no sirvió para endulzar precisamente una mañana de domingo que hasta entonces transcurría razonablemente.
El 7 de marzo, leí que el ministro de Exteriores chino destacó en una comparecencia cómo la falta de una salida a la guerra en Ucrania en el corto plazo podría llevar a un agravamiento bélico: “A falta de conversaciones de paz, se acumularán los errores de percepción y de cálculo. Y pueden conducir a una crisis aún mayor”, dijo. A esto añado la otra noticia estratégica de la pasada semana: Suecia ha decidido formalmente incorporarse a la OTAN, convirtiéndose en el miembro número 32 de la Alianza Atlántica, una vez superados los bloqueos de algunos países miembros, como Turquía. Explican que, con sus submarinos modernísimos y sus magníficos aviones de combate Saab 39 Gripen, será un vínculo formidable entre los países del Atlántico y del Báltico… en tiempos difíciles, de los que sugiere Von der Leyen. Los suecos la han tomado en serio, parece, y acuden al calor del apoyo mutuo por lo que pueda suceder.
Conflictos
Aunque no sabemos qué puede ser de la OTAN si en las próximas elecciones estadounidenses un Donald Trump con el camino libre para su candidatura, después del “supermartes”, más crecido y presumiblemente mucho más drástico y con ánimo de revancha, regresa a la Casa Blanca. También las elecciones europeas del próximo mes de junio son motivo de inquietud para los expertos, pues las encuestas apuntan hacia un incremento de la ultraderecha y de fuerzas populistas, en muchos casos de talante prorruso. Mientras tanto, en Portugal, la extrema derecha ha obtenido un importante 18% de los votos en juego, lo que la sitúa como tercera fuerza política en el país vecino. Es decir, se dibuja un panorama, cuando menos, perturbador.
En el epicentro, nos encontramos con las dos guerras próximas vivas, una en Ucrania y la otra, la de Gaza, aunque en este último caso la palabra guerra no tiene demasiado sentido por la asimetría entre los contendientes y las masacres sucesivas sobre la población civil palestina por parte del ejército israelí ante la vista, ciencia y paciencia de la práctica totalidad de occidente que —principalmente EEUU— sigue suministrando armas a Israel.
Todo ello me lleva a reflexionar sobre el significado y sentido de la palabra guerra. La expresión es polisémica y, por tanto, tiene múltiples aplicaciones en nuestra vida diaria: guerra de cifras, guerra de datos, guerra judicial, guerra contra las drogas, guerra contra el terrorismo, guerra contra el crimen organizado, guerra de baja intensidad, contra el hambre, guerra nuclear, tercera guerra mundial, guerra de aniquilación… Pero ¿qué es la guerra? ¿Qué grado de implantación tiene el concepto en la mente humana? ¿Hasta qué punto, somos intrínsicamente violentos como raza?
La definición de la RAE hace tiempo que quedó fuera de órbita: “Desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias”. Resulta descriptivo, pero no llega a la esencia de lo que supone la confrontación humana violenta en los diferentes escenarios. Escenarios en los que, cíclicamente, se reproducen conflictos y se inventan otros nuevos que alimenten la maquinaria de las multinacionales de las armas y retroalimenten a los lobbies que las representan engrosando, así, sus cuentas de resultados.
Política
El filósofo y militar prusiano Karl Von Clausewitz, en su libro De la Guerra , concretaba que “la guerra es una mera continuación de la política por otros medios”. O como decía el piloto de la Luftwaffe en la II Guerra mundial Erich Hartmann: “la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”. Ciertamente la política llevada al límite de manera desaforada conduce al conflicto armado y muchos políticos parecen estar deseando provocar situaciones que no tengan vuelta atrás. Olvidándose de lo que es beneficioso para la sociedad, enconan el conflicto hasta que la confrontación se haga inevitable y el enemigo muerda el polvo.
Una manifestación de la denominada “guerra judicial” o lawfare la vivimos en Cataluña durante lo que se vino a llamar el procès. El enfrentamiento entre el Gobierno central del PP impidiendo cualquier acuerdo político y el gobierno de la época de la Generalitat en rebeldía, que no veía más allá de su ensoñación independentista, llevó a la intervención del “ejército judicial”, que asumió el mando en todos los niveles.
Todas las defensas, diferentes a las judiciales, se abatieron, y la campaña no cesó hasta la derrota total de los representantes catalanes ante el Tribunal Supremo. Pero, como en todo conflicto, quedaron las secuelas de los huidos o de otros investigados menores y la solución política de los indultos por el nuevo gobierno progresista de la época. En realidad, no se llegaron a rendir las armas judiciales porque el sector que las enarboló sigue firme en sus posiciones y abre nuevos escenarios de confrontación, por inverosímiles que nos parezcan, auspiciados y jaleados por el sector social y político que quiere que la ofensiva continúe.
Quienes así piensan olvidan las lúcidas palabras de San Agustín: “Nocendi cupiditas, ulciscendi crudelitas, impacatus atque implacabilis animus, feritas rebellandi, libido dominandi, et si qua similia, haec sunt quae in bellis iure culpanturui” (“El deseo de hacer daño, la crueldad de la venganza, la mente desquiciada e implacable, la ferocidad de la rebelión, el deseo de dominación, y si hay algo similar, estas son las cosas a las que con razón se debe culpar en las guerras”)
Víctimas
La experiencia demuestra que el grado de belicosidad aumenta exponencialmente cuando se trasponen límites, faltando al respeto al otro y abriendo la puerta al odio. La ultraderecha es experta en dar salida a estos sentimientos exacerbados, dado que su función se limita a agitar el clima de agresividad para llevar al descontento, la confusión y el caos. Esos y no otros son sus principios, al punto de que desconocen las enseñanzas de Maquiavelo: “Vencer es convencer sobre la inutilidad de la lucha; pretender que la parte contraria abandone cualquier expectativa y, consecuentemente, acceda a una negociación que le permita satisfacer sus objetivos más relevantes”. Como es obvio, las palabras convencer o negociar no figuran en el vocabulario de estos grupos o, al menos, no lo están a no ser que su interés lo imponga.
Las primeras víctimas de las guerras son los más vulnerables, mujeres y niños, mayores, personas enfermas o con alguna discapacidad, y lo que cada vez se percibe con total nitidez es que las reglas de la guerra ya no existen, o se falsean a niveles estratosféricos, aprovechando todas las técnicas de confusión y desinformación en cuanto a las causas y las razones de su existencia.
Mientras tanto, tienen lugar desplazamientos forzados de cientos de miles de personas, hambruna, escasez de medicinas, negativa a la ayuda humanitaria, acusaciones contra agencias de la ONU y más remesas de armas por quienes poco hacen por exigir la paz
Lo estamos viviendo en Ucrania, en aras de una recuperación histórica de territorios, de una parte, o de una supuesta necesidad de expansión de una alianza militar para contrarrestar al enemigo, de otra. Por su parte, en Gaza, la causa inicial fueron los ataques terroristas de Hamas, pero el desarrollo de la venganza israelí ha adquirido tal envergadura que es insoportable escuchar como causa de justificación el derecho a la legítima defensa por parte de Israel. ¿Dónde está la legítima defensa de las casi 32.000 víctimas civiles, de los miles de niños que han sido masacrados o de los que están muriendo de inanición o de los enfermos que son aniquilados en hospitales, so pretexto de que estos dan cobijo a terroristas? La única prueba de lo que se afirma es la voluntad del mismo que afirma la imputación.
Mientras tanto, tienen lugar desplazamientos forzados de cientos de miles de personas, hambruna, escasez de medicinas, negativa a la ayuda humanitaria, acusaciones contra agencias de la ONU y más remesas de armas por quienes poco hacen por exigir la paz. Eso sí, la justicia penal internacional está ausente, el fiscal de la Corte Penal Internacional desaparecido, la sociedad civil en general paralizada o dividida, y los responsables políticos, cada cuál a su interés.
¿Hasta qué punto lleva el hombre la guerra en su naturaleza? Sigmund Freud escribió: “…sería inútil pretender suprimir las inclinaciones destructoras del hombre. En las comarcas felices de la tierra, donde la naturaleza ofrece profusamente todo cuanto el ser humano necesita, debe de haber pueblos cuya existencia transcurre plácidamente y que no conocen ni el apremio ni la agresión. Me cuesta creerlo y estaría encantado de saber más sobre esos seres felices…”
Inhumanos
“La guerra es, sobre todo, un catálogo de errores garrafales”, aseveró Winston Churchill. Errores que siempre acaban igual, con muerte y destrucción y con ejércitos como instrumentos imprescindibles. Lo contó muy bien Ernest Hemingway en sus Poemas de la guerra, cuando gritaba la indecencia de la misma, y se lamentaba de que, al fin y al cabo, “todos los soldados escuchan las mismas viejas mentiras y los cadáveres siempre han atraído a las moscas”.
Cada uno de nosotros debemos dar todo lo que podamos por abonar una solución razonable a estos conflictos, y obligar a quienes nos representan a que lo hagan, aunque temo que la soberbia, la estupidez y la ceguera de estos nos conduzca a una espiral última, en la que llegue un momento en que no sepamos quién maneja el misil de largo alcance y alcancemos las peores consecuencias. Trato de ponerme en la piel de las víctimas de Ucrania, de las de Palestina y en la de tantas personas en todos los continentes que sufren la guerra y la destrucción sistemática de su presente y su futuro, y no soy capaz de imaginar el dolor y el desgarro que deben sentir en su interior. Un sufrimiento marcado por la imposibilidad de recuperar una existencia mínimamente normal, en medio del desastre que se les ha venido encima, del abandono en que están sumidos, y del olvido en que les tenemos. Sencillamente es inimaginable, y esto me hunde un poco más como persona y, de alguna forma, nos convierte a todos en inhumanos.
Si Von der Leyen tiene razón, deberíamos hacer algo. Tendríamos que exigir que los políticos abandonen sus mezquinas escaramuzas y pequeñas miserias, y que aclaren cuál es su posición frente a esta catástrofe y cómo superarla. A partir de ahí, hay que poner en práctica esa política, sin dilaciones ni trampas, sin optar por lo políticamente más conveniente, sino por lo más justo; sumar voluntades para frenar esta masacre permanente, que no pasa por justificar el sostenimiento de la guerra, ni por el envío de más armas y seres humanos hacia una especie de solución final a la que parece que estamos abocados.
Es necesario frenar esta deriva, esta ruina ética y moral en la que nos encontramos por nuestro silencio e indiferencia, que nos insensibiliza frente a la barbarie retransmitida en directo y a tiempo real. Nuestra única salvación es construir y exigir la paz, no consentir que la guerra se perpetúe.
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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).
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