Un envenenamiento masivo
Con la victoria de los conservadores en las elecciones en Portugal, por la mínima y tras una intervención judicial contra los socialistas de Costa de manera como poco sospechosa, Europa gira un poco más a la derecha, también con la irrupción de Chega, el partido luso ultra. Cada acontecimiento importante debería venir acompañado de un análisis pormenorizado de sus causas. También de la oportunidad de establecer relaciones entre episodios similares para averiguar si existe alguna pauta.
Lo primero que debemos observar en cuanto al modelo que se repite, en medio mundo, es la coincidencia temporal entre el crecimiento sostenido de los ultras y la modulación de la conversación pública a través de redes sociales. Ya está bien de mirar para otro lado. La opacidad en los algoritmos que regulan las redes sociales —todas en manos privadas, todas en manos norteamericanas— nos impide fiscalizar por qué aquellos contenidos que favorecen a los ultras tienen siempre una mayor difusión.
Hasta ahora sabemos que nuestras relaciones digitales están llenas de mentiras, agravios, odio y suspicacia. Nos queda conocer si este cóctel tóxico es consecuencia de las necesidades comerciales de un producto viciado, o sencillamente es que existe una premeditación para favorecer la voladura controlada de nuestra democracia. La diferencia no es pequeña. Es la misma que radica entre dar de comer un menú contaminado con salmonela o envenenar con cianuro los platos.
La manera de perseguir un homicidio imprudente y un asesinato no es la misma. Tampoco su tipo penal. Nuestros Estados deberían tener la suficiente valentía para decir basta. Parapetándose tras la libertad de empresa y la libre expresión se está permitiendo una agresión a uno de los pilares de cualquier sociedad democrática: que los ciudadanos posean una información veraz. Si el sistema mediático en manos privadas sufría de importantes sesgos, en lo digital ese sesgo se convierte en un estacazo contra la pluralidad.
En las redes sociales pueden participar millones de individuos a diario, pero la voz que se escucha es única. La manera de relacionarnos en este escenario favorece el extremismo sobre las opiniones razonadas, pero hay mucho más. Hay una discriminación de contenidos para que lo más visto coincida siempre con las necesidades de la agenda ultraderechista. Nunca permitiríamos el control de las autopistas, las vías férreas, las aduanas y los puertos por parte de un grupo de camisas negras. Esto es lo que sucede en lo digital mientras miramos para otro lado.
La opacidad en los algoritmos que regulan las redes sociales —todas en manos privadas, todas en manos norteamericanas— nos impide fiscalizar por qué aquellos contenidos que favorecen a los ultras tienen siempre una mayor difusión
Al margen de las redes sociales, no hay un espacio que no esté sujeto a esta editorialización parda. Desde los servicios de difusión de vídeo, grabado y en directo, hasta las aplicaciones de mensajería instantánea, cada día se mueven millones de datos adulterados que llegan a millones de personas beneficiándose, además, de la sensación de cercanía que proporciona que sus emisores no sean profesionales. Vivimos en una época donde cualquiera puede colaborar en la descivilización a cambio de ganar reproducciones.
Todos podemos recordar cómo eran los ecosistemas digitales en el inicio de su popularización, hace ya década y media. Lugares caóticos y ruidosos, no exentos de interferencias, donde existía la posibilidad de confrontar ideas y conectar con desconocidos que tenían intereses similares a los nuestros. Hablamos del tiempo donde los grupos de Facebook fueron una de las claves que permitieron que aquello que se llamó indignación prendiera en ciudades tan distantes como Barcelona, Nueva York o El Cairo.
Entonces la ultraderecha también intentó pescar en río revuelto. Si sus presupuestos eran los mismos que los actuales, puede que su retórica no tuviera el mismo refinamiento populista. La mayor diferencia no era de mensaje, sino de contexto. Mientras que hoy la socialización política se produce cada vez más en espacios digitales, hace quince años aún primaba la experiencia directa sobre las redes sociales. En todo caso, cuando la conversación se establecía a través de las pantallas, todos los contenidos tenían la misma posibilidad de ser vistos y compartidos por la simplicidad con la que operaban los algoritmos.
Por supuesto que nos enfrentamos a una amenaza cuyas causas son múltiples. La reacción al cuestionamiento de viejas certezas, la pérdida de legitimidad de los medios de comunicación tradicionales, la capacidad de enunciar lugares de apariencia segura en un contexto de creciente incertidumbre, el deterioro de la vida material tras las sucesivas crisis, el derrumbe de las expectativas ante el futuro, el deterioro del Estado social, la transformación súbita de los roles sociales… la lista no es pequeña.
Pero lo que no podemos perder de vista es que, en un momento en que la pugna por el relato se ha hecho imprescindible en la política contemporánea, el entorno donde se desarrolla esa narrativa está profundamente adulterado a favor de los presupuestos ultras. Ni su mensaje es tan sofisticado, ni su olfato para captar el espíritu de la época tan fino, es que simplemente se les ve más. Confiar en la buenas prácticas empresariales equivale a un suicidio colectivo. Necesitamos ya una intervención pública de los algoritmos. Nos jugamos la democracia.
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