Juicio por el acoso a Iglesias y Montero: un silencio inexplicable
Cada día pasan cosas. Algunas nuevas. La mayoría vienen de días o semanas anteriores. Incluso otras, aunque parezca raro, siguen ahí desde hace años. Si echamos la vista atrás, veremos cómo el PP y Vox ya estaban aquí cuando sus antepasados franquistas les legaron el odio a las diferencias, el desprecio a la democracia, la entusiasta aplicación de la violencia contra todo lo que sonara a libertad y a esa igualdad que un tan exquisito como cruelísimo sentido de clase les quitaba el sueño por las noches: y se lo siguen quitando ahora a sus herederos. Por eso no tienen remilgos a la hora de aplaudir el genocidio de Israel contra el pueblo palestino. Vienen de ahí, de esa cultura de la “eliminación” que bien supieron poner en marcha sus padres y abuelos en 1936 y que siguieron aplicando cuando lo que llegó después de la guerra no fue la paz sino la victoria. Digo todo esto porque con tantas cosas como están pasando a una velocidad vertiginosa, algunas ni aparecen o si aparecen duran lo que la alegría en el rostro de Buster Keaton o en una canción de Nick Cave: nada.
Por ejemplo: el juicio contra Miguel Frontera, que durante siete meses del año 2020 puso sitio a la casa donde viven Irene Montero y Pablo Iglesias. No estaba solo. La extrema derecha se las pinta como nadie para montar esos asedios. Les va la marcha. La democracia es para esa chusma algo que les pertenece, su juguete preferido para despedazarlo cuando las reglas del juego no le son favorables. Si no ganan las elecciones, la democracia se ha convertido en una dictadura. Cambian el significado de las palabras a su antojo. La dictadura de Franco era para ellos un tiempo de placidez y de libertad envidiables, el paraíso antes de la culebra y de la mujer pecadora, la celebración gloriosa de la bondad absoluta. Sin embargo, a esta democracia la llaman dictadura y dicen que es un horror, el no va más de la crueldad encarnada inmisericorde en esa tropa de truhanes que son Pedro Sánchez y su Gobierno de terroristas.
Durante siete meses, todos los días de esos siete meses, sin faltar ninguno, una cuadrilla de exaltados de extrema derecha sitió la casa de Irene Montero y Pablo Iglesias, con sus hijos dentro la mayoría de las veces. Lo llevan en la sangre. No tragan que este tiempo sea el del respeto a quien no piensa como tú, el de una necesidad imperiosa de que la lucha por el bien común ha de ser un curro colectivo, el del urgente compromiso de que este país no se convierta en una cloaca cuyas aguas turbias ensucien la más mínima posibilidad de convivencia democrática.
Sé que cuando hablamos del acoso que sufrieron el exvicepresidente y la exministra de Igualdad en el anterior Gobierno de coalición sale a la luz el que sufrió Soraya Sáenz de Santamaría. Defender eso es una barbaridad. Como lo es el que sufrió Mónica Oltra bajo los gritos y amenazas de ese ultra valenciano que es José Luis Roberto y su enfermiza vocación por la violencia facha ocupando su vida entera, desde antes incluso de que el big bang poblara de dinosaurios un planeta que si seguimos así está condenado a desaparecer. No es de recibo ninguna de esas situaciones. Pero la que tuvieron que sufrir Iglesias, Montero y su familia es para enmarcar en el cuadro de honor de las infamias. Allí, con sus banderas y sus cacerolas, con sus himnos falangistas y sus insultos, como si hubieran aprendido en clases magistrales la mejor manera de torturar a quien desde su óptica vengativa consideran su enemigo. Durante siete meses convirtieron la calle en una “esquina sin porvenir”, como escribía Juan Gelman en un poema donde bailan juntas la raspadura del pasado y el gesto de espantar las sombras que nos llegan en su incierta compañía.
Durante siete meses, todos los días de esos siete meses, sin faltar ninguno, una cuadrilla de exaltados de extrema derecha sitió la casa de Irene Montero y Pablo Iglesias, con sus hijos dentro la mayoría de las veces. Lo llevan en la sangre. No tragan que este tiempo sea el del respeto a quien no piensa como tú
Y mientras todo ese asedio sucedía, dónde estaban las miradas y las voces que lo condenaban. Dónde están ahora mismo, en los días del juicio al ultra acosador para quien la fiscal pide tres años de cárcel. Ya sé que estos días están pasando miles de cosas. La campaña para las elecciones europeas, el genocidio de Israel contra el pueblo palestino, la ley de amnistía, hasta, si me permiten una miaja de ironía, los conciertos de Taylor Swift en el Bernabeu. Todo eso es importante, faltaría más. Pero mientras eso está pasando, también pasa que a las puertas de donde se juzga al acosador de Pablo Iglesias e Irene Montero regresan los gritos, las banderas, la gestualidad soez que enmierda la decencia del lenguaje. No se cansan.
Llevan en el ADN la violencia antigua y legionaria de la que proceden. No sé, porque es imposible saberlo, hasta dónde llega el sufrimiento de siete meses viviendo entre amenazas a las mismas puertas de tu casa. Con otros compañeros periodistas, viví esas amenazas por teléfono varios meses hace la tira de años. Cada día el control policial y el teléfono pinchado que te incomunicaba con el mundo fue algo que nadie en casa hemos olvidado. Aún hay gestos precavidos que vienen de entonces y una aversión al teléfono que no ha menguado desde aquellas llamadas, unas llamadas que a veces respondía una niña que no podía entender la fijeza enfermiza del acosador metiéndose en casa a cualquier hora del día o de la noche. Conozco esa angustia de la que hablan Irene Montero y Pablo Iglesias. Y lo que tardarán en llevar una vida “normal” dentro de la casa y cuando salgan a la calle cada cual por separado o en familia.
Veo en infoLibre la imagen de esa visita a los juzgados y regreso a aquellos días, semanas y meses en que una banda de torturadores tenían carta blanca para destrozar la vida de quienes consideran enemigos. Leo lo que dicen a las puertas de esos juzgados Irene Montero y Pablo Iglesias y sé que la derecha y los fascistas son lo mismo cada día que pasa. También sé que el sufrimiento de Pedro Sánchez, Begoña Gómez y su familia recabó la atención y la solidaridad de mucha gente, diría yo que de toda la gente menos precisamente esa derecha y los fascistas entre los que ya no hay ninguna diferencia. Y que por eso echo de menos que ahora no se levanten voces abrigando los miedos y la angustia de quienes impunemente, y durante siete meses, sufrieron el asedio ultra en esa “esquina sin futuro” en que los torturadores habían convertido la calle donde vivían y siguen viviendo la pareja y sus hijos.
De nada conozco a Irene Montero y Pablo Iglesias. Puedo estar de acuerdo con ellos en unas cosas y en otras todo lo contrario. Pero estoy a su lado contra los gritos fascistas que volvieron al asedio en la calle a la salida de los juzgados. No sé si el ultra que comandaba la tortura permanente en esos meses será o no condenado. Tampoco me extrañaría que no lo fuera. Seguramente a ustedes tampoco. En todo caso, lo que quería escribiendo esto que escribo es simplemente eso: solidarizarme con Irene Montero, Pablo Iglesias y su familia y romper aquí, en este diario y en la parte que me toca, el silencio injusto que estos días los ha acompañado. Injusto, digo. Y también, qué quieren que les diga, extraño. La amenaza ultra, sea contra quien sea, no va a parar. Al menos hasta que los fascistas gobiernen en este país. Por eso cualquier silencio frente a esas amenazas me parecerá injusto, además, claro está, absolutamente inexplicable. Pues eso.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.
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